El extranjero (10 page)

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Authors: Albert Camus

Tags: #Clásico

BOOK: El extranjero
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Cuando el Procurador volvió a sentarse hubo un momento de silencio bastante largo. Yo me sentía aturdido por el calor y el asombro. El Presidente tosió un poco, y con voz muy baja me preguntó si no tenía nada que agregar. Me levanté y como tenía deseos de hablar, dije, un poco al azar por otra parte, que no había tenido intención de matar al árabe. El Presidente contestó que era una afirmación, que hasta aquí no había comprendido bien mi sistema de defensa y que, antes de oír a mi abogado le complacería que precisara los motivos que habían inspirado mi acto. Mezclando un poco las palabras y dándome cuenta del ridículo, dije rápidamente que había sido a causa del sol. En la sala hubo risas. El abogado se encogió de hombros e inmediatamente después le concedieron la palabra. Pero declaro que era tarde, que tenía para varias horas y que pedía la suspensión de la audiencia hasta la tarde. El Tribunal consintió.

Por la tarde los grandes ventiladores seguían agitando la espesa atmósfera de la sala y los pequeños abanicos multicolores de los jurados se movían todos en al mismo sentido. Me pareció que el alegato del abogado no debía terminar jamás. Sin embargo en un momento dado, escuché que decía: «es cierto que yo maté.» Luego continuó en el mismo tono, diciendo «yo» cada vez que hablaba de mí. Yo estaba muy asombrado. Me incliné hacia un gendarme y le pregunté por qué. Me dijo que me callara y después de un momento agregó: «Todos los abogados hacen eso.» Pensé que era apartarme un poco más del asunto, reducirme a cero y, en cierto sentido, sustituirme. Pero creo que estaba ya muy lejos de la sala de audiencias. Por otra parte, el abogado me pareció ridículo. Alegó muy rápidamente la provocación y luego también habló de mi alma. Pero me pareció que tenía mucho menos talento que el Procurador. «También yo», dijo, «me he acercado a esta alma, pero, al contrarío del eminente representante del Ministerio Público, he encontrado algo, y puedo decir que he leído en ella como en un libro abierto». Había leído que yo era un hombre honrado, trabajador asiduo, incansable, fiel a la casa que me empleaba, querido por todos y compasivo con las desgracias ajenas. Para él yo era un hijo modelo que había sostenido a su madre tanto tiempo como había podido. Finalmente había esperado que una casa de retiro daría a la anciana las comodidades que mis medios no me permitían procurarle. «Me asombra, señores», agregó, «que se haya hecho tanto ruido alrededor del asilo. Pues, en fin, si fuera necesario dar una prueba de la utilidad y de la grandeza de estas instituciones, habría que decir que es el Estado mismo quien las subvenciona.» Pero no habló del entierro, y advertí que faltaba en su alegato. Como consecuencia de todas estas largas frases, de todos estos días y horas interminables durante los cuales se había hablado de mi alma, tuve la impresión de que todo se volvía un agua incolora en la que encontraba el vértigo.

Al final, sólo recuerdo que desde la calle y a través de las salas y de los estrados, mientras el abogado seguía hablando, oí sonar la corneta de un vendedor de helados. Fui asaltado por los recuerdos de una vida que ya no me pertenecía más, pero en la que había encontrado las más pobres y las más firmes de mis alegrías: los olores de verano, el barrio que amaba, un cierto cielo de la tarde, la risa y los vestidos de María. Me subió entonces a la garganta toda la inutilidad de lo que estaba haciendo en ese lugar, y no tuve sino una urgencia: que terminaran cuanto antes para volver a la celda a dormir. Apenas oí gritar al abogado, para concluir, que los jurados no querrían enviar a la muerte a un trabajador honrado, perdido por un minuto de extravío, y aducir las circunstancias atenuantes de un crimen cuyo castigo más seguro era el remordimiento eterno que arrastraba ya. El Tribunal suspendió la audiencia y el abogado volvió a sentarse con aspecto agotado. Pero sus colegas se acercaron a él para estrecharle la mano. Oí decir: «¡Magnífico, querido amigo!» Uno de ellos hasta pidió mi aprobación: «¿No es cierto?», me dijo. Asentí, pero el cumplido no era sincero porque yo estaba demasiado cansado.

