El evangelio del mal (28 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: El evangelio del mal
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El sistema recorre los datos almacenados en la memoria y muestra dieciocho resultados. Parks los revisa: crímenes satánicos que habían saltado a la primera página de los periódicos en la época del paso al año 2000. Esa noche, los iluminados de todas partes se reunieron en los bosques y las catacumbas de las grandes ciudades para invocar a las fuerzas del Mal. Ceremonias sacrificiales en el transcurso de las cuales crucificaron a vírgenes y vagabundos para atraer los favores de Satán.

Parks introduce un período de treinta años en el campo de búsqueda. Catorce resultados parpadean entre una cincuentena. 1969—1972: los catorce asesinatos del reverendo Parkus Merry, un fanático de Dios al que se le había metido en la cabeza que Jesucristo había vuelto y que había que apresurarse a crucificarlo de nuevo para anunciar la buena nueva al resto del mundo. Con la peculiaridad de que, para el reverendo Merry, Jesucristo había hecho su salida del armario en la comunidad homosexual del oeste norteamericano. De ahí los catorce asesinatos de chaperos de los medios gais underground, desde San Francisco hasta las Grandes Llanuras. Siempre el mismo modus operandi: Merry abordaba a su víctima en las calles o en los bares gais, la drogaba y la llevaba a un lugar desierto para crucificarla y recitar oraciones mientras miraba cómo se retorcía en la cruz.

El 17 de noviembre de 1972 tuvo lugar el decimocuarto y último asesinato de Parkus Merry cerca de Boise, en Idaho. Pillado in fraganti mientras clavaba a su víctima, el buen reverendo pasó once años en el corredor de la muerte. Una mañana, al amanecer, lo ataron a la silla eléctrica.

Capítulo 85

Sentado en el asiento trasero de un viejo taxi con la suspensión chirriante, el padre Carzo lucha con todas sus fuerzas para no dormirse. Nota un zumbido en las sienes y un sabor de metal en la boca, y tiene la sensación de que su cabeza va a estallar. Siempre le ocurre lo mismo después de un encuentro con el Demonio. Como si el metabolismo se transformara en un alto horno y quemara de golpe todas las calorías y vitaminas del cuerpo, produciendo un hambre y una sed devoradoras. Y dejando el alma vacía. Esa sensación de encontrarse solo en medio de un desierto inmenso, solo y desnudo.

A través de la ventanilla mugrienta, bajo la cual una manija se bambolea a capricho de los baches, el padre Carzo intenta concentrarse en el flujo de la circulación que sube por la avenida Constantino Nery en dirección al aeropuerto. Desde que el taxi ha salido del centro de Manaus, los barrios coloniales de bonitas casas desvencijadas han dejado paso a la tierra marrón y polvorienta de los barrios de chabolas. Una aglomeración de casuchas de chapa ondulada, tan apretadas las unas contra las otras que se diría que la pared de una sostiene el tejado de la otra. Ni antenas parabólicas ni aires acondicionados, ni cortinas ni ventanas. Apenas unas hileras de perlas falsas delante de las puertas y amontonamientos de paletas a modo de escalera. Tampoco hay calles. Tan solo un gran arroyo fangoso que serpentea entre los miles de cabañas que pueblan las colinas. Ahí es donde los niños de Manaus juegan descalzos a la pelota y a los bandidos, en medio de ratas de campo, de clavos oxidados y de agujas.

El sacerdote parpadea. Perdido en una maraña de rótulos de colores chillones, un cartel medio borrado por los chaparrones indica que faltan ocho kilómetros para llegar al aeropuerto. El taxi se abre paso a golpe de claxon entre camionetas abolladas y viejos Fiat petardeantes. Un denso humo negro sale de los tubos de escape.

El sacerdote apoya la nuca en el reposacabezas y se concentra en los olores que flotan en el taxi. Olores lejanos de sexo sucio y de muslos húmedos. Así es como los taxistas de Manaus llegan a fin de mes: alquilando el coche a las prostitutas de los barrios pobres, que se turnan a lo largo de la noche en el asiento trasero. La mitad de lo que cobran a los clientes es para el conductor, que duerme delante mientras los abrazos hacen chirriar la suspensión.

