El evangelio del mal (62 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: El evangelio del mal
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Surgidos de la escalera circular que asciende de las profundidades de la basílica, los cardenales de la curia, con hábito rojo, acaban de alinearse detrás del altar. No queda prácticamente ninguno de los prelados que rodeaban al anterior papa. Estos acaban de ser designados; la mayoría son desconocidos, excepto el camarlengo y dos prelados de la antigua curia. Valentina tiene ante los ojos al estado mayor al completo del Humo Negro de Satán; cardenales herederos del Temple que han tomado por fin el control del Vaticano y ahora pueden salir de la sombra. Se diría que ellos mismos se descubren y se observan a hurtadillas. Solo falta el elegido, el gran maestre.

El potente sonido del órgano sobresalta a Valentina. Vestido de blanco y apoyándose en su cayado de pastor, el cardenal Camano emerge de las profundidades de la basílica. Sube lentamente los peldaños que conducen al altar. Luego se vuelve y pasea su fría mirada por la multitud. Valentina aprieta los puños pensando que tuvo a ese viejo cabrón al alcance de la mano cuando fingió descubrir el cadáver de Ballestra en la basílica. El nuevo papa permanece impasible. Ha ganado. Toma asiento en su sillón, al lado de los cardenales de la nueva curia. La misa empieza.

Capítulo 200

El jet de Crossman acaba de despegar del aeropuerto de Malta. El jefe del FBI exige que el control aéreo de Roma deje libre un corredor de aproximación a poca altitud. Después ordena al piloto que vaya a todo gas. Las olas desfilan a gran velocidad bajo el vientre del aparato.

Cómodamente instalado en un sillón de piel, el cardenal Giovanni contempla por el ojo de buey las costas de Sicilia, sobre las que el jet acaba de pasar. El aparato sobrevuela ahora las colinas áridas de la provincia de San Cataldo. Frente al cardenal, Crossman y sus hombres preparan una síntesis de los organigramas de Valdez: un informe lo más detallado posible, que mandará traducir a un centenar de lenguas antes de colgarlo en internet a través de los grandes sitios de acceso libre. Con un poco de suerte, en el tiempo que los responsables de Novus Ordo tarden en reaccionar, el informe habrá sido consultado varios millones de veces y los internautas continuarán transmitiéndolo por todo el mundo. Lo suficiente para desestabilizar la red y provocar algunas detenciones, algunos suicidios, quiebras y disgustos.

Crossman alza los ojos de sus notas y mira a través del ojo de buey. El jet sobrevuela ahora Palermo y la punta norte de Sicilia. Más allá, las aguas azules del mar Tirreno; luego, Roma. Tal como establecen las leyes canónicas, desde que el nuevo papa ha aceptado la votación del cónclave, las puertas del Vaticano se han cerrado definitivamente. Lo que significa que, haya o no golpe de Estado, ningún juez tiene el menor poder sobre ese enclave. A partir de ese momento, es un asunto de diplomacia y de presiones internacionales. Con la salvedad de que el Humo Negro no piensa reinar en la Iglesia, sino destruirla desde el interior para provocar el caos de las religiones. Eso es lo que hay que impedir a toda costa. Y para ello, primero es preciso recuperar el evangelio de Satán.

Crossman consulta su reloj. El agente especial Woomak, que había localizado a Carzo en la estación de Roma, debería haberlo llamado ya. Tarda mucho, demasiado. El teléfono del jet suena por fin. Crossman descuelga. Giovanni ve que se le descompone el semblante.

—¿Cómo que ha perdido al padre Carzo? ¿Me toma el pelo o qué? Le doy diez minutos para encontrarlo y recuperar el evangelio, ¿me oye, Woomak?

—Recibido, señor. En este momento avanzo por un laberinto de callejas cercanas al palacio del Quirinal y bajo hacia la fuente de Trevi y la piazza Navona.

—¡Mierda, Woomak, no me diga que se ha alejado de las grandes arterias!

—No he tenido más remedio, señor. El padre Carzo ha atajado por el palacio Barberini. Entonces es cuando lo he perdido. Ha entrado en un palacio de la via Vinimal y no ha salido. Cuando he entrado yo, ya no estaba allí. Creo que se ha escabullido por una salida secreta y ha continuado hacia el Vaticano.

—¿Hay gente a su alrededor?

—Negativo, señor, se diría que toda la ciudad está metida en la plaza de San Pedro.

—Woomak, vuélvase y dígame qué ve.

Un silencio. Después:

—Nada.

—¿Nada o a nadie?

Woomak se vuelve de nuevo.

—Dios mío…

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que ve?

La respiración de Woomak se acelera. Acaba de ponerse a correr.

—A dos monjes, señor. Acaban de aparecer dos monjes en la esquina del Quirinal. Creo que me pisan los talones.

—Cálmese, Woomak. ¿Se dirige hacia el Vaticano?

—Sí, señor.

—Entonces coja inmediatamente cualquier calle de la izquierda para llegar cuanto antes a las grandes avenidas.

—Negativo, señor.

