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Authors: Arthur Machen

Tags: #Terror

El gran Dios Pan (2 page)

BOOK: El gran Dios Pan
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—Espero que el olor no te moleste, Clarke; no hay nada dañino en él. Te pone un tanto soñoliento, eso es todo.

Clarke oyó las palabras claramente, y se dio cuenta de que Raymond se dirigía a él, sin embargo, no podía salirse de ese letargo. Sólo podía pensar en la caminata solitaria que había tomado, quince años atrás; era la última visión que tenía desde que era niño de los campos y bosques que había conocido, y ahora, todo eso surgía en una luz brillante, como una fotografía, ante él. Y por encima de todo llegó hasta su nariz el aroma del verano, el olor mezclado de las flores, de los bosques y de los lugares templados en lo profundo de las verdes profundidades, emanando producto del calor del sol; y el aroma de la buena tierra, yaciendo con los brazos abiertos y los labios sonrientes, abrumándolo todo. Sus fantasías le hicieron vagar, como había vagado hace mucho tiempo atrás, desde los campos hacia el bosque, recorriendo un pequeño sendero entre la maleza brillante de las hayas; mientras el hilo de agua que goteaba desde la piedra caliza sonaba como una melodía de ensueño. Sus pensamientos comenzaron a extraviarse y a fundirse con otros pensamientos; la avenida de hayas se transformó en un sendero entre las encinas, y eventualmente, alguna parra trepaba de rama en rama, confinando a los oscilantes zarcillos y se inclinaba a causa de sus uvas púrpuras, y las escasas hojas Verdi grises del olivo silvestre contrastaban con las oscuras sombras de la encina. Clarke, en los profundos pliegues del sueño, estaba consciente que el sendero que partía de la casa de su padre lo había llevado hacia un país desconocido. Repentinamente, mientras reflexionaba sobre la extrañeza de todo esto, el murmullo del verano fue reemplazado por un silencio infinito que parecía cernirse sobre todas las cosas, el bosque estaba en silencio. Y por un momento se encontró cara a cara con una presencia, que no era hombre ni bestia, ni vivo ni muerto, sino todas las cosas a la vez, la forma de todas las cosas pero desprovisto de forma. Y en ese momento, el sacramento entre el cuerpo y el ama se disolvió y una voz pareció gritar: "déjennos salir", y entonces vino la oscuridad más oscura, de más allá de las estrellas, la oscuridad de lo eterno.

Clarke se despertó de un sobresalto y vio a Raymond vertiendo unas cuantas gotas de un líquido oleoso en un frasquito verde, tapándolo apretadamente.

—Estuviste dormitando —le dijo—, el viaje debe haberte agotado. Todo está listo. Iré por Mary; estaré de vuelta en diez minutos.

Clarke se reclinó en su butaca, reflexionando. Le parecía como si solamente hubiera pasado de un sueño a otro. Casi esperaba ver las paredes del laboratorio derretirse y disolverse, y despertar en Londres, estremeciéndose frente a sus propias ensoñaciones. Pero finalmente la puerta se abrió y el doctor regresó. Tras de él venía una joven de aproximadamente diecisiete años, toda vestida de blanco. Era tan hermosa que Clarke no se extrañó de lo que el doctor le había escrito. Su rostro, cuello y brazos se habían sonrojado, pero Raymond se mantenía inconmovible.

—Mary —le dijo—, ha llegado el momento. Eres completamente libre. ¿Estás dispuesta a confiarte enteramente a mí?

—Sí, querido.

—¿Oíste eso, Clarke? Tú eres mi testigo. Mary, aquí está la silla. Es bastante simple. Sólo siéntate y recuéstate. ¿Estás lista?

—Sí, querido, completamente lista. Bésame antes de comenzar.

El doctor se inclinó y la besó benévolamente en los labios.

—Ahora cierra tus ojos —le dijo.