El padre Carzo cierra los ojos. En el habitáculo flotan otros olores mucho más lejanos, ligeros como recuerdos. Olores de rosa y de hibisco. El perfume de las hermosas almas que han grabado su recuerdo en el asiento. Como la de María, esa joven prostituta de las favelas de grandes ojos castaños, que ofrecía su cuerpo por unos terrones de azúcar y medicamentos caducados. María, que durante el día repartía sopa por las chabolas y curaba los pies de los niños embadurnándolos con tintura de yodo. Carzo se sobresalta al ver el rostro de esa joven desconocida flotando en su mente. Abre los ojos. Hasta entonces, su capacidad para percibir los olores nunca le había permitido visualizar la cara y el nombre de la persona a la que ese olor pertenecía. Parecía que su don estaba reforzándose, convirtiéndose en otra cosa. O quizá algo había entrado en él y ese algo había añadido su propio poder al de Carzo. El exorcista sacude la cabeza para espabilarse. El rostro de María se diluye. Un frenazo. El conductor da un bocinazo y acelera de nuevo. Los baches de la carretera. El murmullo de los árboles que desfilan a través de la ventanilla mugrienta. A Carzo le pesan enormemente los párpados.

Capítulo 86

Parks apaga el cigarrillo y decide ampliar la búsqueda a todo el siglo XX. El sistema tarda unos segundos en procesar la información antes de que la lista de resultados aparezca en la pantalla. Ciento setenta y dos entradas para examinar. Satanistas, mormones asesinos en serie y predicadores. Cadáveres también, montones de cadáveres. La joven recorre la lista deprisa y lee al vuelo algunos de los resultados que aparecen en la pantalla.

19 de abril de 1993: matanza de la secta de los davidianos en Waco, Texas. Setenta y cuatro discípulos de David Koresh se suicidan durante el asalto del FBI.

12 de junio de 1974: trece esqueletos encontrados en los sótanos de la secta antropófaga de Wilmington, en Arkansas.

23 de septiembre de 1928: suicidio colectivo de la secta adventista de Greensboro, en Alabama. Una sesentena de iluminados que habían descubierto la puerta del Cielo. Crucificaron a su gurú y después se quitaron la vida colgándose de la barbilla en unos ganchos de carnicero.

Marie emite un silbido al examinar la foto en blanco y negro tomada en la época por la policía de Greensboro. Sesenta cadáveres alineados como vacas sacrificadas en los depósitos de un matadero.

El corazón le da un vuelco cuando el título de otro resultado atrae su atención. Para y pulsa el ratón para hacer retroceder la lista hasta situar el que le interesa en el centro de la pantalla.

26 de agosto de 1913: una anciana religiosa encontrada crucificada en un convento de Kanab, en Utah.

Parks pulsa el ratón sobre esa entrada. Un recorte del Kanab Daily News de fecha 27 de agosto aparece en la pantalla. En la primera página se informa de que acaban de encontrar a una anciana religiosa clavada y destripada en el jardín de su convento. Se trata de sor Angelina, una hermana recoleta.

Con la garganta seca, Parks introduce la máxima información posible en el formulario para afinar la búsqueda: religiosas de la orden de las recoletas asesinadas por crucifixión en los años 1912—1913—1914; un asesino escarificado; un monje; signo distintivo INRI. El sistema junta todos los datos y muestra cuatro puntos rojos parpadeantes en un mapa que recoge la costa oeste de Canadá y Estados Unidos.

Abril de 1913: primer asesinato en el convento de recoletas de Mount Waddington en Columbia Británica. 11 de junio del mismo año: una recoleta asesinada en su convento del monte Rainier, junto a Seattle. 13 de agosto: otro crimen en el convento de Lassen Peak, junto a Sacramento. Dos semanas más tarde, el asesinato de sor Angelina en Kanab.

