Read El evangelio del mal Online
Authors: Patrick Graham
—El inquisidor dispone para ello de un estuche que contiene veinticinco pequeños martillos cuyas cabezas, forjadas en forma de letras del alfabeto, le permiten componer su mensaje grabándolo directamente en la piedra. Sabemos que, debido a la naturaleza secreta de su misión, las recoletas también estaban autorizadas a emplear este procedimiento en caso de peligro. Puesto que el claustro de Nuestra Señora del Cervino no ha resistido al paso de los siglos y al frío, esas marcas es lo que debe buscar con prioridad. Las que seguramente la madre Gabriella dejó tras de sí al huir y las que Landegaard grabó a su paso por el convento para alertar a los miembros de su orden de que seguía su pista a través de las montañas. Y no olvide que el tiempo obra en nuestra contra y que debe volver ineludiblemente antes de que Landegaard se marche del convento…
Silencio. Luego el susurro de la brisa. El chasquido de las gotas que caen de los árboles sobre las hojas secas. Un trueno suena a lo lejos. Los caballos piafan y resoplan en la pendiente. A medida que la voz de Carzo se apaga, lo que queda de la conciencia de Parks detecta nuevas sensaciones: un ruido de cascos, el frotamiento de las riendas en sus manos velludas y llenas de callos, sus antebrazos nudosos y fuertes, sus muslos musculosos contra los flancos del caballo.
Aunque ese día había llovido, ni las gotas sobre su sayal empapado ni el rugido de los truenos habían logrado turbar el descanso del inquisidor general, que dormitaba con la cabeza y la espalda inclinadas sobre su montura. Thomas Landegaard abre los ojos ante el cielo rojizo del atardecer, se yergue y aspira una gran bocanada de aire cargado de olor de pino y helecho. A lo lejos, los picos que dominan el pueblo de Zermatt se recortan en la bruma.
Landegaard esboza una sonrisa. Si Dios quiere, esa noche se acostará en una cama de verdad, con la panza llena de una pata de ese cabrito que uno de sus ballesteros mató hace unas horas. Mientras piensa en esas satisfacciones sencillas, el inquisidor no sospecha ni por un instante lo que le espera.
Arrodillada sobre la tarima de la sala de los Archivos secretos, Valentina agita un pulverizador de laca y rocía con esta sustancia las huellas que las sandalias de Ballestra han dejado en el polvo. Una vez solidificado el producto en la superficie de las huellas, dispone delante de cada una unos cartelitos numerados del uno al siete para indicar la dirección en la que el archivista se ha desplazado. Después saca su cámara de fotos digital; el flash rasga la oscuridad cada vez más deprisa.
A continuación pasa un dedo sobre las primeras huellas, claras y profundas, que se perfilan la una junto a la otra en el haz de luz. El reflejo de la linterna rebota sobre la tarima pulida, señal de que no hay la menor partícula de polvo; ahí es donde el archivista ha permanecido inmóvil mientras se abría el pasadizo.
Las huellas siguientes están más marcadas en el talón y en la punta. La forma de un pie en movimiento. Valentina pasa el haz de luz de su linterna; el reflejo ha desaparecido, lo que significa que el polvo del pasadizo ya había cubierto ese lugar cuando Ballestra colocó el pie allí.
A unos centímetros de la biblioteca, segundo grupo de huellas profundas la una junto a la otra, polvo acumulado al fondo de la huella, entarimado mate. Justo antes de adentrarse en el pasadizo, el prelado se ha detenido de nuevo en ese lugar: unos segundos de vacilación mientras escruta las tinieblas. El flash de Valentina relampaguea. Luego, la punta de la última huella desaparece bajo la biblioteca. Ballestra se ha internado en el pasadizo antes de que la estantería se cierre a su espalda.
La joven desdobla la lista de citas y recorre la biblioteca con los ojos. Catorce meteos de largo por seis de alto, es decir, al menos sesenta mil manuscritos. Hace un cálculo rápido. Encontrar siete libros en una biblioteca que contiene sesenta mil da, en cada intento…, 1 posibilidad entre 8.752 de escoger el correcto. Una vez encontrados esos siete libros, todavía hace falta descubrir el orden en que esas obras deben ser retiradas de los estantes, o sea, 823.853 posibilidades. Lo que significa que la posibilidad de dar accidentalmente con la combinación correcta desplazando los libros al azar en la biblioteca es de una entre… setecientos mil millones. Ninguna caja fuerte ofrece en todo el planeta una seguridad comparable a ese procedimiento inventado en la Edad Media, ni siquiera en los bancos suizos mejor protegidos, ni en los sótanos blindados de la Reserva Federal estadounidense o las cámaras de hormigón del Banco Mundial. Sin contar con que, para modificar la combinación, basta sustituir los libros por otras siete obras designadas mediante una nueva lista de siete citas. Valentina siente que un sabor de tierra le llena la boca. Día tras día durante siglos, miles de archivistas habían desplazado y vuelto a colocar varias veces esos miles de obras sin que ninguno de esos movimientos hubiera tenido la menor posibilidad de accionar el mecanismo.
