El gran desierto (62 page)

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Authors: James Ellroy

Tags: #Intriga, Policiaco

BOOK: El gran desierto
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Coleman fue a su cuarto y se puso la peluca gris y el maquillaje que había traído. Montó una estaca cortante con un palo que había encontrado en la basura y un paquete de cinco hojas de afeitar. Averiguó que la UAES celebraba una fiesta-mitin esa noche, compró cuatro paquetes de heroína y una hipodérmica a su viejo proveedor Roland Navarette, robó un Buick en la Sesenta y Siete y tocó su última pieza en el Zombie. Entró en el lavabo de hombres de la gasolinera Texaco de la Sesenta y Ocho como Coleman, salió como papá.

Martin fue puntual, pero estaba tan borracho que ni se sorprendió del disfraz de Coleman. El joven le dio un golpe, se lo apoyó en el hombro como un compañero de copas, lo llevó al Buick y arrancó el coche con un puente. Inyectó a Martin una dosis, se lo llevó a su apartamento de Hollywood, le inyectó los otros tres paquetes y le puso la capucha de una bata en la boca para que no vomitara sangre cuando le estallaran las arterias. El corazón de Martin reventó con fuerza; Coleman lo estranguló para rematarlo, le hirió la espalda, le arrancó los ojos como había intentado hacer con el coleccionista de monedas de Sleepy Lagoon. Violó las cuencas vacías, se puso los dientes de glotón y celebró un festín, rociando las paredes de sangre mientras una música de saxo alto le retumbaba en la cabeza. Cuando terminó, dejó los ojos en la nevera, envolvió a Goines en la bata blanca, lo llevó abajo y lo acomodó en el asiento trasero del Buick. Ajustó el espejo retrovisor para observar a Martin cabeceando con las cuencas vacías. Se dirigió a Sunset Strip bajo la lluvia mientras imaginaba la total ruina de papá y Claire. Arrojó al desnudo Martin en un terreno de Allegro, territorio de homosexuales, un cadáver en exhibición como la Dalia Negra. Si tenía suerte, su primera víctima causaría el mismo impacto periodístico.

Coleman volvió a su música, su otra vida. La muerte de Goines no obtuvo la publicidad que él había esperado: la Dalia era una mujer hermosa, Martin un sujeto anónimo. Coleman alquiló varios coches y patrulló por la calle Tamarind 2307 en diversas ocasiones; no aparecieron policías y decidió usar de nuevo la guarida. Averiguó la dirección de George Wiltsie en la guía telefónica y decidió que él sería la segunda víctima. Pasó varias noches recorriendo bares de homosexuales cerca del apartamento, vio a Wiltsie, pero siempre en compañía de su novio, un fulano a quien llamaba «Duane». Casi decidió dejarlo con vida, pero pensar en las posibilidades de una muerte doble lo excitó y le recordó a Delores y su amante haciendo el sesenta y nueve. Luego Duane le comentó a un camarero que trabajaba en Variety International: territorio de papá.

La providencia.

Coleman abordó a George y Duane con un pequeño equipo homicida que él había elaborado: cápsulas de secobarbital compradas a Roland Navarette, y estricnina de la droguería. Dos de barbitúricos y una de veneno, pinchaduras en las cápsulas para lograr un efecto rápido. Coleman sugirió una fiesta en «su apartamento» de Hollywood; George y Duane aceptaron. Mientras viajaban en su coche alquilado, les dio whisky para que bebieran. Cuando estaban medio dormidos, les preguntó si querían probar un buen afrodisíaco. Ambos hombres engulleron con avidez las píldoras mortales; cuando llegaron al apartamento de Martin estaban tan mareados que Coleman tuvo que ayudarlos a subir. Lindenaur ya había muerto al llegar, Wiltsie se hallaba profundamente dormido. Coleman los desnudó y se puso a mutilar al muerto.

