El evangelio según Jesucristo (19 page)

BOOK: El evangelio según Jesucristo
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Las sandalias de José se cayeron al lado del grueso tronco del que él fuera el fruto final. Gastadas, cubiertas de polvo, podrían haberse quedado allí abandonadas si Jesús no las hubiese recogido, lo hizo sin pensar, como si hubiera recibido una orden alargó el brazo, María ni reparó en el movimiento, y se las prendió al cinto, quizá debiera ser ésta la herencia simbólica más perfecta de los primogénitos, hay cosas que empiezan de una manera tan sencilla como ésta, por eso se dice todavía hoy, Con las botas de mi padre también yo soy hombre, o, según versión más radical, Con las botas de mi padre es cuando soy hombre.

Un poco alejados estaban los soldados romanos de vigilancia, dispuestos a intervenir en el caso de que hubiera actitudes o gritos sediciosos por parte de aquellos que, llorando y lamentándose, cuidaban de los ajusticiados, pero esta gente no era de fiebre guerrera, o no lo demostraba ahora, lo que hacían era rezar sus oraciones fúnebres, iban de crucificado en crucificado, y en esto tardaron más de dos horas de las nuestras, ninguno de estos muertos quedó sin el bendito viático de las oraciones y de la rasgadura de vestidos, del lado izquierdo siendo parientes, del lado derecho no siéndolo, en la tranquilidad de la tarde se oían voces entonando los versículos, Señor, qué es el hombre para que te intereses por él, qué es el hijo del hombre para que de él te preocupes, el hombre es como un soplo, sus días pasan como la sombra, cuál es el hombre que vive y que no ve la muerte, o que consigue que su alma escape de la sepultura, el hombre nacido de mujer es escaso de días y rico en inquietud, aparece como una flor y como ella es cortado, va como la sombra y no permanece, qué es el hombre para que te acuerdes de él y el hijo del hombre para que lo visites. Con todo, después de este reconocimiento de la irremediable insignificancia del hombre ante Dios, expresado en un tono profundo que más parecía venir de la propia conciencia que de la voz que sirve a las palabras, el coro ascendía y alcanzaba una especie de exultación, para proclamar a la faz del mismo Dios una inesperada grandeza, Pero recuerda que poco menor hiciste al hombre que a los ángeles, de gloria y honra lo coronaste. Cuando llegaron a José, a quien no conocían, como era el último de los cuarenta, no se detuvieron tanto, a pesar de eso el carpintero se llevó para el otro mundo todo cuanto necesitaba, y la prisa se justificaba porque la ley no permite que los crucificados se queden hasta el día siguiente sin sepultura y el sol ya va bajando, no tardará el crepúsculo. Siendo aún tan joven, Jesús no tenía que rasgarse la túnica, estaba dispensado de esa demostración de luto, pero su voz, fina, vibrante, se oyó por encima de las otras cuando entonó, Bendito seas tú, Señor, Dios nuestro, rey del universo, que con justicia te creó, y con justicia te mantuvo en vida, y con justicia te alimentó, y con justicia te hizo conocer el mundo, y con justicia te hará resucitar, bendito seas tú, Señor, que a los muertos resucitas. Tumbado en el suelo, José, si todavía siente los dolores de los clavos, tal vez pueda también oír estas palabras y sabrá qué lugar ocupó realmente la justicia de Dios en su vida, ahora que ni de una ni de otra puede esperar nada más. Terminadas las preces, era necesario sepultar a los muertos, pero, siendo tantos y viniendo ya tan próxima la noche, no es preciso procurar a cada uno su propio lugar, tumbas verdaderas, que se pudieran tapar con una piedra rodada, en cuanto a envolver los cuerpos con fajas mortuorias, e incluso con simples mortajas, ni pensarlo.