Afuera declinaba el día y el calor era menos intenso. Por ciertos ruidos de la calle, que oía, adivinaba la suavidad de la tarde. Estábamos todos allí esperando. Y lo que esperábamos juntos en realidad sólo me concernía a mí. Volví a mirar a la sala. Todo estaba como en el primer día. Encontré la mirada del periodista de la chaqueta gris y de la mujer autómata. Lo que me hizo pensar que durante todo el proceso no había buscado a María con la mirada. No la había olvidado, pero tenía demasiado que hacer. La vi entre Celeste y Raimundo. Me hizo un pequeño ademán como si dijera: «¡Por fin!», y vi sonreír su rostro un poco ansioso. Pero sentía cerrado el corazón y ni siquiera pude responder a su sonrisa.

El Tribunal volvió. Rápidamente leyeron una serie de preguntas a los jurados. Oí «culpable de muerte…», «provocación…», «circunstancias atenuantes». Los jurados salieron y se me llevó a la pequeña habitación en la que ya había esperado. El abogado vino a reunírseme; estaba muy voluble y me habló con más confianza y cordialidad; como no lo había hecho nunca. Creía que todo iría bien y que saldría con algunos años de prisión o de trabajos forzados. Le pregunté si había perspectivas de casación en caso de fallo desfavorable. Me dijo que no. Su táctica había sido no proponer conclusiones para no indisponer al Jurado. Me explicó que no se casaba un fallo como éste por nada. Me pareció evidente y admití sus razones. Si se consideraba el asunto fríamente era perfectamente lógico. En caso contrario, habría demasiado papelerío inútil. «De todos modos», me dijo el abogado, «queda la apelación. Pero estoy seguro de que el fallo será favorable».

Esperamos mucho tiempo, creo que cerca de tres cuartos de hora. Al cabo, un campanilleo sonó. El abogado me dejó, diciendo: «El presidente del Jurado va a leer las respuestas. Sólo le llamarán cuando se pronuncie el fallo.» Se oyó golpear las puertas. La gente corría por las escaleras y yo no sabía si estaban próximas o alejadas. Luego oí una voz sorda que leía algo en la sala. Cuando volvió a sonar el campanilleo, la puerta del lugar de los acusados se abrió y el silencio de la sala subió hacía, mí, el silencio y la singular sensación que sentí al comprobar que el joven periodista había apartado la mirada. No miré en dirección a María. No tuve tiempo porque el Presidente me dijo en forma extraña que, en nombre del pueblo francés, se me cortaría la cabeza en una plaza pública. Me pareció reconocer entonces el sentimiento que leía en todos los rostros. Creo que era consideración. Los gendarmes se mostraban muy suaves conmigo. El abogado me tomó la mano. Yo no pensaba más en nada. El Presidente me preguntó si no tenía nada que agregar. Reflexioné. Dije: «No.» Entonces me llevaron.