La joven cerró sus párpados, como si estuviera cansada y anhelara dormir, y Raymond puso el frasquito verde bajo su nariz. Su rostro se puso blanco, más blanco que su vestido; luchó suavemente, más luego, con el sentimiento de sumisión tan fuerte en su interior, cruzó los brazos sobre su pecho, como una niña pequeña a punto de decir sus oraciones. El brillo de la lámpara cayó de lleno sobre ella, y Clarke observó los cambios pasar rápidamente por su rostro, como cambian las colinas cuando las nubes del verano flotan sobre el sol. Y luego allí estaba ella, totalmente quieta y pálida, mientras el doctor levantaba uno de sus párpados. Estaba completamente inconsciente. Raymond presionó con fuerza una de las palancas e instantáneamente la silla se hundió hacia atrás. Clarke observó cómo le cortaba el cabello, trazando un círculo parecido a una tonsura. Raymond acercó la lámpara y sacó de su maletín un pequeño y brillante instrumento, Clarke se volteó estremeciéndose. Al mirar nuevamente el doctor estaba vendando la herida que había hecho.

—Despertará en cinco minutos —Raymond se mantenía aún perfectamente tranquilo—. No hay nada más que hacer, sólo podemos esperar.

Los minutos pasaban lentamente; podían oír el lento y pesado tic tac de un antiguo reloj en el pasillo. Clarke se sentía enfermo y débil; sus rodillas temblaban, casi no podía mantenerse en pie.

Repentinamente, mientras vigilaban, percibieron un largo suspiro y, de súbito, el color perdido regresó a las mejillas de la joven y sus ojos se abrieron. Clarke se amilanó ante ellos. Brillaban con una luz impresionante, mirando a la distancia, y un gran asombro se dibujó en su rostro, y sus brazos se estiraron como para asir lo invisible; sin embargo, en un instante el asombro se disolvió y fue reemplazado por el más abominable terror. Los músculos de su rostro se convulsionaron horriblemente, temblando desde la cabeza a los pies; su alma parecía estremecerse y luchar dentro de ese hogar de carne. Fue una visión espantosa, y Clarke se precipitó hacia adelante mientras ella caía al suelo, temblando.

Tres días después Raymond condujo a Clarke junto al lecho de Mary. Ella se encontraba completamente despierta, moviendo su cabeza de lado a lado y gesticulando inexpresivamente.

—Sí —dijo el doctor, aun completamente sereno—, es una lástima, se ha convertido en una idiota sin remedio. Sin embargo, no se pudo evitar y, después de todo, ella ha visto al Gran Dios Pan.

Capítulo
II
 
Las memorias del señor Clarke

C
larke, el caballero elegido por el Dr. Raymond para presenciar el extraño experimento del dios Pan, era una persona en cuyo carácter la cautela y la curiosidad estaban peculiarmente mezcladas. En sus momentos de seriedad pensaba en lo inusual y lo excéntrico con una abierta aversión, sin embargo, en lo profundo de su corazón, exhibía una ingenua curiosidad respecto a los elementos más esotéricos y recónditos de la naturaleza humana. Esta última tendencia había prevalecido cuando aceptó la invitación de Raymond y, aunque su juicio siempre había repudiado las teorías del doctor, considerándolas como las necedades más extravagantes, secretamente abrazaba la creencia en la fantasía, y se hubiera regocijado de ver confirmada aquella creencia. Los horrores que presenció en aquel espantoso laboratorio resultaron, hasta cierto punto, terapéuticos; era consciente de estar involucrado en un asunto no del todo honorable, y por muchos años después, se aferró firmemente a lo trivial, rechazando todas las oportunidades de investigación ocultista. De hecho, sobre un principio homeopático, por algún tiempo asistió a las sesiones de distinguidos médiums, esperando que los torpes trucos de aquellos caballeros le llevaran a enemistarse con cualquier tipo de misticismo, sin embargo, el remedio, aunque cáustico, no era eficaz. Clarke sabía que aún se consumía por lo invisible, y, poco a poco, la antigua pasión comenzó a reafirmarse, al tiempo que el rostro de Mary, estremeciéndose y convulsionado con un desconocido terror, se desvanecía lentamente en su memoria. Ocupado todo el día en labores tanto serias como lucrativas, la tentación de relajarse por la tarde era muy grande, especialmente durante los meses de invierno, cuando el fuego echaba un cálido fulgor sobre su cómodo departamento de soltero, y una botella de algún vino escogido descansaba presto a la mano. Una vez digerida la cena, haría una breve pretensión de leer el periódico de la tarde, sin embargo, el mero catálogo de noticias palidecía pronto ante él, y Clarke se descubría echando vistazos de cálido deseo en dirección de un antiguo escritorio japonés, que se erguía a una agradable distancia del hogar. Como un niño frente a un armario atestado, por unos pocos minutos lo rondaba indeciso, pero el placer siempre prevalecía, y Clarke terminaba por acercar su silla, prender una vela y sentarse frente al escritorio. Sus casilleros y cajones rebosaban con documentos acerca de los más mórbidos temas, y en su espacio cerrado, descansaba un gran volumen manuscrito, en el cual, esmeradamente, había introducido los tesoros de su colección. Clarke sentía un magnífico desdén hacia la literatura publicada; la historia más fantasmagórica dejaba de interesarle si resultaba estar impresa; su único placer se encontraba en la lectura, compilación y reorganización de lo que él llamaba, sus "Memorias para probar la Existencia del Diablo" y, entregado a esta ocupación, la tarde parecía volar y la noche parecía muy corta.

