Authors: Col Buchanan
Serése suspiró exasperada.
—Eso si consigues burlar los barcos patrulla... y evitar a los ¿entínelas apostados en el interior de la torre. Por no hablar ya de Los soldados que vigilan la orilla.
—En ese caso nos hacemos pasar por un barco patrulla, cruzamos hasta la otra orilla y trepamos por la torre.
—Incluso de noche llamarías la atención. Han instalado luces en todos los pisos inferiores de la torre. Antes de que treparas tres metros ya te habría descubierto una patrulla o un agente volador.
—Entonces, olvidémonos del foso. Hagámonos con unas túnicas sacerdotales, crucemos el puente y entremos disfrazados por la puerta principal.
Tal como Baracha lo exponía sonaba fácil.
—Sí, salvo que no se permite el acceso de nadie que previamente no haya mostrado sus manos a través de una ventanita en la puerta. Comprueban que las puntas de los meñiques estén cortadas. De hecho, nadie pone el pie en el puente sin haber pasado antes ese control de identificación.
—Bueno, pues entonces la solución es obvia —repuso Aléas, atrayendo las miradas de sus compañeros. Una sonrisa generosa se dibujó en su rostro—. Nos cortamos todos las puntas de los meñiques, esperamos unas cuantas lunas y entramos tranquilamente.
—Cierra el pico, Aléas —le advirtió Baracha.
Aléas arqueó las cejas y lanzó una mirada a Nico. Sus ojos se encontraron, pero en esta ocasión Nico no lo secundó en su sonrisa distendida. Ese día estaba cansado, había dormido poco y mal, acosado por pesadillas en las que revivía una y otra vez los sucesos de la noche anterior.
—La única manera de acceder al templo es por un medio que no hayan previsto todavía —declaró Serése.
Aléas ya estaba aburrido del tema.
—No puede permanecer encerrado en la torre el resto de su vida. Si no hay forma de entrar, esperaremos a que salga. Tal vez lo haga para el Augere. Quién sabe.
—¿Y si no lo hace?—inquirió Baracha—. Anoche casi nos liquidan. Y mientras nosotros estamos hablando ahora, ellos están barriendo la ciudad buscándonos. Todos somos extranjeros salvo tú. Sólo es una cuestión de tiempo que den con nosotros. Y esta ciudad no es el colmo de la hospitalidad, por si no te habías dado cuenta.
Sus palabras sumieron en el silencio a sus compañeros. Nico paseó distraídamente la mirada por la clientela del bar, atento a cualquier indicio de que estaban siendo vigilados.
¡Allí! Un hombre que esquivaba los ojos de Nico con una premura sospechosa. El joven aprendiz continuó observándolo unos momentos a la espera de que hiciera algo, pero el tipo pidió otra copa y siguió conversando con sus compañeros.
Nico respiró, intentando relajarse. Probablemente, aquel tipo estaba mirando a Serése; eso era todo. «Veo fantasmas por todas partes —se dijo—. Esta asquerosa ciudad está acabando conmigo. Ojalá pudiéramos marcharnos ahora mismo para no volver jamás.
Baracha se hundió en la silla y suspiró ruidosamente para dar a entender su desagrado.
—Deberíamos tomárnoslo como un cumplido —se consoló—. Están demostrando tenernos un enorme respeto.
Sin embargo, eso no era una solución para sus problemas, y a Baracha se le veía contrariado mientras se mesaba la larga barba de chivo.
Durante toda la conversación, Ash había permanecido sentado en silencio, con la vista fija en su copa y la mano del brazo herido apoyada en el regazo. Ya se prolongaba el silencio en la mesa cuando levantó la copa con el brazo sano, le dio un sorbo y volvió a dejarla.
—Estamos pasando por alto lo más obvio —señaló de pronto, sin alzar la mirada.
Baracha se cruzó de brazos y suspiró.
—¿Y qué es eso tan obvio? ¿Eh, gran sabio?
—Esperan un ataque sigiloso, no abierto.
A Aléas se le pusieron los ojos como platos.
—¿Se refiere a asaltar las puertas?
Ash asintió, con un viso jocoso en las comisuras de sus labios.
—Una idea brillante —repuso Baracha—, Salvo, por supuesto, por el detalle de que necesitaríamos un ejército.
Ash estudió uno a uno los semblantes de sus colegas. Tomó otro sorbo de vino y depositó la copa vacía en la mesa con un golpetazo de resolución.
—En ese caso, mis atribulados amigos, hemos de procurarnos un ejército.
En la calle, el sol resplandecía en un inusitado cielo despejado. Aun así, la luz que arrojaba no era ninguna bendición, pues simplemente resaltaba el carácter anodino y deslustrado de la ciudad, y según se filtraba por las calles estrechas como desfiladeros, Nico veía cómo se iba convirtiendo en algo apagado y sin fuerza.
—Sin ánimo de ofender, pero me temo que el maestro Ash ahora sí ha perdido el juicio por completo —observó Aléas, frente a la puerta de la taberna, acompañado de Nico y Serése mientras los dos maestros discutían algo en privado.
