Desde entonces el fantasma deseaba vehementemente probar que no había perdido su influencia sobre los Stilton, con los que además estaba emparentado, pues una prima hermana suya se casó en
Secondes noces
con el señor Bulkeley, del que descienden en línea directa, como todo el mundo sabe, los duques de Cheshire.
Por consiguiente, hizo sus preparativos para mostrarse al joven enamorado de Virginia en su famoso papel del «Fraile vampiro, o el benedictino sin sangre».
Era un espectáculo tan espantoso que cuando la vieja lady Startup se lo vio representar, es decir, la víspera del Año Nuevo de 1764, empezó a lanzar chillidos agudos, que le provocaron un fuerte ataque de apoplejía y su fallecimiento al cabo de tres días, no sin que desheredara antes a los Canterville que eran sus parientes más cercanos y legase todo su dinero a su farmacéutico de Londres.
Pero, a última hora, el terror que le inspiraban los gemelos le retuvo en su habitación y el joven duque durmió tranquilo en el gran lecho con dosel coronado de plumas del dormitorio real, soñando con Virginia.
Unos días después, Virginia y su adorador de cabello rizado dieron un paseo a caballo por los prados de Brockley, paseo en el que ella se desgarró su vestido de amazona al saltar un seto, y de vuelta a su casa, entró por la escalera de detrás para que no la viesen.
Al pasar corriendo por delante de la puerta del salón de tapices, que estaba abierta de par en par, le pareció ver a alguien dentro. Pensó que sería la doncella de su madre, que iba con frecuencia a trabajar a esa habitación.
Asomó la cabeza para encargarle que le cosiese el vestido.
¡Pero con gran sorpresa suya quien estaba allí era el fantasma de Canterville en persona!
Estaba sentado junto a la ventana contemplando las hojas doradas, que danzaban en el aire, desprendidas de los árboles amarillentos, y las hojas bermejas que bailaban locamente a lo largo de la gran avenida.
Tenía la cabeza apoyada en una mano y toda su actitud revelaba el desaliento más profundo.
Realmente presentaba un aspecto tan desamparado, tan abatido, que la pequeña Virginia, en vez de ceder a su primer impulso, que fue echar a correr y encerrarse en su cuarto, se sintió llena de compasión y se decidió a ir a consolarle.
Tenía la muchacha un paso tan ligero y él una melancolía tan honda, que no se dio cuenta de su presencia hasta que le habló.
—Lo he sentido mucho por usted —dijo—, pero mis hermanos regresan mañana a Eton y entonces, si se porta usted bien, nadie le atormentará.
—Es absurdo pedirme que me porte bien —le respondió contemplando estupefacto a la jovencita que tenía la audacia de dirigirle la palabra—. Perfectamente inconcebible. Me es necesario arrastrar mis cadenas, gruñir a través de las cerraduras, y deambular en la noche. Si es a eso a lo que se refiere, le diré que todo ello es la única razón de mi existencia.
—Ésa no es una razón para vivir molestando a la gente. En sus tiempos fue usted muy malo, ¿sabe? La señora Umney nos contó el mismo día en que llegamos, que usted mató a su esposa.
—Sí, lo reconozco —respondió petulante el fantasma—. Pero fue un asunto de familia que a nadie le importa.
—Está muy mal eso de matar a alguien —replicó Virginia, que a veces adoptaba una dulce actitud puritana, heredada posiblemente de alguno de sus antepasados de la vieja Nueva Inglaterra.
—¡Oh, detesto la ramplona severidad de la ética abstracta! Mi esposa era muy poco agraciada y simplona. Nunca pudo almidonar bien mis puños, y no sabía nada de cocina. Vea usted, un día cacé un magnífico cervatillo en los bosques de Hogley, un espléndido gamo, ¿y sabe usted cómo me lo sirvió en la mesa? Bueno…, eso ahora no importa, ya pasó; pero sin embargo, no hallo nada bien que sus hermanos me dejasen morir de hambre, aunque yo la hubiese matado.
—¡Le dejaron morir de hambre! ¡Ay, señor fantasma! ¡Quiero decir, don Simon! ¿Tiene usted hambre? Tengo un sandwich en mi costurero, ¿no lo quiere?
—No, gracias, ahora ya no necesito comer; pero de todas maneras, es usted muy amable. Es usted mucho más fina y atenta que el resto de su familia que es tan ordinaria, horrorosa, vulgar, y que se conducen como bandoleros.
—¡Basta! —exclamó Virgina dando con el pie en el suelo—. El brutal, horrible y ordinario es usted. En cuanto a lo de bandolero y ladrón, usted bien sabe que me ha robado las pinturas de mi caja para restaurar esa ridícula mancha de sangre en la biblioteca. Primero me robó todos los rojos, incluyendo el bermellón, y ya no pude seguir pintando las puestas de sol; después se llevó el verde esmeralda y el amarillo cromo; y por último no me han quedado más que el azul añil y el blanco de China, de manera que sólo puedo pintar escenas de claro de luna, que siempre son tristes y nada fáciles de pintar. Nunca lo acusé aunque ello me hacía sentir furiosa, y todo resultaba grotesco, porque, ¿quién ha oído decir que exista la sangre de color verde esmeralda?
