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Authors: Patrick Graham

El evangelio del mal (56 page)

BOOK: El evangelio del mal
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Yseult cierra el hatillo y coge la bolsa de lona. Marie nota algo pesado en las manos de la madre superiora: un manuscrito muy antiguo, una obra encuadernada en cuero negro y provista de una pesada cerradura de acero. El evangelio de los Ladrones de Almas. El cuero está caliente como la piel de una criatura viva.

Unos gritos salen de la celda adonde las agustinas han llevado a la monja. Yseult corre por los pasillos. Tiene miedo. Se inclina sobre la religiosa agonizante, que murmura en una lengua desconocida. Luego, su respiración cesa y sus ojos se vuelven vidriosos. Yseult va a incorporarse cuando las manos de la muerta se separan de las sábanas y la agarran del cuello. Se ahoga, sus dedos se cierran sobre la empuñadura de una daga. Un chorro de sangre se extiende por las sábanas cuando la hoja se hunde en la garganta de la recoleta. Una corriente de aire glacial barre entonces la celda.

Huellas de bota. Los recuerdos de la madre Yseult se suceden. Ve el cadáver de sor Sonia clavado en la pared, el de sor Clemencia, que sale de la tumba y le sonríe en las tinieblas. Las huellas de esos pies en el barro y el ruido de sus pasos en la escalera que conduce al torreón donde ella y su novicia más joven se han refugiado. Trece noches, trece asesinatos. Así es como la Bestia mata a las religiosas: cada víctima sale de su tumba para asesinar a la siguiente. Los Ladrones de Almas.

Los recuerdos del último día. Marie ve cómo las manos de la madre Yseult entierran a su última novicia en la tierra blanda del cementerio. Ha cogido el evangelio y el cráneo de Janus. Se tuerce los tobillos bajando la escalera para ir a los sótanos del convento. Allí es donde se empareda. Mortero y ladrillos para rellenar la brecha en el muro de contención detrás del cual ha encontrado refugio, con unas cuantas velas y sus escasos efectos. Ya está, la madre Yseult acaba de poner la última piedra. No le queda más que esperar la muerte. Se esfuerza en contener la respiración para morir cuanto antes.

Abre los ojos y relee la advertencia que acaba de grabar en la pared. Marie tiembla. El monje que ha entrado en el convento para matar a las agustinas es Caleb.

Capítulo 175

Stuart Crossman escucha en silencio la grabación de Ballestra. Cuando algún pasaje le llama la atención, hace una seña a Valentina indicándole que vuelva atrás para oír de nuevo los susurros del archivista. Se queda pálido cuando el desaparecido enumera la lista de los papas asesinados por el Humo Negro. La grabación finaliza. Crossman deja escapar un suspiro.

—Es más grave aún de lo que pensaba.

—Nos bastaría con revelarlo todo a la prensa.

—El Osservatore romano y los órganos oficiales del Vaticano se apresurarían a publicar desmentidos rotundos. Además…

—¿Qué?

—¿Qué ocurrirá si mil quinientos millones de fieles se enteran de que la Iglesia les ha mentido durante siglos y de que unos cardenales de una organización secreta se disponen a tomar el control del Vaticano? Imagine por un instante el impacto que semejante noticia tendría sobre los cientos de miles de peregrinos que convergen hacia la plaza de San Pedro. ¡Veinte siglos de creencia desmoronándose de golpe! Habría una sublevación sin precedentes.

—Nos queda confiar en que el cónclave se incline a favor de los cardenales fieles a la Santa Sede.

—Me extrañaría.

Crossman le tiende una hoja a Valentina.

—¿Qué es esto? —pregunta la chica.

—La lista de los once obispos y cardenales que murieron la semana pasada en un accidente aéreo sobre el Atlántico. Entre ellos se encontraba el cardenal Centenario, el que se preveía que iba a suceder al difunto Papa. Una precaución que ahora garantiza al Humo Negro la mayoría absoluta en el cónclave.

En la pantalla, una marea humana ha invadido la plaza de San Pedro. Retransmitidos en veinte lenguas por todas las televisiones del mundo, los comentarios de los periodistas suceden a las intervenciones de los especialistas, desconcertados por el giro que han dado los acontecimientos. Las cámaras enfocan la chimenea de la capilla Sixtina, donde el humo aparecerá tras la incineración de las papeletas de voto. Humo blanco si el Papa es designado al término del primer escrutinio. Humo negro si los cardenales necesitan más tiempo para reflexionar.

Valentina se vuelve hacia Crossman:

—¿Cuál era la misión de Parks?

—Encontrar el evangelio de Satán antes que los asesinos del Humo Negro. Sabemos que la cofradía tiene la intención de utilizar ese manuscrito para revelar al mundo la mentira de la Iglesia en cuanto sea elegido el próximo Papa.

—¿Sabe dónde está en este momento?

—La última vez que la vi fue en el aeropuerto de Denver, donde se disponía a embarcar con el padre Carzo en un avión con destino Ginebra.