La inspectora examina con los ojos la sala de los Archivos secretos. Como en todas las bibliotecas del mundo, la lista completa de los títulos tiene que estar forzosamente registrada en alguna parte. A fuerza de avanzar entre los anaqueles, acaba por distinguir la luz de un ordenador con un salvapantallas en el monitor. Una frase desfila sin fin: Salve Regina, Mater Misericordiae, las primeras palabras de la conocida oración dedicada a la Virgen María en latín. Valentina interrumpe el mensaje pulsando una tecla. La pantalla parpadea y luego aparece un cuadro pidiendo una contraseña.
—¡Mierda, no puedo creerlo! Pero ¿qué se creen estos gilipollas? ¿Espías?
Pasa los dedos por debajo de la mesa en busca de un duplicado de la contraseña. Nada. Prueba con varias combinaciones al azar. Fechas, números romanos y términos religiosos que le vienen a la mente. Cada vez que hace un intento, la pantalla muestra una ventana de fracaso. La joven se desanima, pero al cabo de un momento una sonrisa se dibuja en sus labios.
—Dios mío, haz que sea tan tonto como eso.
Tecleando a toda velocidad, introduce el mensaje del salvapantalla: Salve Regina, Mater Misericordiae. Luego pulsa la tecla «intro» y nota que el corazón se le acelera al oír crepitar el disco duro.
«Grazie, signora…»
La pantalla muestra ahora el escritorio del ordenador. Valentina hace un doble clic con el ratón sobre el icono de la base de datos. Aparecen miles de títulos en latín y en griego. En la parte superior de esta lista, un campo de búsqueda. Valentina introduce la primera cita. El ordenador empieza a ronronear mientras el procesador recorre el disco duro en busca de las obras que contienen esa frase. Una señal sonora. La pantalla muestra doce manuscritos que corresponden a lo solicitado. Valentina examina las respuestas. Dos obras contienen la frase exacta; las otras se limitan a reproducirla como cita. Se trata de un manuscrito en latín y de su traducción al griego. Como la cita enviada por Carzo estaba escrita en latín, Valentina hace un clic sobre el vínculo correspondiente. La pantalla muestra la respuesta: la Prima Secundae, segundo volumen de la Summa, de santo Tomás de Aquino. Según la base de datos de los archivistas, los cuatro tomos de esa considerable obra se encuentran, efectivamente, en la biblioteca. El emplazamiento exacto del volumen parpadea junto al título: hilera 12, tercer nivel, estante 6.
Valentina introduce la cita siguiente; la traducción aparece automáticamente en la pantalla. «En aquellos tiempos, provisiones de maná cayeron de las alturas». Un fragmento del Apocalipsis siríaco, de Baruc, un relato apocalíptico del bajo judaísmo escrito cien años antes del nacimiento de Jesús. Hilera 50, undécimo nivel, estante 4. Valentina repite la misma operación con todas las citas y anota los resultados que obtiene. Al leer la última en la pantalla, abre los ojos con asombro: «Entonces vi a la Bestia surgir de las aguas y corromper la Tierra. En su vientre palpitaba el ser supremo, el hombre de iniquidad, el hijo de perdición. El que las Escrituras llaman Anticristo y que resurgirá de la nada para atormentar al mundo».
Un fragmento del Apocalipsis de san Juan. Hilera 62, primer nivel, estante 2. Es la última obra de la lista, la que acciona la apertura del pasadizo después de que las demás hayan desbloqueado el mecanismo.
Valentina vuelve a la biblioteca, empuja la pesada escalera hasta la duodécima hilera y sube los peldaños hasta el tercer nivel. Con la linterna entre los dientes, no tarda en localizar los volúmenes encuadernados en piel negra que componen la Summateologica de Tomás de Aquino. Aprieta los dedos en torno al volumen y lo atrae lentamente hacia sí. Aguzando el oído, capta un ruido lejano que se asemeja a los crujidos de una amarra de barco tensada al máximo.
Dejando el manuscrito sobresaliendo del estante, baja y empuja la escalera hasta el punto siguiente. Cada obra que extrae de la biblioteca produce el mismo chasquido característico de los viejos mecanismos de ruedas. Finalmente empuja la escalera hacia un lado y contempla el Apocalipsis de san Juan, colocado a la altura de los ojos. Conteniendo la respiración, extrae lentamente el manuscrito para liberar el último mecanismo; las sacudidas se extienden al conjunto de los estantes. Retrocede unos pasos mientras un interminable chirrido de poleas y de cubos se eleva desde las profundidades de la pared. La pesada biblioteca se abre entonces entre una nube de polvo y deja escapar una corriente de aire tibio que envuelve a Valentina.
Hace más de un mes que el inquisidor general Landegaard salió de Aviñón con sus carruajes, su guardia noble y sus notarios. Subió hacia el norte hasta Grenoble y desde allí fue a Ginebra, donde pensó dirigirse hacia Italia atajando por los puertos alpinos. Doblada en un bolsillo de su hábito, lleva la lista de las congregaciones que tiene el encargo de inspeccionar desde las orillas del lago de Serre-Ponçon hasta los lejanos Dolomitas. Catorce conventos y monasterios que han dejado de responder a las exhortaciones de Su Santidad.