V

Por tercera vez he rehusado recibir al capellán. No tengo nada que decirle, no tengo ganas de hablar, demasiado pronto tendré que verle. En este momento me interesa escapar del engranaje, saber si lo inevitable puede tener salida. Me han cambiado de celda. Desde ésta, cuando me tiendo, veo el cielo, y no veo más que el cielo. Todos los días transcurren mirando en su rostro el declinar de los colores que llevan del día a la noche. Acostado, pongo las manos debajo de la cabeza y espero. No sé cuántas veces me he preguntado si habrá ejemplos de condenados a muerte que se hayan librado del engranaje implacable, desaparecido antes de la ejecución, roto el cordón de los agentes. Me he reprochado ahora el no haber prestado suficiente atención a los relatos de ejecuciones. Uno siempre debería de interesarse por estos temas. No se sabe nunca lo que puede ocurrir. Como todo el mundo, yo había leído informaciones en los periódicos. Pero existían, sin duda, obras especiales que nunca tuve curiosidad de consultar. Quizá en ellas habría encontrado relatos de evasiones. Me hubiera enterado de que, en un caso por lo menos, la rueda se había detenido; de que en su precipitación irresistible, el azar y la posibilidad, por una vez, al menos, habían cambiado alguna cosa. ¡Una sola vez! En cierto sentido, creo que esto me hubiera bastado. Mi corazón habría hecho el resto. Los periódicos hablaban a menudo de una deuda para con la sociedad que, según ellos, era necesario pagar. Pero esto no habla a la imaginación. Lo que interesa es la posibilidad de evasión, un salto fuera del rito implacable, una loca carrera que ofrece todas las posibilidades de esperanza. Naturalmente, la esperanza consistía en ser abatido de un balazo en la esquina de una calle, en plena carrera. Pero, bien considerado todo, ese lujo no me estaba permitido, todo me lo prohibía, el engranaje me enganchaba nuevamente.

A pesar de mi buena voluntad no podía aceptar esta certidumbre insolente. Pues, al fin y al cabo, existía una desproporción ridícula entre el fallo que la había creado y su desarrollo imperturbable a partir del momento en que el fallo había sido pronunciado. El hecho de haber sido leída la sentencia a las veinte en lugar de a las diecisiete, el hecho de que hubiera podido ser otra de que había sido dictada por hombres que cambian la ropa interior, de que había sido dada en nombre de una noción tan imprecisa como la del pueblo francés (o alemán o chino), me parecía que todo quitaba mucha seriedad a la decisión. Empero, me veía obligado a reconocer que, a partir del momento en que había sido dictada, sus efectos se volvían tan reales y tan serios como la presencia del muro contra el que aplastaba mi cuerpo en toda su extensión.

Recordé en esos momentos una historia que mamá me contaba a propósito de mi padre. Yo no le había conocido. Todo lo que había de concreto sobre este hombre era quizá lo que me decía mamá. Había ido a ver ejecutar a un asesino. Se sentía enfermo con la simple perspectiva de ir. Fue, sin embargo, y al regreso había estado vomitando parte de la mañana. Mi padre me producía un poco de repugnancia entonces Ahora comprendo que era tan natural.

¡Como no advertí que no había nada más importante que una ejecución capital y que en cierto sentido, era aún la única cosa realmente interesante para un hombre! Si alguna vez saliera de esta cárcel, iría a ver todas las ejecuciones capitales. Creo que me hacía mal pensar en tal posibilidad. Pues ante la idea de verme libre una mañana temprano, detrás de un cordón de agentes, de alguna manera del otro lado, ante la idea de ser el espectador que viene a ver y que podrá vomitar después, una ola de alegría envenenada me subía al corazón. Pero no era razonable. Hacía mal en abandonarme a estas suposiciones, porque un instante después sentía un frío tan atroz que me encogía bajo la manta. Los dientes me castañeteaban sin que pudiera evitarlo.

Pero, naturalmente, no siempre se puede ser razonable. Otras veces, por ejemplo, hacía proyectos de ley. Reformaba las penas. Me había dado cuenta de que lo esencial era dar una posibilidad al condenado. Una sola entre mil bastaba para arreglar muchas cosas. Y me parecía que podía encontrarse alguna combinación química cuya absorción mataría al paciente (el paciente, pensaba yo) nueve veces sobre diez. La condición sería que él lo sabría. Pues, pensándolo bien, considerando las cosas con calma, comprobaba que lo defectuoso de la cuchilla era que no dejaba ninguna posibilidad, absolutamente ninguna. En suma, la muerte del paciente había sido resuelta de una vez por todas. Era un asunto archivado, una combinación definitiva, un acuerdo decidido sobre el cual no se podía volver a discutir. Si por alguna eventualidad inesperada, el golpe fallaba, se volvía a empezar. En consecuencia, lo fastidioso era que el condenado tenía que desear el buen funcionamiento de la máquina. He dicho que es el lado defectuoso. Es verdad, en un sentido. Pero en otro sentido me veía obligado a reconocer que ahí estaba todo el secreto de una buena organización. En suma: el condenado estaba obligado a colaborar moralmente. Por su propio interés todo debía marchar sin tropiezos.