Decidieron pues excavar una fosa amplia donde cupiesen todos, no fue ésta la primera vez ni será la última en que los cuerpos bajarán a la tierra vestidos como se encuentran, a Jesús le dieron también un azadón y trabajó valientemente al lado de los adultos, hasta quiso el destino, que en todo es más sabio, que en el terreno por él cavado fuese sepultado su padre, cumpliéndose así la profecía, El hijo del hombre enterrará al hombre, pero él mismo quedará insepulto. Que estas palabras, a primera vista enigmáticas, no os lleven a pensamientos superiores, lo que ahí se dice pertenece a la escala de lo obvio, quise sólo recordar que el último hombre, por ser el último, no tendrá quien le dé sepultura. Pero no será el caso de este muchacho que acaba de enterrar a su padre, con él no se va a acabar el mundo, todavía permaneceremos aquí durante milenios y milenios en constante nacer y morir, y si el hombre ha sido, con igual constancia, lobo y verdugo del hombre, con más razones aún seguirá siendo su enterrador.

Pasó ya el sol al otro lado de la montaña. Hay grandes nubes oscuras alzadas sobre el valle del Jordán, moviéndose lentamente hacia poniente, como atraídas por esa última luz que tiñe de rojo el nítido borde superior. El aire se ha enfriado de repente, es muy posible que esta noche llueva, aunque no es propio de la estación. Los soldados se han retirado ya, aprovechan la última luz del día para regresar al campamento que está cerca, adonde probablemente han regresado ya los compañeros que fueron a Nazaret de investigación, una guerra moderna se hace así, con mucha coordinación, no como la hacía el Galileo, el resultado está a la vista, treinta y nueve guerrilleros crucificados, el cuadragésimo era un pobre inocente que venía por bien y le salió mal.

La gente de Séforis todavía buscará por la ciudad quemada un lugar donde pasar la noche y mañana temprano cada familia pasará revista a lo que quede de su casa, si es que algunos bienes escaparon al incendio, y luego, a seguir buscándose la vida, que Séforis no fue sólo quemada y Roma no permitirá que sea reconstruida tan pronto. María y Jesús son dos sombras en medio de un bosque de troncos, la madre atrae al hijo hacia sí, dos miedos en busca de un valor, el cielo negro no ayuda y los muertos bajo el suelo parecen querer retener los pies de los vivos. Jesús le dice a su madre, Dormiremos en la ciudad, y María respondió, No podemos, tus hermanos están solos y tienen hambre. Apenas veían el suelo que pisaban. Al fin, tras mucho tropezar y una vez caer, llegaron al camino, que era como el lecho seco de un río abriendo un pálido rastro en la noche. Cuando ya habían dejado Séforis atrás, empezó a llover, primero unos goterones que hacían en el polvo espeso del camino un ruido blando, si emparejadas tales palabras tienen sentido.

Después arreció la lluvia, continua, insistente, en poco tiempo el polvo se convirtió en barro, María y el hijo tuvieron que descalzarse para no perder las sandalias en esta jornada. Van callados, la madre cubriendo la cabeza del hijo con su manto, no tienen nada que decirse uno al otro, quizá piensen incluso, confusamente, que no es cierto que José esté muerto, que al llegar a casa lo encontrarán atendiendo a los hijos lo mejor que puede, le preguntará a la mujer, Cómo se os ha ocurrido ir a la ciudad sin advertirme y sin pedir licencia, pero ya han vuelto a los ojos de María las lágrimas, no es sólo por el dolor del luto, es también este infinito cansancio, el castigo de esta lluvia, implacable, esta noche sin remedio, todo demasiado triste y negro para que José pueda estar vivo. Un día, alguien le dirá a la viuda que ocurrió un prodigio a las puertas de Séforis, que los troncos que sirvieron para el suplicio han echado hojas y que han brotado de ellos raíces nuevas, y decir prodigio no es abusar de la palabra, en primer lugar porque, contra lo que es costumbre, los romanos no se llevaron los troncos consigo cuando se fueron, en segundo lugar porque era imposible que troncos así cortados, en el pie y en la cabeza, tuvieran aún dentro savia y renuevos capaces de convertir palos desbastados y ensangrentados en árboles vivos. Fue la sangre de los mártires, decían los crédulos, fue la lluvia, rebatían los escépticos, pero ni la sangre derramada ni el agua caída del cielo hicieron verdear, antes, tantas cruces abandonadas en los cerros de las montañas o en las llanuras del desierto. Lo que nadie se atrevió a decir fue que era voluntad de Dios, no sólo por ser esa voluntad, cualquiera que sea, inescrutable, sino también por no reconocerles razones y méritos particulares a los crucificados de Séforis para ser beneficiarios de tan singular manifestación de la gracia divina, mucho más propia de dioses paganos.