—Bueno, en verdad —dijo el fantasma, con cierta dulzura—, ¿qué iba yo a hacer? Es dificilísimo en los tiempos actuales agenciarse sangre de verdad, y ya que su hermano empezó todo esto con su detergente
Paragon
, no veo por qué no iba yo a usar sus colores para defenderme. En cuanto al tono, es cuestión de gusto. Así, por ejemplo, los Canterville tienen sangre azul, la sangre más azul que existe en Inglaterra… Aunque ya sé que ustedes los americanos no hacen el menor caso de esas cosas.
—No sabe usted nada, y lo mejor que puede hacer es emigrar y así se desarrollará su mentalidad. Mi padre tendrá un verdadero gusto en proporcionarle un pasaje gratuito, y aunque haya derechos arancelarios elevadísimos sobre toda clase de cosas espirituosas a usted no le pondrán trabas en la aduana. Y una vez en Nueva York puede usted contar con un gran éxito. Conozco infinidad de personas que darían cien mil dólares por tener antepasados y que sacrificarían mayor cantidad aún por tener un fantasma en la familia.
—Creo que no me gustaría América.
—Quizá se deba a que allí no tenemos ni ruinas ni curiosidades —dijo burlonamente Virginia.
—¡Qué curiosidades ni qué ruinas! —contestó el fantasma—. Tienen ustedes su marina y sus modales.
—Buenas noches; voy a pedir a papá que conceda a los gemelos una semana más de vacaciones.
—¡No se vaya, miss Virginia, se lo suplico! —exclamó el fantasma—. Estoy tan solo y soy tan desgraciado que no sé qué hacer. Quisiera irme a dormir y no puedo.
—Es inconcebible: no tiene usted más que meterse en la cama y apagar la vela. Algunas veces es dificilísimo permanecer despierto, sobre todo en una iglesia, pero, en cambio, dormir es muy sencillo, hasta los niños saben dormir admirablemente, y no son nada ilustrados.
—Hace trescientos años que no duermo —dijo el anciano tristemente, haciendo que Virginia abriese mucho sus hermosos ojos azules llenos de asombro—. Hace ya trescientos años que no duermo, y me siento tan cansado…
Virginia adoptó un grave continente y sus finos labios temblaron como pétalos de rosa.
Se acercó y, arrodillándose al lado del fantasma, contempló su viejo rostro marchito.
—Pobre, pobre fantasma —murmuró—, ¿y no hay ningún lugar donde pueda usted dormir?
—Allá lejos, pasado el pinar —respondió él en voz baja y soñadora—, hay un jardincito. La hierba crece en él alta y espesa; allí pueden verse las grandes estrellas blancas de la cicuta, allí el ruiseñor canta toda la noche. Canta toda la noche, y la luna de cristal gélido deja caer su mirada y el tejo extiende sus brazos de gigante sobre los durmientes.
Los ojos de Virginia se empañaron de lágrimas y ocultó la cara entre sus manos.
—Se refiere usted al jardín de la muerte —murmuró.
—Sí, de la muerte, ¡la muerte debe ser hermosa! ¡Descansar en la blanda tierra oscura, mientras las hierbas se balancean encima de nuestra cabeza, y escuchar el silencio! No tener ni ayer ni mañana. Olvidarse del tiempo y los males de la vida, quedar en paz. Usted puede ayudarme; usted puede abrirme el portal de la morada de la muerte, porque el amor le acompaña a usted siempre, y el amor es más fuerte que la muerte.
Virginia tembló. Un estremecimiento helado recorrió todo su ser y durante unos instantes hubo un gran silencio. Le parecía vivir en un sueño terrible.
Entonces el fantasma habló de nuevo con una voz que resonaba como los suspiros del viento:
—¿Ha leído usted alguna vez la antigua profecía que hay sobre las vidrieras de la biblioteca?
—¡Oh, muchas veces! —exclamó la muchacha levantando los ojos—. La conozco muy bien. Está pintada con unas curiosas letras negras y se lee con dificultad. No tiene más que estos seis versos:
Cuando una joven rubia logre hacer brotar
una oración de los labios del pecador,
cuando el almendro estéril dé fruto
y un pequeño deje correr su llanto,
entonces, toda la casa quedará tranquila
y volverá la paz a Canterville.
Pero no sé lo que significan.
—Significan que tiene usted que llorar conmigo mis pecados, porque no tengo lágrimas, y que tiene usted que rezar conmigo por mi alma, porque no tengo fe, y entonces, si ha sido usted siempre dulce, buena y cariñosa, el ángel de la muerte se compadecerá de mí. Verá usted seres terribles en las tinieblas y voces malignas susurrarán en sus oídos, pero no podrán hacerle ningún daño, porque contra la pureza de una niña no pueden nada las potencias infernales.
Virginia no contestó y el fantasma se retorció las manos en la violencia de su desesperación, sin dejar de mirar la rubia cabeza inclinada.