Wiltsie despertó y luchó para sobrevivir. Coleman le cortó un dedo para defenderse y lo mató de un cuchillazo en la garganta. Cuando hubo asesinado a los dos sujetos, los cortó, actuó como un glotón, los violó y dibujó notas musicales y una G distintiva en las paredes. Guardó el dedo de Wiltsie en la nevera, duchó a Duane y George para limpiarlos de sangre, los envolvió en sábanas, los llevó abajo y los condujo a Griffith Park, el territorio donde antes tocaba el saxo. Los desnudó y los llevó hasta el sendero. Los colocó en la postura del 69 para que todos los vieran. Si alguien le veía a él pensaría que era su padre.

Dos acontecimientos coincidieron.

El doctor Saul Lesnick, al borde de la muerte y ansioso por compensar sus tropiezos morales, leyó una versión sensacionalista de los asesinatos de Wiltsie y Lindenaur. Recordó que Reynolds Loftis había mencionado a un tal Wiltsie en sus sesiones psiquiátricas varios años atrás; las heridas con estaca cortante le recordaban las fantasías de Coleman acerca del Hombre de la Voz Escocesa y las armas del corral de Terry Lux. Lo que terminó de convencerlo de que Coleman era el asesino fue el hambre que revelaban las dentelladas, tangencialmente descritas. Coleman era la voracidad personificada. Coleman quería ser el animal más feroz e insaciable de la tierra, y estaba demostrando que lo era.

Lesnick sabía que la policía mataría a Coleman si lo encontraba. Lesnick sabía que tenía que tratar de encerrarlo en una institución antes de que matara a alguien más o decidiera atacar a Reynolds y Claire. Sabía que Coleman estaría en un ambiente musical, y lo encontró en un club de Central Avenue. Como era la única persona que nunca lo había herido recuperó la confianza de Coleman, le consiguió un apartamento barato en Compton, le habló repetidas veces y con insistencia, ocultándose con él cuando un amigo de la comunidad izquierdista le dijo que Reynolds y Claire también buscaban a Coleman. El joven vivía momentos de lucidez, un clásico patrón de conducta en psicópatas sexuales que habían sucumbido al asesinato para satisfacer su lujuria. Le contó la historia de las tres primeras muertes; Lesnick sabía que llevar a un muerto en el asiento trasero y trasladar a las dos segundas víctimas a la calle Tamarind eran un deseo inconsciente de ser atrapado. Existían cráteres psicológicos en los que un profesional experimentado podía explorar: la redención de Saul Lesnick por diez años de informar sobre gente a quien amaba.

Coleman se servía de la música para luchar confusamente contra sus impulsos. Estaba trabajando en una larga pieza solista con silencios inquietantes que representaban la mentira y la duplicidad. Las repeticiones iluminarían los singulares sonidos agudos que conseguía con el saxo, altos al principio, cada vez más suaves, con intervalos de silencio más largos. La pieza terminaría en una escala de notas menguantes, luego un silencio ininterrumpido que para Coleman resultaba más estentóreo que ningún ruido: una extensión de la nada. Quería llamar
El gran desierto
a su composición. Lesnick le dijo que si se internaba en un hospital sobreviviría para tocarla. El doctor vio que Coleman vacilaba, recuperaba la lucidez. Luego Coleman le habló de Danny Upshaw.

Había conocido a Upshaw una noche después de matar a Martin Goines. El detective estaba investigando, y Coleman lo engañó diciendo que «había estado allí toda la noche», una coartada que Upshaw creyó. Esa creencia significaba que Goines no había mencionado a nadie la cita de la noche anterior con Coleman, y éste aprovechó la ocasión para mentir diciendo que Goines era homosexual y sembrar pistas sobre un hombre alto y canoso. Olvidó a Upshaw y continuó con su plan, asesinó a Wiltsie y Lindenaur, y dudó entre Augie Duarte u otro amante del padre como cuarta víctima. Pero había empezado a soñar con el joven detective, pesadillas inquietantes que le decían que en realidad era papá tratando de despacharlo. Coleman decidió matar a Reynolds y Claire si no podía arruinar la carrera de papá: pensaba que más sangre potencial añadida a este manjar lo incitaría a soñar con las mujeres que había amado.