—Para empezar dudo que todavía lo conservara —repuso Nico con sequedad—, ¿De verdad creéis que vamos a salir de ésta? Sed sinceros.
Aléas caviló su respuesta mientras observaba a su maestro.
—Ambos están cortados por el mismo patrón —respondió, con un breve gesto de asentimiento con la cabeza—. Ahora que uno lo ha sugerido, el otro no tiene valor para echarse atrás. Lo harán, aunque con ello se jueguen la vida.
Aquello bastó para revolver el estómago a Nico. Levantó la vista hacia la lejana figura del Templo de los Suspiros, tan alta que incluso se divisaba desde los muelles orientales. No podía creer que estuvieran considerando seriamente asaltar aquella fortaleza. Pese a lo que pudiera pensar Aléas, no cabía duda de que era simple cháchara, y al cabo sus planes no desembocarían en nada concreto y se verían obligados a abandonar la ciudad sin consumar la vendetta. Según había oído decir, no sería la primera vez.
Sin embargo, había llegado a conocer muy bien a su maestro y sabía que estaba alimentando una falsa esperanza. Desvió la mirada de la torre y trató de pensar en otras cosas.
Serése lo observaba con atención.
—¿Cómo te encuentras hoy? —se interesó la muchacha.
—Un poco cansado —confesó Nico—. No he dormido bien. Creo que me alegraría marcharme de este lugar.
—No te gusta Q'os, ¿eh?
—No, nada. Demasiada gente y pocos sitios donde encontrar un poco de soledad.
Aléas le palmeó la espalda.
—Palabra de verdadero granjero.
—¿Cuándo demonios te he dicho yo que fuera granjero?
—Nunca. Básicamente lo sé por tu olor.
Nico no estaba de humor para su habitual intercambio de bromas, y le habría respondido con alguna insolencia si no hubiera advertido en ese preciso momento que Baracha echaba a andar. El Alhazií sacudió la cabeza en dirección a Aléas y su hija para que lo siguieran.
Aléas se despidió de Nico con un gesto.
—Cuídate —le dijo Serése cuando ya corría con Aléas en pos de su padre.
Ash se acercó a él con la cabeza gacha.
—Tengo que hacer unas averiguaciones. Vamos.
—Un momento.
Ash se volvió con impaciencia.
—Lo que ha propuesto... Me refiero a lo del asalto de la torre Me parece una locura.
La piel negra de su maestro parecía más fina a la luz del sol vespertino. Había perdido mucha sangre la noche anterior.
—Lo sé —aseveró; su voz sonaba fatigada—, Pero tú no te preocupes. Prometí a tu madre que te mantendría a salvo, ¿lo recuerdas?
—Me parece que el concepto de seguridad de mi madre y el suyo son dos cosas completamente distintas.
Ash asintió.
—Aun así, todavía tengo la intención de mantener mi promesa. Cuando entremos en la torre, tú no me acompañarás. Es demasiado peligroso. Todavía no estás preparado para algo así. Coincido contigo, Nico. Este plan es un poco loco, pero sospecho que para cumplir esta
vendetta
será necesaria esa pizca de locura. Mientras nosotros estemos dentro, tú te quedarás con Serése y nos ayudarás a escapar si es que conseguimos regresar.
—No sólo me preocupo por mí.
El rostro del anciano recuperó un poco el color.
—Lo entiendo, pero es nuestro trabajo, Nico. Son los riesgos que debemos asumir. —Acabó con toda posibilidad de proseguir la discusión encogiéndose de hombros—. Basta ya de cháchara. Vamos.
La casa era una más en una calle repleta de viviendas, todas ellas estructuras abandonadas por sus antiguos moradores, con las ventanas destrozadas o tapadas con tablones y el interior sembrado de escombros; algunas carbonizadas y otras derruidas. Sólo aquella casa seguía habitada, en medio de una hilera de casas adosadas en ruinas. Aun así, atendiendo a su aspecto, era tan poco habitable como las demás. Las ventanas estaban recubiertas de hollín y el interior quedaba oculto detrás de unas cortinas oscuras. La pintura, que en otro tiempo debía de haber sido de un alegre amarillo, se descascarillaba en el enladrillado de los muros. De los canalones del tejado colgaba suelta una veleta —con la forma de un hombre desnudo blandiendo un rayo— que chirriaba mecida por la brisa suave.
Nico levantó la mirada y lo embargó una sensación de indefensión bajo aquella veleta oscilante que tenía toda la pinta de poder caer en cualquier momento, aunque seguramente llevaba meses, o incluso años, balanceándose de aquella manera. El golpeteo de Ash siguió resonando al otro lado de la puerta después de que el maestro roshun hubiera dejado caer la mano y dado un paso atrás para aguardar a que abrieran.