Durante una velada en particular, una horrible noche de diciembre oscurecida por la niebla y congelada con escarcha, Clarke apuró su cena y, escasamente, se dignó a observar su acostumbrado ritual de tomar el periódico y dejarlo nuevamente a un lado. Se paseó dos o tres veces por la habitación, abrió el escritorio, se mantuvo estático por un momento, y se sentó. Se reclinó, absorbido por una de esas ensoñaciones de las que era objeto y, al fin, sacó su libro y lo abrió en la última entrada. Allí había tres o cuatro páginas densamente cubiertas por la redonda y ornada caligrafía de Clarke, y al principio, había escrito lo siguiente, a mano y en una letra algo más grande:

“Singular narración relatada por mi Amigo, el Doctor Phillips. Me ha asegurado que todos los hechos relatados aquí son estricta y completamente Verdaderos, pero se niega a entregar, ya sea los Apellidos de las Personas Afectadas, o los Lugares donde estos Extraordinarios Eventos sucedieron.”

El señor Clarke comenzó a leer, por décima vez, la narración, dando un vistazo de vez en cuando a las notas que había hecho a lápiz cuando su amigo lo sugería. Una de sus gracias era enorgullecerse de una cierta habilidad literaria; pensaba bien de su estilo, y se esforzó en arreglar de forma dramática las circunstancias. Leyó la siguiente historia:

"Las personas involucradas en esta exposición son: Helen V, quien, si aún está viva, debe ser una mujer de veintitrés, Rachel M., ya fallecida, quien era un año menor que la anterior, y Trevor W, un idiota, de 18 años. Estas personas, durante el período de la historia, habitaban en una villa en los límites de Gales, un lugar de alguna importancia durante la época de ocupación Romana, pero ahora un caserío disperso de no más de quinientas almas. Se empalma sobre terreno elevado, aproximadamente a seis millas del mar, y se encuentra protegida por un extenso y pintoresco bosque.