Durante mucho tiempo estarán aquí estos árboles, pero un día llegará en el que se habrá perdido la memoria de lo que ocurrió, entonces, dado que los hombres para todo quieren explicación, falsa o verdadera, se inventarán unas cuantas historias y leyendas, al principio conservando cierta relación con los hechos, después más tenuemente, hasta que todo se transforme en pura fábula. Y otro día llegará en que los árboles morirán de vejez y serán cortados, y otro en el que, a causa de una autopista, o de una escuela, o de un grupo de viviendas, o de un centro comercial, o de un fortín de guerra, las excavadoras revolverán el terreno y harán salir a luz del día, así otra vez nacidos, los esqueletos que allí descansaron durante dos mil años. Vendrán entonces los antropólogos y un profesor de anatomía examinará los restos, para anunciar más tarde al mundo escandalizado que, en aquel tiempo, los hombres eran crucificados con las piernas encogidas. Y como el mundo no podía desautorizarlo en nombre de la ciencia, lo execró en nombre de la estética.

Cuando María y Jesús llegaron a casa, sin un hilo de ropa seca encima del cuerpo, cubiertos de barro y tiritando de frío, los chiquillos estaban más sosegados de lo que se podía imaginar, gracias a la soltura y a la iniciativa de los mayores, Tiago y Lisia, que, viendo que enfriaba la noche, decidieron encender el horno y a él se pegaron todos, intentando compensar las apreturas del hambre de dentro por el bienestar del calor de fuera. Al oír la cancela del patio, Tiago abrió la puerta, la lluvia se había convertido en un diluvio del que venían huyendo la madre y el hermano, y cuando entraron fue como si la casa se inundara de repente. Los niños miraron, comprendieron, cuando volvió a cerrarse la puerta, que su padre ya no vendría, pero se callaron, fue Tiago quien hizo la pregunta, Y el padre. El barro del suelo absorbía lentamente el agua que goteaba de las túnicas empapadas, se oía en el silencio el restallido de la leña húmeda que ardía en la entrada del horno, los niños miraban a su madre. Tiago volvió a preguntar, Y el padre. María abrió la boca para responder, pero la palabra fatal, como un nudo corredizo de la horca, le apretó la garganta, así fue Jesús quien tuvo que decir, Padre murió, y, sin saber bien por qué lo hacía, o porque era esa una prueba indiscutible de la definitiva ausencia, se quitó del cinto las sandalias mojadas y se las mostró a sus hermanos, Aquí están. Ya las primeras lágrimas habían saltado de los ojos de los más crecidos, pero fue la vista de las sandalias vacías lo que desencadenó el llanto, ahora lloraban todos, la viuda y los nueve hijos, y ella no sabía a cuál acudir, se arrodilló al fin en el suelo, agotada, y los niños se aproximaron y se arrodillaron, un racimo vivo que no necesitaba ser pisado para verter esa blanca sangre que son las lágrimas. Jesús se había mantenido en pie, apretando las sandalias contra el pecho, pensando vagamente que un día las calzará, en este mismo instante lo haría si se atreviera. Poco a poco, los niños fueron dejando a la madre, los mayores, por esa especie de pudor que nos exige sufrir solos, los más pequeños, porque sus hermanos se apartaban y porque ellos mismos no podían alcanzar un sentimiento real de tristeza, sólo lloraban, en esto los niños son como los viejos, que lloran por nada, hasta cuando dejan de sentir, o porque han dejado de sentir. Durante algún tiempo permaneció allí María, de rodillas en medio de la casa, como si esperase alguna decisión o una sentencia, le dio la señal un prolongado estremecimiento, la ropa mojada en el cuerpo, entonces se levantó, abrió el arca y sacó una túnica vieja y remendada que había sido del marido, se la entregó a Jesús, diciendo, Quítate lo que llevas, ponte esto, y siéntate junto al fuego. Después llamó a las dos hijas, Lisia y Lidia, las hizo levantar y sostener una estera haciendo de biombo, y tras ella se cambió también de ropa. Luego, con lo poco de comer que se guardaba en casa, empezó a preparar la cena. Jesús, junto al horno, se calentaba con la túnica del padre, que le quedaba sobrada de mangas y de falda, ya se sabe que en otra ocasión los hermanos se habrían reído de él, un espantajo debía de parecer, pero hoy no se atrevían, no sólo por la tristeza, sino también por aquel aire de adulta majestad que se desprendía del muchacho, como si de una hora a otra hubiera crecido hasta su máxima altura, y esta impresión se hizo aún más fuerte cuando él, con movimientos lentos y medidos, colocó las húmedas sandalias del padre de manera que recibieran el calor de la boca del horno, gesto que no servía a ningún fin práctico, si ya no era de este mundo el dueño de ellas. Tiago, el hermano que venía detrás de él, se sentó a su lado y preguntó en voz baja, Qué le ha ocurrido a nuestro padre, Lo crucificaron con los guerrilleros, respondió Jesús también susurrando, Por qué, No lo sé, había allí cuarenta y él era uno de ellos, Tal vez fuera un guerrillero, Quién, Nuestro padre, No lo era, siempre estaba aquí, trabajando, Y el burro, lo encontrasteis, Ni vivo ni muerto. La madre acababa de preparar la cena, se sentaron todos alrededor del caldero común y comieron de lo que había. Terminaban cuando los más pequeños empezaban a dar cabezadas de sueño, cierto es que el espíritu aún estaba agitado, pero el cuerpo cansado reclamaba descanso.