A su espalda yacían las ruinas de una extensa manzana de edificios que habían sido arrasados por el fuego muchos años atrás. Una enorme montaña de basura se levantaba desde el suelo cubierto de escombros y ocultaba gran parte del cielo. Las ratas se deslizaban por su superficie con descaro y correteaban por los desechos, que se agitaban como unas manos que suplicaran ayuda. El hedor a putrefacción era insoportable, y ni siquiera las ráfagas de viento lo disipaban, más bien al contrario, ya que revolvía todos los olores dando lugar a una fetidez que provocaba arcadas y hacía saltar las lágrimas.
Nico intentó contener la respiración y se volvió de nuevo a la puerta de madera maciza llena de arañazos de la casa que visitaban. A su lado, Ash tarareaba algo entre dientes. A Nico no le pareció una melodía, sino más bien como una sucesión de palabras pronunciadas con la boca cerrada.
—Así pues, ¿tu pueblo todavía no ha descubierto el arte de la música?
Ash dejó de tararear y se lo quedó mirando, y justo iba a decir algo cuando en el interior de la casa se oyó cómo una silla se estrellaba contra el suelo, o algo igual de estrepitoso. Alguien maldijo. Llegó un ruido metálico de cadenas. Un rayo rajó el cielo, y luego otro. La puerta giró sobre los goznes y se abrió hacia dentro arañando el suelo.
—¿Sí?
La mujer era bajita y con la espalda encorvada casi paralela al suelo. En una mano aferraba una lámpara, y en la otra, un bastón que soportó todo su peso cuando levantó la cabeza para mirar con fastidio a la pareja de desconocidos plantados delante de ella. Nico contempló con espanto su rostro mugriento; su cabellera lamida semejaba el pelaje de un animal, y exhibía un bigote más hirsuto del que podría haberse dejado crecer él.
—Nos gustaría ver a Gamorrel —dijo Ash—. Dígale que ha venido el extranjero de tierras remotas.
—¿Qué? —inquirió la mujer.
Ash soltó un suspiro y se inclinó hacia el oído de la anciana.
—¡Avise a su marido!—dijo, alzando la voz—, ¡Dígale que un viejo extranjero de tierras remotas quiere hablar con él!
—Oiga, que no estoy sorda —repuso la mujer—. Pasen, pasen.
El estado del interior de la casa no difería demasiado del exterior. Ash y Nico siguieron codo con codo a la anciana que enfilaba por el pasillo del vestíbulo arrastrando los pies, como en una procesión hacia las entrañas de un templo secreto; si bien un templo con las paredes de ladrillo enlucidas con yeso descascarillado y adornadas con cuadros hasta los que no llegaba luz titubeante de la lámpara que la mujer sostenía a la altura de la cintura. Delante de la comitiva se extendía un suelo de madera blanqueado por una gruesa capa de polvo y arenilla que raspaba la suela de sus botas. En el aire que los envolvía imperaba un hedor de mil demonios, como a col que hubiera estado hirviendo día y noche ininterrumpidamente. Una rata se deslizó entre sus pies; otro puñado de roedores correteaba por los márgenes del corredor.
Ascendieron una escalera que crujió bajo su peso como si estuviera a punto de derrumbarse. Sólo podían subir los peldaños de uno en uno y debían esperar a que la mujer dejara libre el siguiente para poner ellos el pie. Ash y Nico intercambiaron una mirada en silencio. Al cabo llegaron a una puerta que tenía un sigilo trazado con pintura roja —o quizá sangre— que representaba una estrella de siente puntas.
Entraron en un salón: una estancia iluminada por un puñado de lámparas humeantes dispuestas sobre una mesa repleta de estatuillas, amuletos, morteros de piedra, cuchillos, alfileres y otros objetos imposibles de identificar. El techo se escondía detrás de un mar de sábanas que caían combadas, como si fuera una tienda de campaña. Debajo, sentado en un sillón cerca de la ventana con cortinas, había un hombre de edad avanzada que llevaba puesto un chaleco. Tenía las manos apoyadas sobre el vientre y los ojos cerrados. En su regazo descansaban un puñado de ratas con las colas enroscadas que se volvieron hacia los recién llegados.
El hombre se despertó con el ruido de la puerta que se cerró detrás de Nico y Ash, se rascó y continuó roncando. Un mechón de pelo lacio le cruzaba el rostro.
—¡Gamorrel! —vociferó Ash, sacudiendo los pies del anciano y espantando de paso las ratas instaladas en su regazo.
Gamorrel no despertó sobresaltado, sino que abrió los párpados de un ojo lo imprescindible para ver con él, como reconociendo el terreno antes de decidirse a abandonar el refugio del sueño. Cuando reparó en Ash, hizo un mohín y se despabiló.
—Debería habérmelo imaginado —repuso con su voz castigada por el tiempo—. Sólo un roshun osaría despertar a un sharti.
—Levántate. Tenemos que hablar.
—¿Eh? Hablar de qué.
Una bolsa de piel llena de dinero aterrizó sobre su regazo, y su peso bastó para que el anciano se incorporara como un resorte, con una sonrisa de oreja a oreja bajo los bigotes, dejando al descubierto una dentadura parda como la cerveza.
—Interesante —babeó, y se levantó con agilidad del sillón—. Por favor, acompáñame a mi despacho.