—¿Y después?

—No he vuelto a saber nada más.

—No se preocupe. El padre Carzo es exorcista. Él sabrá defender a Parks de los Ladrones de Almas.

—Me temo que el asunto sea algo más complicado.

—¿Por qué?

—Justo antes de despegar para Europa, el padre Carzo me dijo que acababa de regresar de un periplo por la Amazonia, donde había estado investigando por encargo de su congregación un caso de posesión suprema en pleno territorio de los indios yanomami. Me dijo también que un extraño mal había afectado a los chamanes de la tribu. Algo que se propagaba a través de la jungla y que parecía destruir todo signo de vida a su paso. Así que llamé a nuestros contactos en Brasil, que enviaron un equipo en helicóptero para comprobar si ese mal era algún virus mortal que los indios habían despertado. El equipo me ha llamado hace unas horas por teléfono satélite para decirme que había llegado al territorio de los yanomami y que acababa de encontrar un cuaderno perteneciente al padre Carzo en las ruinas de un viejo templo azteca. Un cuaderno en el que el padre había reproducido frescos antiguos y bajorrelieves. Creemos que es ahí donde estaba citado con la posesión suprema, porque las páginas siguientes están llenas de fórmulas maléficas y de frases incoherentes. Y de dibujos satánicos también: una criatura monstruosa en medio de un círculo de velas, almas atormentadas y campos de cruces. Como si la posesión suprema hubiera ganado la batalla y una fuerza misteriosa se apoderara de su mente. Pero el último dibujo representa otra cosa: un acontecimiento trágico que se había producido días antes en Hattiesburg y del que Carzo no podía estar al corriente.

—¿Qué?

Crossman le tiende a Valentina el documento procedente de la Amazonia. El padre Carzo había dibujado a cuatro religiosas crucificadas en una cripta y una quinta cruz, en el centro, en la que estaba clavada una chica desnuda. En la parte inferior de la página, el sacerdote había escrito en rojo:

Marie Parks debe morir.

Capítulo 176

La mente de Marie se aparta poco a poco de la anciana religiosa emparedada. El olor de cera está disipándose. La joven reconoce los olores de salitre y de moho que acompañaron el inicio de su trance; oye que la antorcha de Carzo crepita en las tinieblas. Recobra lentamente la conciencia en los sótanos de Bolzano. Sin embargo, tiene la sensación de que sus manos continúan tocando la pared del cubículo, como si continuara emparedada con la madre Yseult y al mismo tiempo estuviera sentada en ese banco de piedra donde está despertándose. Con los ojos cerrados, se aclara la garganta reseca.

—Alfonso, sé dónde está el evangelio.

—Yo también.

Marie da un respingo al oír la voz de Carzo. Es más profunda, más grave, más melodiosa y también más fría. Algo ha cambiado. Marie percibe otro olor, un olor de cripta. Abre los ojos. El padre Carzo está de pie, se ha puesto la capucha para ocultar su rostro y sus ojos brillan débilmente en la oscuridad.

—Ave María.

Parks siente que se le hiela el corazón al reconocer la voz de Caleb. Intenta desenfundar el arma, pero se da cuenta de que no puede moverse. Sus párpados se cierran. En algún lugar del fondo de su mente, las manos de la madre Yseult tocan las paredes del cubículo.

Décima parte
Capítulo 177

Sentado en la terraza de un restaurante a orillas del mar, en Castellammare di Stabia, Stuart Crossman contempla la bahía de Nápoles. Dos horas antes, después de su entrevista con Valentina Graziano, el conserje de su hotel le había avisado de que tenía un mensaje urgente en la recepción. El mensaje, escrito en inglés, decía:

El Humo Negro tiene un punto débil.

Si quiere saber cuál es,

esté dentro de una hora

en la terraza del restaurante Frascati,

en Castellammare di Stabia.

No informe a la policía.

No pierda tiempo.

Vaya solo.

Crossman apenas dudó unos segundos antes de dar la orden de fletar el jet privado que lo esperaba en el aeropuerto de Ciampino. Cuarenta y cinco minutos más tarde, desembarcaba en Nápoles y montaba en una limusina para trasladarse a Castellammare di Stabia.

Había situado a una quincena de sus hombres alrededor del restaurante Frascati, que permanecía abierto a una hora en que los demás establecimientos de la costa habían bajado la persiana hacía mucho rato. Nadie en el interior. Crossman estaba sentado a una mesa de la terraza y esperaba.

Un bip en su auricular. Uno de sus hombres le anuncia que una Zodiac acaba de llegar a la playa.

—Cinco hombres a bordo, uno de ellos un viejo. Van armados. ¿Qué hacemos?

—Dejadlos tranquilos.

Otra señal sonora.

—Cuidado, se acercan.

Crossman ve cinco siluetas a la luz de las farolas. Cuatro hombres corpulentos. La quinta silueta, encorvada, avanza cojeando, sostenida por los tipos fornidos.