El Cervino es la sexta etapa de ese periplo a través de los Alpes. La más peligrosa también; aunque conoce personalmente a la madre Gabriella y confiesa sentir debilidad por esa orden silenciosa al servicio de los designios más altos de la Iglesia, Landegaard sabe también que esos muros albergan el evangelio de Satán y la osamenta de Janus, dos reliquias que constituyen el principal blanco para los innumerables enemigos de la fe. Esta circunstancia hace más preocupante todavía el silencio de las recoletas después del paso de la plaga; por eso esta sexta etapa es la que concentra la atención del inquisidor. Había intentado convencer a Su Santidad de ir directamente allí. Pero Clemente había objetado que cabalgar hasta el Cervino sin hacer un alto en las otras congregaciones que se encontraban en el camino podría atraer la atención sobre la verdadera misión de las recoletas.
Unas horas después de salir de la ciudad de los papas, el inquisidor y su escolta habían pasado junto a las últimas fosas abiertas en la tierra de Provenza, donde hombres agotados cubrían de cal los cadáveres. Luego habían atravesado pueblos abandonados y campos vacíos sin volver a encontrar un alma viva.
El mismo silencio y la misma sensación de soledad se han abatido poco a poco sobre la pequeña tropa que se acerca al pueblo de Zermatt. Desde hace algunas leguas, un extraño olor de armazones de casas quemados y de fuego ha empezado a flotar en el aire, lo que hace fruncir la nariz de los jinetes, que buscan su procedencia.
Landegaard es el primero en ver las ruinas carbonizadas del pueblo. Cuatro guardias que bromean en la retaguardia de la columna se callan de golpe al descubrir la visión: granjas devoradas por el fuego y graneros derrumbados sobre familias enteras; el inquisidor encuentra sus esqueletos carbonizados en medio de los escombros. Landegaard alza los ojos hacia las murallas del convento, que se recortan a lo lejos a la luz rojiza del crepúsculo. Una bandada de cuervos traza círculos alrededor de las torres. Entonces, sin pronunciar una palabra, Landegaard monta en su caballo y toma el sendero de mulas que sube por las estribaciones del Cervino.
Tras detener a su caballo a tiro de piedra del convento, Landegaard alza los ojos hacia la cima del precipicio y las murallas desiertas. Se acerca la trompa a los labios y emite cuatro señales largas; el eco hace que se eleven algunos cuervos en el cielo lechoso. Acecha el silencio esperando distinguir el chirrido de una polea, pero solo oye los graznidos de los pájaros y el silbido del viento. Tal como temía, ninguna cuerda surge de la bruma para izar a la tropa hasta la cima.
Landegaard escruta las troneras. Nadie. Al volverse hacia sus notarios para hacerles constar en los registros que el Cervino no responde, su mirada distingue unas formas oscuras tendidas un poco más allá, al pie del precipicio. Golpea con las espuelas los flancos de su montura, que se pone en marcha piafando.
A medida que se acerca, Landegaard se crispa sobre la silla al descubrir que las formas encogidas llevan el hábito de las recoletas. Once cadáveres estrellados contra el suelo. La disposición de los cuerpos indica que las religiosas han caído las unas encima de las otras desde el mismo lugar de la muralla. Landegaard alza los ojos y ve, muy por encima de la masa de las murallas, un parapeto. Imposible caerse con semejante pretil, a no ser que uno lo escale, o que se precipite al vacío.
Landegaard se inclina hacia los cadáveres desde lo alto de su montura, que piafa, nerviosa. A juzgar por la negrura de su piel, las desdichadas han pasado todo el invierno a la intemperie y sus líquidos se han congelado por efecto del frío. Cuando la nieve ha empezado a ablandarse, sus cadáveres se han momificado. De ahí el olor rancio que transporta la brisa y el relativo buen estado de conservación en el que se encuentran.
El inquisidor general desmonta y se inclina sobre una religiosa; sus ojos vidriosos han permanecido muy abiertos por efecto del pánico. Seguramente el vértigo de la caída… No, se trata de otra cosa. Landegaard aparta la toca de la monja; el cuello de la desdichada ha sido devorado hasta los tendones por una potente mandíbula. Examina la herida con la yema de los dedos enguantados. Demasiado ancha para haber sido hecha por un lobo y demasiado estrecha para haberlo sido por un oso. El hielo habría impedido semejante mordedura después de la muerte, y ninguna otra parte de los cuerpos ha sido profanada. Lo que significa que las religiosas fueron mordidas por algo que se abalanzó sobre ellas en la cima de las murallas, algo que les arrancó la garganta antes de que cayeran al abismo. Landegaard ve brillar un objeto entre la carne reblandecida por el deshielo. Saca una pinza del bolsillo, hurga en la herida y, tras extraer el instrumento, lo levanta para exponerlo a la luz. Se queda mirándolo fijamente. Ese objeto que reluce ante sus ojos bajo los rayos del sol poniente es un diente humano.