"Hace unos once años atrás, Helen V. llegó a la aldea bajo circunstancias peculiares. Era sabido que, siendo huérfana, fue adoptada en su infancia por un pariente lejano, quien la crió en su hogar hasta que cumplió los doce años. Sin embargo, pensando que sería mejor para la niña tener compañeros de juegos de su misma edad, publicó en varios periódicos locales avisos buscando un buen hogar para una niña de doce en una cómoda hacienda. Este aviso fue contestado por el señor R., un granjero acomodado, de la aldea antes mencionada. Siendo sus referencias satisfactorias, el caballero envió a su hija adoptiva con el señor R. La joven portaba una carta, en la cual se estipulaba que la niña debería tener una habitación para ella sola y afirmaba que sus cuidadores no necesitaban preocuparse por el tema de su educación, pues ella estaba lo suficientemente educada para la posición que ocuparía en la vida. De hecho, el señor R. fue dado a entender que debía permitir a la niña encontrar sus propias actividades y pasar el tiempo como ella deseara. Puntualmente, el Sr. R. la recibió en la estación más cercana, a siete millas de su casa, y al parecer no advirtió nada fuera de lo común acerca de la niña, excepto que se mostraba reservada respecto a su antigua vida y a su padre adoptivo. Sin embargo, ella era diferente a la gente del pueblo; su piel era de un oliva pálido y claro, y sus rasgos eran bien marcados, en cierto modo, tenía un tipo extranjero. Al parecer, se acostumbró fácilmente a la vida de la granja, y se convirtió en la favorita de los niños, quienes algunas veces la acompañaban en sus vagabundeos por el bosque, ya que éste era su pasatiempo favorito. El Señor R. relata que conocía los vagabundeos solitarios de la joven, salía inmediatamente después del desayuno, y no retornaba hasta después del atardecer, y que, sintiéndose intranquilo de que una jovencita se encontrara sola fuera de la casa por tantas horas, se comunicó con su padre adoptivo, quién respondió, en una breve nota, que Helen debía hacer lo que eligiera. En el invierno, cuando los caminos del bosque son intransitables, pasaba la mayor parte del tiempo en su dormitorio, donde dormía sola, de acuerdo a las instrucciones de su pariente. Fue durante una de estas expediciones al bosque cuando sucedió el primero de los singulares incidentes con los cuales la niña está conectada, siendo aproximadamente un año después de su llegada al pueblo. El invierno anterior había sido extraordinariamente severo, la nieve se había acumulado hasta grandes profundidades, y la escarcha se había mantenido por un período sin precedente, y el verano siguiente fue igual de notable por su calor excesivo. Durante uno de los días más calurosos de dicho verano, Helen V. abandonó la casa para dar uno de sus largos paseos por el bosque, llevando con ella, como era usual, algo de pan y carne para almorzar. Fue vista por algunos hombres en los campos dirigiéndose hacia la antigua Calzada Romana, un verde sendero que recorre la parte más alta del bosque. Se sorprendieron al observar que la niña se había quitado el sombrero, a pesar de que el calor del sol era casi tropical. Mientras pasaba, un obrero de nombre Joseph W. trabajaba en el bosque cerca de la Calzada Romana. A las doce de día su hijo Trevor le llevó al hombre su comida de pan y queso. Después de la merienda, el chico, de aproximadamente siete años en aquella época, dejó a su padre en el trabajo para buscar flores en el bosque, y el hombre, que podía escucharlo gritar con deleite ante sus descubrimientos, no se sintió intranquilo. Sin embargo, repentinamente, se horrorizó al escuchar los gritos más espantosos, evidentemente producto de un gran terror, que procedían de la dirección en que su hijo había ido. Rápidamente dejó sus herramientas y corrió para ver qué había sucedido. Siguiendo su pista por el sonido, encontró al pequeño niño corriendo precipitadamente, y se encontraba, era evidente, terriblemente asustado. Al preguntarle, el hombre se enteró que el niño, luego de recoger un ramillete de flores se sintió cansado y se acostó en el pasto quedándose dormido. Fue súbitamente despertado, como relató, por un ruido peculiar, una especie de canto —así lo llamó— y, atisbando a través de las ramas, vio a Helen V. jugando en el pasto con un "extraño hombre desnudo", a quien fue incapaz de describir con más detalle. Dijo haberse sentido terriblemente asustado y que corrió alejándose y llamando a su padre. Joseph W. se dirigió al lugar indicado por su hijo, y encontró a Helen V. sentada en el pasto en el centro de un claro, o de un espacio abierto dejado por los quemadores de carbón. Irritadamente la culpó de haber asustado a su pequeño hijo, pero ella negó completamente la acusación y se rió de la historia del niño sobre un "hombre extraño", historia a la cual él mismo no le atribuía mucho crédito. Joseph W. llegó a la conclusión de que el niño había despertado con un súbito temor, como a veces les sucede a los niños, más Trevor persistía en su historia, y continúo en aquel evidente estrés hasta que finalmente su padre lo llevó a casa, esperando que su madre fuese capaz de consolarlo. Sin embargo, por varias semanas el niño les dio a sus padres muchas preocupaciones: sus maneras se tornaron nerviosas y extrañas, negándose a abandonar la cabaña solo, y alarmando constantemente a la familia al despertar gritando: “¡El hombre del bosque! ¡Padre! ¡Padre!”

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