Me veía obligado a comprobar también que hasta aquí había tenido sobre estos temas ideas que no eran acertadas. Durante mucho tiempo (no sé por qué) creí que para ir a la guillotina era necesario subir a un cadalso, trepar por escalones. Creo que fue por la Revolución de 1789, quiero decir, por todo lo que me habían enseñado o hecho ver sobre estos temas. Pero una mañana recordé que había visto una fotografía publicada por los periódicos con motivo de una ejecución de resonancia. En realidad, la máquina estaba colocada en el suelo mismo, en la forma más simple del mundo. Era mucho más angosta de lo que yo creía. Era bastante curioso que no lo hubiese advertido antes. La máquina me había llamado la atención en el clisé por su aspecto de obra de precisión, concluida y reluciente. Uno se forma siempre ideas exageradas de lo que no conoce. Ahora debía comprobar, por el contrario, que todo era muy sencillo; la máquina está al mismo nivel del hombre que camina hacia ella. El hombre se reúne con ella tal como camina al encuentro de una persona. En cierto sentido, también esto era fastidioso. La subida al cadalso, con el ascenso en pleno cielo, permitía a la imaginación aferrarse. Mientras que aquí la mecánica aplastaba todo: mataban a uno discretamente, con un poco de vergüenza y mucho de precisión.

Había también dos cosas sobre las que reflexionaba todo el tiempo: el alba y la apelación. Sin embargo, razonaba y trataba de no pensar más en ellas. Me tendía, miraba al cielo y me esforzaba por interesarme. Se volvía verde: era la noche. Hacía aún un esfuerzo para desviar el curso de mis pensamientos. Oía el corazón. No podía imaginar que aquel leve ruido que me acompañaba desde hacía tanto tiempo.pudiese cesar nunca. Nunca he tenido verdadera imaginación. Sin embargo, trataba de construir el segundo determinado en que el latir del corazón no se prolongaría más en mi cabeza. Pero en vano. El alba o la apelación estaban allí. Concluía por decirme que era más razonable no contenerme.

Sabía que vendrían al alba. En suma, pasé las noches esperando el alba. Nunca me ha gustado ser sorprendido. Cuando me sucede algo, prefiero estar prevenido. Concluí, pues, por no dormir sino un poco de día y durante todo el transcurso de las noches esperé pacientemente que la luz naciera sobre el vidrio del cielo. Lo más difícil era la hora incierta en la que, como yo sabía, acostumbraban operar. Después de medianoche, esperaba y acechaba. Mis oídos nunca habían percibido tantos ruidos, ni distinguido sonidos tan tenues. Puedo decir, por otra parte, que en cierto modo tuve suerte durante este período pues jamás oí paso alguno. Mamá decía a menudo que nunca se es completamente desgraciado. Yo le daba razón en la cárcel, cuando el cielo se coloreaba y un nuevo día deslizábase en la celda. Porque también hubiera podido oír pasos y mi corazón habría podido estallar. Aun si el menor roce me arrojaba contra la puerta; aun así, con el oído pegado a la madera, esperaba desesperadamente hasta oír mi propia respiración, espantado de encontrarla ronca y tan parecida al estertor de un perro, al fin de cuentas el corazón no estallaba y había ganado otra vez veinticuatro horas.

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