—¿Por qué?

—Porque he corrido doscientos metros a toda velocidad y siguen pisándome los talones.

—¿Qué cuentos son esos, Woomak?

—Es la verdad, señor. Yo corro y ellos van andando, pero siguen pisándome los talones.

Crossman oye el chasquido de un cerrojo de pistola.

—¿Qué hace?

—Voy a parar para cargármelos, señor.

—No lo haga, Woomak.

El agente no lo oye. Se ha metido el teléfono en el bolsillo antes de dar media vuelta. Crossman lo imagina apuntando a los monjes. Woomak es un profesional, el mejor tirador de su promoción, capaz de matar a sangre fría. Si alguien puede detenerlos, es él. Se oyen dos disparos, inmediatamente seguidos de otras nueve detonaciones encadenadas. Tintineo de los casquillos contra el suelo. Chisporroteo. Voz lejana de Woomak:

—Mierda, es imposible…

—¿Woomak?

Chasquidos de suelas. Woomak ha echado de nuevo a correr. Saca el teléfono del bolsillo. Expulsa el cargador vacío e introduce otro en la recámara.

—Woomak, ¿me oye?

La respiración de Woomak vuelve a oírse a través del auricular. El agente parece tranquilo.

—Esto no pinta nada bien, señor. Les he vaciado un cargador en el vientre y ni siquiera se han detenido. Deben de estar drogados hasta las cejas.

—¡Apresúrese a girar por cualquier calle a la izquierda, por el amor de Dios!

—Recibido, jefe. Me meto por via della Consula hacia el Corso.

—Muy bien, lo conseguirá.

Woomak ha comprendido. Se aferra a la voz de su jefe, acompasa su respiración para no ceder al pánico y empieza a dar zancadas más largas. Al cabo de un momento, su respiración se acelera bruscamente.

—Mierda…

—¡No, Woomak, sobre todo no se vuelva!

—Señor, están alcanzándome. Les he metido por lo menos cinco balas a cada uno y los tengo justo detrás de mí. Creo que estoy perdido. No voy a poder aguantar mucho tiempo. No…

Un choque. Una exclamación de estupor. Woomak acaba de caerse. Unos chasquidos de sandalias acercándose. Un grito inhumano suena en el aparato. Crossman aparta un instante el auricular de su oreja y luego lo acerca de nuevo.

—Oiga… Woomak…

Silencio.

—Woomak, ¿me oye?

Un frotamiento. Una respiración. Una voz glacial.

—Renuntiate.

Un clic. Comunicación interrumpida. Crossman levanta la mirada hacia Giovanni, que contempla el mar a través del ojo de buey.

—¿Renuntiate?

El cardenal se vuelve hacia Crossman.

—Significa «renunciad».

Capítulo 201

Como ha hecho decenas de veces en compañía de su viejo amigo el cardenal Camano, Carzo deja que sus pasos se pierdan por las callejas que descienden hacia el puente Sant'Angelo. Las torres de la fortaleza de los papas se recortan en el cielo gris. Los ángeles de piedra parecen sonreírle al verlo pasar. Con el evangelio de Satán bajo el brazo, nota el peso del arma de Parks al fondo de su bolsillo. Gira a la izquierda, por via della Conciliazione, y se dirige con la capucha puesta hacia las cúpulas del Vaticano, rodeado por la multitud.

A medida que se acerca, empieza a distinguir las pantallas gigantes instaladas en la explanada de la basílica. Una música de órgano sale de los altavoces. La misa ha empezado. Cuando llega a las inmediaciones de las cadenas que cercan la plaza, reconoce a los oficiales de los guardias suizos. Uno de ellos se dirige a su encuentro, mientras que otros se han detenido a unos metros de él. Parece aterrorizado.

—¿Lo tiene?

Con el rostro sumergido en la sombra de la capucha, Carzo asiente. El oficial empuja una verja para abrirle paso bajo las arcadas. La muchedumbre murmura mientras él avanza protegido por las bóvedas hasta la escalera de la basílica. Se oye por los altavoces la voz del camarlengo anunciando la lectura del evangelio. Flanqueado por cuatro guardas suizos, Carzo cruza la puerta. Está tranquilo. No tiene miedo.

Capítulo 202

—Valentina, ¿me recibe?

Valentina presiona discretamente el auricular con un dedo para oír la voz de Crossman pese al estruendo del órgano. A su alrededor, la multitud inmóvil forma un muro.

—Estoy aquí, señor. Le oigo muy mal.

—Acabamos de aterrizar en el aeropuerto de Roma Ciampino. Estaremos ahí dentro de un cuarto de hora. ¿Por dónde van?

Valentina observa el ballet de los cardenales que se suceden ante el altar para inclinarse ante el Papa.

—La misa hace rato que ha empezado —susurra—, pero no respeta ninguna de las convenciones. Ni lectura de las epístolas, ni bendiciones, ni señales de la cruz. Comunión tampoco, por lo que parece. No hay ni cáliz ni hostias a la vista. Tengo la impresión de que están acelerando el ritmo.