De pronto se irguió la joven, muy pálida, con un fulgor extraño en los ojos.
—No tengo miedo —dijo con voz firme— y rogaré al ángel que se apiade de usted.
El fantasma, levantándose de su asiento y lanzando un débil grito de alegría, tomó su mano, e inclinándose sobre ella con la gracia de los viejos tiempos, la besó.
Sus dedos estaban fríos como el hielo y sus labios abrasaban como el fuego, pero Virginia no flaqueó; después la hizo atravesar la estancia sombría.
Sobre el tapiz de un verde apagado estaban bordados unos pequeños cazadores. Soplaban en sus cuernos adornados con borlas y con sus lindas manos le hacían señas de que retrocediese.
—Vuelve sobre tus pasos, Virginia. No sigas. ¡Vete, vete! —gritaban.
Pero el fantasma le apretaba en aquel momento la mano con más fuerza, y ella cerró los ojos para no verlos.
Horribles alimañas de colas de lagarto y de ojos saltones hacían guiños maliciosos en las esquinas de la chimenea, mientras le decían en voz baja:
—Ten cuidado, Virginia, ten cuidado. Podríamos no volver a verte. Pero el fantasma apresuró entonces el paso y Virginia no oyó nada.
Cuando llegaron al extremo de la estancia, el viejo se detuvo, murmurando unas palabras que ella no pudo comprender. Volvió Virginia a abrir los ojos y vio disiparse el muro lentamente, como una neblina, y abrirse una negra caverna.
Un áspero y helado viento les azotó, sintiendo la muchacha que alguien tiraba de su vestido.
—Deprisa, deprisa —gritó el fantasma—, o será demasiado tarde. Y en el mismo momento el muro se cerró de nuevo detrás de ellos y el salón de tapices quedó desierto.
Diez minutos después sonó la campana para el té y Virginia no bajó. La señora Otis envió a uno de los criados a buscarla.
No tardó en volver diciendo que no había podido encontrar a miss Virginia por ninguna parte.
Como la muchacha tenía la costumbre de ir todas las tardes al jardín a coger flores para la cena, la señora Otis no se preocupó en lo más mínimo. Pero sonaron las seis y Virginia no aparecía. Entonces su madre se sintió seriamente intranquila y envió a sus hijos en su busca, mientras ella y su marido recorrían todas las habitaciones de la casa.
A las seis y media volvieron los muchachos diciendo que no habían encontrado huellas de su hermana por parte alguna.
Entonces se inquietaron todos extraordinariamente y nadie sabía qué hacer cuando míster Otis recordó de repente que pocos días antes había permitido acampar en el parque a una tribu de gitanos.
Así pues, salió inmediatamente para Blackfell Hollow, acompañado de su hijo mayor y de dos criados de la granja.
El joven duque de Cheshire, completamente loco de ansiedad, rogó con insistencia a míster Otis que le dejase acompañarle, mas éste se negó temiendo que pudiese surgir algún conflicto. Pero cuando llegó al sitio en cuestión vio que los gitanos se habían marchado, y era evidente que su partida había sido precipitada, pues el fuego ardía aún y quedaban platos sobre la hierba.
Después de mandar a Washington y a los dos hombres a registrar los alrededores, se apresuraron a regresar y envió telegramas a todos los inspectores de policía del condado, rogándoles buscasen a una joven raptada por unos vagabundos o gitanos.
Luego hizo que le trajeran su caballo, y después de insistir para que su mujer y sus tres hijos se sentaran a la mesa, partió con un caballerango por el camino de Ascot.
Había recorrido dos millas, cuando oyó un galope a su espalda.
Se volvió, viendo al joven duque que llegaba en su
poney
, con la cara sofocada y la cabeza descubierta.
—Lo siento muchísimo —le dijo el joven con voz entrecortada—, pero me es imposible comer mientras Virginia no aparezca. Se lo ruego, no se enfade conmigo. Si nos hubiera permitido casarnos el año pasado no habría ocurrido esto nunca. ¿No me rechaza usted, verdad? ¡No puedo ni quiero irme!
El ministro no pudo menos de dirigir una sonrisa a aquel mozo guapo y atolondrado, conmovidísimo ante la abnegación que mostraba por Virginia, e inclinándose sobre su caballo, le golpeó el hombro cariñosamente y le dijo:
—Pues bien, Cecil, ya que insistes en venir, no me queda más remedio que admitirte en mi compañía; pero, eso sí, tengo que comprarte un sombrero en Ascot.
—¡Al diablo los sombreros! ¡Lo que quiero es encontrar a Virginia! —exclamó el duque riendo.
Y acto seguido galoparon hasta la estación.
Una vez allí, míster Otis preguntó al jefe si no habían visto en el andén a una joven cuyas señas correspondiesen con las de Virginia, pero no averiguó nada sobre ella. No obstante lo cual, el jefe de la estación expidió telegramas a las estaciones del trayecto, ascendentes y descendentes, y le prometió ejercer una vigilancia minuciosa.