Tendieron las esteras de los niños a lo largo de la pared del fondo, María les había dicho a las niñas, Acostaos aquí conmigo, y lo hicieron, una a cada lado de ella, para que no hubiera celos. Por la rendija de la puerta entraba un aire frío, pero la casa se mantenía caliente, estaba el calor remanente del horno, el de los cuerpos próximos, la familia, poco a poco, pese a la tristeza y a los suspiros, fue cayendo en el sueño, María daba ejemplo, aguantaba las lágrimas, quería que los hijos se quedaran dormidos pronto, por ellos, pero también para quedarse sola con su tristeza, con los ojos muy abiertos a su futura vida sin marido y con nueve hijos que criar. Pero también a ella, en medio de un pensamiento, se le fue el dolor del alma, el cuerpo indiferente recibió el sueño sin resistirse, y ahora todos duermen.

Mediada la noche, un gemido hizo que María se despertase.

Pensó que había sido ella misma, soñando, pero no estaba soñando y el gemido se repetía ahora, más fuerte. Se incorporó con cuidado, para no despertar a las hijas, miró alrededor pero la luz del candil no alcanzaba hasta el fondo de la casa, Cuál de ellos será, pensó, pero en su corazón sabía que era Jesús quien gemía. Se levantó sin ruido, tomó el candil del clavo de la puerta y, alzándolo por encima de la cabeza para alumbrarse mejor, pasó revista a los hijos dormidos, Jesús, es él quien se agita y murmura, como si estuviese luchando en una pesadilla, seguro que está soñando con su padre, un niño de esta edad que ha visto lo que vio, muerte, sangre y tortura. Pensó María que debía despertarlo, interrumpir esta otra forma de agonía, pero no lo hizo, no quería que el hijo le contara su sueño, pero esta misma razón se le olvidó cuando vio que Jesús tenía calzadas las sandalias del padre. Lo insólito del caso desconcertó a María, qué estúpida idea, sin justificación, y también, qué falta de respeto, usar las sandalias del padre el mismo día de su muerte. Regresó a la estera, sin saber ya qué pensar, tal vez el hijo estuviera repitiendo en sueños, por obra de las sandalias y de la túnica, la mortal aventura del padre desde que salió de casa y, siendo así, había pasado al mundo de los hombres, al que ya pertenecía por la ley de Dios, pero en el que se instalaba ahora por un nuevo derecho, el de suceder al padre en los bienes, aunque sólo fuesen estos una túnica vieja y unas sandalias zambas, y en los sueños, aunque sólo fuera para revivir los últimos pasos de él en la tierra. No pensó María que el sueño pudiera ser otro.

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