—Jefe, aquí francotirador 1. Tengo a los blancos en la mira.

Crossman dirige la mirada hacia el tejado de otro restaurante, donde el francotirador 1 está apostado. El viejo y sus guardaespaldas están a tan solo treinta metros. El director del FBI quita el seguro de su arma, tras desenfundarla bajo la mesa.

—Jefe, aquí francotirador 1. Espero sus instrucciones.

Crossman frunce el entrecejo mientras las siluetas pasan junto a una farola. El charco de luz recorta las facciones del viejo.

—Francotirador 1, no dispare.

—Confirme la orden, jefe.

—Lo confirmo: no dispare.

El viejo está muy cerca. Sus guardaespaldas se quedan en el muelle, mientras él sube los escalones que llevan hasta la terraza del restaurante apoyándose en un bastón. Sonríe al sentarse a la mesa de Crossman.

—Buenas noches, Stuart.

—Buenas noches, don Gabriele.

Capítulo 178

Estrecho de Malta.

Cuatro de la mañana

De pie en la proa de la barca de pesca que avanza entre un estruendo de motor cansado, el cardenal Giovanni alza los ojos hacia el cielo estrellado. La luna está tan llena que ilumina la noche con un extraño resplandor dorado. El joven cardenal contempla las costas de Malta a lo lejos. Una hora más de travesía y la vieja barca llegará al puerto de La Valetta. Antes, tendrá que echar sus redes a unos kilómetros de la costa para disimular. Solo después, los hombres de don Gabriele podrán desembarcar su cargamento humano.

Giovanni mete una mano en el bolsillo de su sotana y palpa el sobre del Lazio Bank. Contiene una tarjeta de plástico transparente provista de un chip con un código de once cifras para entrar en el banco, así como una contraseña cromonumérica para la identificación de la cuenta. Otro código, en este caso alfanumérico, sirve para abrir la caja fuerte de Valdez: la inscripción grabada en el dorso de la cruz de los Pobres que el cardenal del Humo Negro ha adjuntado a ese envío, una pesada cruz con rubíes incrustados y una cadena de plata que Giovanni se ha puesto alrededor del cuello. Solo queda confiar en que los informes merezcan la pérdida del único agente que el Vaticano ha conseguido infiltrar en el seno del Humo Negro.

Giovanni nota una presencia a su espalda. El capitán de los guardias suizos, Cerentino. El oficial había insistido en encargarse personalmente de su protección y Mendoza aceptó. Cerentino se acerca al oído del cardenal para que su voz no quede ahogada por el ruido del motor.

—Eminencia, tenemos que bajar a la bodega porque va a amanecer y los sicilianos no quieren exponerse a que lo vean con prismáticos mientras ellos echan las redes.

Sin contestar, el cardenal conecta el teléfono móvil que don Gabriele le ha dado en Roma. Cuando el clérigo le dijo que ya tenía uno, el padrino le replicó que los celulares de la Cosa Nostra funcionaban gracias a una red privada compuesta de antenas de repetición escondidas en las regiones más recónditas de la Península. Los mafiosos reservaban para las redes públicas italianas las comunicaciones destinadas a dar informaciones falsas a la policía.

Giovanni introduce el código de identificación facilitado con el teléfono móvil. La pantalla parpadea. Pulsa el botón de llamada para que aparezca el último número marcado. Don Gabriele le había dicho que el titular de ese número esperaba su llamada a las cuatro y media en punto. Giovanni consulta su reloj: 4:29. Bajo sus pies, las vibraciones que agitan la cubierta se espacian hasta detenerse. Los sicilianos acaban de apagar los motores y empiezan a desenrollar las redes mientras la barca se desliza silenciosamente sobre el agua. La noche se vuelve azul. El cardenal contempla un momento las luces de Malta. Luego pulsa el botón de llamada. El teléfono marca automáticamente el número memorizado.

Capítulo 179

Don Gabriele lía un cigarrillo y se lo pone entre los labios. Crossman le da fuego. El viejo tose.

—Así que me has reconocido, ¿eh, Stuart? Hace tanto tiempo…

—¿Cómo iba a olvidarlo? Usted era uno de los padrinos más peligrosos de la Cosa Nostra que se exilió a Estados Unidos a causa de una disputa con la Camorra. Nos dio mucha guerra.

—Y tú ya eras responsable de la oficina federal de Baltimore. Lo recuerdo… Fuiste tú quien estuvo a punto de echarme el guante por unas naderías.

—Una tonelada de naderías de polvo blanco, envasada en bolsas de un kilo.

—En fin, el caso es que eso me obligó a volver para poner orden en el país.

—¿Y ahora?

—Ahora soy el padrino de las ciento veinte familias. Ellas me temen y yo las protejo. Y tú has llegado a director del FBI. Muy bien.

—¿Por qué quería verme, don Gabriele?

—Tan impaciente como siempre. Como tu tirador de ahí arriba, que todavía se está preguntando si debe disparar o no contra un viejo.

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