Vuelve a hacerse el silencio en la basílica. Los órganos acaban de dejar de sonar. El eco de las últimas notas se pierde bajo la bóveda. Voz de Crossman:

—Valentina, tengo una mala noticia.

—¿De qué se trata?

—Nuestro agente ha perdido el rastro del padre Carzo por las calles de Roma. Eso significa que el evangelio todavía anda por ahí y que se acerca al Vaticano.

Valentina se dispone a contestar cuando el fragor de los órganos se reanuda y el Papa se levanta y se acerca al altar. Su mirada, vuelta hacia el fondo de la basílica, se ilumina. Valentina gira sobre sus talones y ve al monje que acaba de entrar, flanqueado por cuatro guardias suizos. Otros alabarderos empujan a la muchedumbre hacia los lados para despejar el pasillo central. El monje lleva en la mano un manuscrito grueso y antiguo. La voz de Crossman suena de nuevo en el auricular de Valentina.

—En este momento vamos por la autopista en dirección al centro de Roma. Estaremos ahí dentro de diez minutos.

—Demasiado tarde, señor. Está aquí.

Valentina mira al monje, que pasa a su altura, y trata de ver su rostro escondido bajo la capucha. Solo ve dos ojos que brillan en la penumbra. Voz de Crossman:

—¿Tiene el evangelio?

—Sí.

—¿Puede detenerlo?

—No.

—¿De cuántos hombres disponemos en el interior de la basílica?

—Cuatro agentes suyos y once policías de paisano. Los refuerzos esperan en el exterior del Vaticano.

—¿Bajo las órdenes de quién?

—Del comisario Pazzi.

Crossman piensa a toda velocidad.

—Valentina, es ahora cuando hay que actuar.

La escolta acaba de detenerse. Las alabardas golpean el suelo de la basílica. El cordón de los guardias suizos que rodea el altar se entreabre para dejar pasar al monje.

—Es demasiado tarde, señor.

Capítulo 203

Las notas furiosas del órgano hacen vibrar el aire cargado de incienso. Las cámaras que enfocan el altar no se pierden ni un detalle de la escena. En las furgonetas aparcadas en el exterior, periodistas provistos de cascos transmiten las imágenes a las unidades centrales de las grandes cadenas. Los especialistas reunidos en los estudios de televisión se han callado para mirar las imágenes sin intentar comentarlas. Tan solo uno de ellos se aventura a decir que ni siquiera la música tiene nada de sacro. Parece una sucesión de notas sin orden ni concierto. Sin embargo, esa sinfonía disonante tiene algo de turbador y casi bello que parece hechizar a la multitud.

El monje se detiene al pie de la escalera del altar. Está frente al Papa, que lo mira; luego entrega el evangelio de Satán a un protonotario, que sube la escalera y deposita el manuscrito abierto sobre el altar. El Papa pasa con una atención admirativa algunas páginas de la obra. Luego levanta los ojos hacia la multitud. Su voz retumba en el micrófono:

—Queridos hermanos, la Iglesia oculta desde hace siglos una gran mentira que ha llegado el momento de revelar, a fin de que cada cual pueda elegir libremente sus creencias. Pues en verdad os digo que Jesucristo jamás resucitó de entre los muertos y que la vida eterna no existe.

Una oleada de murmullos horrorizados recorre la asamblea. Los peregrinos se miran, familias dispersadas se buscan con los ojos, religiosos caen de rodillas y ancianas se santiguan sollozando. Los cardenales electores, agrupados a ambos lados de la basílica, muestran una palidez mortal que resalta más el rojo de sus hábitos.

Girando sobre su base, las cámaras hacen un barrido de la multitud y se acercan a los rostros para mostrarlos en primer plano. Luego, los objetivos se vuelven todos a una hacia el Papa, que levanta lentamente los brazos con la palma de las manos mirando hacia el cielo. Al pie de la escalera, el monje permanece absolutamente inmóvil. Se ha dejado puesta la capucha y ha cruzado las manos por dentro de las mangas del sayal. El Papa baja los ojos hacia el manuscrito. Su voz se eleva de nuevo a través de los altavoces. Anuncia alto y claro las referencias del evangelio que se dispone a leer:

—Initium libri Evangeli secundum Satanam.

Capítulo 204

En las unidades móviles y los estudios de televisión cunde el desconcierto y la confusión. Decenas de voces se superponen en los cascos de los periodistas.

—¡Por el amor de Dios! ¿Qué ha dicho?

En uno de los estudios de la Rai, un especialista, perplejo, susurra ante el micro:

—Creo que significa: «Inicio del primer libro del Evangelio de Satán».

Los productores se abalanzan sobre los teléfonos y piden estimaciones de audiencia. Los cursores suben como flechas. Sumando todas las cadenas, hay casi cuatrocientos millones de telespectadores pendientes de los labios del nuevo papa. Los realizadores de la CBS y de la Rai hablan por teléfono con los directores de las cadenas.

—Entonces, ¿qué hacemos? ¿Cortamos la emisión o seguimos?

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