El plan no funcionó. Coleman siguió soñando y fantaseando con Upshaw. Llevaba el disfraz de papá y vigilaba la oficina de Felix Gordean en busca de pistas sobre antiguos amantes de Reynolds cuando vio a Upshaw realizando su propia investigación; estaba cerca cuando Upshaw llamó a Circulación. Comprendió de qué hablaba y siguió a Upshaw en el Pontiac que había robado, tan sólo para acercarse a él. Upshaw advirtió que lo seguían y hubo una persecución; Coleman se escabulló, robó otro coche, llamó a Circulación y fingió que era otro agente. Uno de los nombres que leyó el empleado era Augie Duarte; Coleman decidió que era de nuevo la providencia y lo designó de inmediato como víctima número cuatro. Se dirigió a la casa de playa de Gordean, vio el coche de Upshaw, se escondió y escuchó la charla entre Gordean y uno de sus muchachos. El chulo experto en homosexuales comentó: «Ese policía está descubriendo quién es. Lo sé.»

Al día siguiente, Coleman entró en el apartamento de Upshaw y lo saboreó. No había recuerdos de mujeres, nada salvo un sitio pulcro e impersonal. Entonces Coleman lo supo, y empezó a sentir una identificación total con Upshaw, una simbiosis. Esa noche Lesnick se fue del apartamento para coger unos medicamentos en el Hospital General del Condado, pensando que la fijación de Coleman con Upshaw le revelaría su homosexualidad, lo frustraría y aplacaría. Se equivocaba. Coleman recogió a Augie Duarte en un bar, lo drogó y lo llevó a un garaje abandonado de Lincoln Heights. Lo estranguló, lo mutiló, mordió y emasculó, como papá y todos los demás habían querido hacer con él. Dejó el cuerpo a orillas del río Los Ángeles, regresó a Compton y le dijo a Lesnick que al fin tenía a Upshaw a tiro. Competiría con ese hombre, asesino contra detective. Saul Lesnick se fue del apartamento y volvió en taxi a su residencia, consciente de que Coleman Healy no dejaría de matar hasta que muriera. Y desde entonces el frágil y viejo psiquiatra trataba de armarse de valor para darle una muerte piadosa.

Lesnick terminó su historia con un elocuente gesto al sacar un revólver de los pliegues de la bata. Dijo:

—Vi a Coleman una vez más. Había leído que Upshaw murió accidentalmente y eso lo perturbaba. Acababa de comprar estupefacientes a Navarette e iba a matar a otro hombre, un hombre que había trabajado como extra en una de las películas de Reynolds, un opiómano. El hombre había tenido una breve aventura con Reynolds, y Coleman iba a matarlo. Me lo dijo como si pensara que yo no podía detenerlo. Compré el revólver en una casa de empeños de Watts. Iba a matar a Coleman esa noche, pero usted y el capitán Considine se me adelantaron.

Buzz observó el arma. Estaba vieja y oxidada y seguramente funcionaría mal, de igual modo que el psiquiatra cuando había considerado que Sleepy Lagoon era una fantasía de ese chiflado. Coleman se le había arrancado de la mano huesuda antes de que Lesnick pudiera apretar el gatillo.

—¿Está complacido con el resultado final, doctor?

—No. Lo lamento por Reynolds.

Buzz recordó a Mal disparando directamente a papá: quería a Coleman vivo para afianzar su carrera, y quizá por algo relacionado con su propio hijo.

—Tengo una pregunta de policía, doctor.

—Adelante.

—Bien, yo pensaba que Terry Lux había revelado a Gordean todo el material con que él chantajeó a Loftis. Su historia me hace pensar que Minear confesó a Felix algunos detalles, detalles que él ordenó cuando chantajeó a Loftis por segunda vez hace poco tiempo. Unos indicios que le hicieron pensar que Coleman estaba matando gente.

Lesnick sonrió.

—Sí. Chaz le contó a Felix Gordean muchas cosas sobre la estancia de Coleman en la clínica que se podían interpretar como claves si se comparaban con los datos periodísticos. Leí que Gordean fue asesinado. ¿Fue Chaz?

—Sí. ¿Eso le complace?

—Es un pequeño final feliz, sí.

—¿Algún pensamiento sobre Claire?

—Sí, ella sobrevivirá al gran jurado como una tigresa. Encontrará a otro hombre débil que proteger y otras causas que defender. Hará bien a las gentes que merecen el bien, y no comentaré nada sobre su carácter.

—Antes de que todo se desbordara —continuó Buzz—, parecía que la UAES tenía pensando un plan de extorsión contra los estudios. ¿Usted actuó para ambos bandos? ¿Retuvo información que había conseguido como psiquiatra para ayudar al sindicato?

Lesnick tosió y dijo:

—¿Quién quiere saberlo?

—Dos hombres muertos y yo.

—¿Y quién más lo oirá?

—Sólo yo.

—Le creo. No sé por qué.

—Los muertos no tiene razones para mentir. Vamos, doctor. Cuéntemelo.

Lesnick acarició el revólver que había comprado en una casa de empeños.

—Tengo información comprobada sobre Howard Hughes y su afición por las menores, y muchos datos sobre diversos actores de la RKO y Variety International y las curas de narcóticos a que se someten periódicamente. Tengo información sobre la vinculación de muchos ejecutivos del cine con el hampa, incluido un caballero de la RKO que atropelló a una familia de cuatro personas con el coche y las mató. Se arregló lo del arresto, y el caso nunca llegó a juicio, pero ese solo alegato resultaría embarazoso. Como usted ve, la UAES no carece de armas.

—Jefe, yo le conseguía muchachas a Howard y dispuse la mayoría de esos tratamientos. Yo liberé a ese fulano de la RKO y le entregué el soborno al juez que lo habría condenado. Doctor, los periódicos nunca publicarían lo que usted tiene y la radio nunca lo airearía. Howard Hughes y Herman Gerstein se reirían de esta extorsión. Si alguien sabe arreglar asuntos en esta ciudad, soy yo, y créame, la UAES está acabada.

Saul Lesnick se levantó; se tambaleó, pero permaneció de pie.

—¿Y cómo arreglará eso? —preguntó.

Buzz se marchó sin responder.

Cuando regresó al motel, encontró una nota del gerente en la puerta: «Llame a Johnny S.» Buzz fue a la cabina y marcó el número de Stompanato.

—Diga.

—Soy Meeks. ¿Qué pasa?

—Tu pellejo está en peligro, aunque espero que mi dinero no. Acabo de recibir una pista a través de un amigo de Mickey. La policía hizo un análisis balístico de rutina de ese tiroteo donde estuviste. El gran forense, Layman, examinó el informe sobre las balas que le extrajeron a ese hombre-rata de quien me hablaste. Le resultó familiar, así que hizo una revisión. Las balas de tu arma coinciden con el plomo que sacaron del cuerpo de Niles. El departamento te acusa de la muerte de Niles y quiere echarte el guante. Dispara a matar. Y, no quisiera mencionarlo, pero me debes mucho dinero.

—Johnny, eres rico —suspiró Buzz.

—¿Qué?

—Ven a verme aquí mañana al mediodía —indicó Buzz, y colgó. Marcó un número de los Ángeles Este.

—¿Quién es? —dijo una voz en español.

—Habla en inglés, Chico, soy Meeks.

—¡Buzz! ¡Patrón!

—He decidido cambiar mi pedido, Chico. No treinta-treinta, sino recortada.

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