Parks consulta los archivos del Kanab Daily News. El 28 de agosto de 1913, es decir, dos días después del asesinato, se anuncia en la primera página que los hombres del sheriff han detenido al asesino de sor Angelina cuando se disponía a cruzar la frontera del estado. Marie examina la foto en blanco y negro que acompaña el artículo. Unos policías a caballo arrastran a un monje atado al extremo de una cadena y las personalidades de Kanab se quitan el sombrero para insultarlo y escupirle a la cara.

En la foto siguiente han lanzado una cuerda alrededor de una rama. Montado en un caballo, el monje tiene las manos atadas a la espalda y un ayudante del sheriff le pasa la cuerda alrededor del cuello. La fotografía está borrosa y estropeada por el paso del tiempo, pero Parks observa que el presunto asesino sonríe al objetivo. Una sonrisa que parece dirigirse al fotógrafo que está detrás del trípode o quizá a los que contemplarán esa foto en los años venideros. La joven solicita al sistema que efectúe una ampliación de la foto.

Mientras el sistema añade un puñado de píxeles y acentúa el contraste para reducir el efecto de difuminado, Parks vuelve a la foto del rostro de Caleb que acaba de retocar con ayuda del programa morfológico. A continuación abre otro programa al que le pide que rejuvenezca los rasgos de Caleb. Ante sus ojos, el rostro de Caleb se despeja poco a poco a medida que los forúnculos y las cicatrices se borran. Luego, el programa anuncia que ha llevado a cabo un rejuvenecimiento de quince años basándose en las características morfológicas de partida. La foto modificada aparece entonces en la pantalla, al lado de la fotografía en blanco y negro tomada en el verano de 1913. Marie fija la mirada en los ojos negros del criminal. Caleb y el asesino de Kanab son la misma persona.

Capítulo 87

De pie frente a los ventanales de la terminal de salidas del aeropuerto de Manaus, el padre Carzo contempla los aparatos que maniobran en las pistas. Viejos cacharros herrumbrosos asignados a las líneas transamazónicas, apenas unos bultos y algunos pasajeros con destino a ciudades recónditas de la cuenca del Amazonas. Más lejos distingue la cortina de árboles que delimita la selva virgen. Los altavoces de la terminal anuncian el aterrizaje del Delta 8340 procedente de Quito. Carzo consulta su reloj. Ha llegado el momento. Echa un último vistazo en dirección al Boeing 767 que emerge de la bruma y se alinea; luego se aleja del ventanal para dirigirse hacia las hileras de consignas, en la otra punta de la terminal. Su mano aprieta la llave que ha encontrado entre los efectos personales del padre Jacomino: una vieja llave cubierta con una funda de goma roja y mordisqueada. Taquilla número 38.

El sacerdote se abre paso entre la multitud de viajeros. En los paneles informativos se anuncia el despegue inminente de cuatro vuelos transamazónicos con destino a Belén, Iquitos, Santa Fe de Bogotá y Guayaquil. Una apestosa multitud cargada con jaulas de gallinas y cajas de cartón atadas con cordeles se agolpa en las puertas de embarque. Más lejos, las salas lujosas de los vuelos regulares internacionales se recortan detrás de los cristales blindados.

A medida que se acerca a las consignas, el padre Carzo nota cómo los olores de la multitud invaden su mente. Miles de olores que forman uno solo, un perfume monstruoso en el que se mezclan las vaharadas de roña y la negrura de las almas. Asfixiándose en medio de ese torbellino de hedores, Carzo ya solo distingue nucas sucias y bocas gesticulantes, un bosque de labios que se mueven y suman sus sonidos al guirigay de la muchedumbre.

Taquilla 38. Con la cara reluciente de sudor, el sacerdote hace girar la llave en la cerradura. Un chasquido. En el interior encuentra una abultada carpeta y un sobre blanco; los mete en su bolsa. Una corriente de aire glacial le acaricia la nuca. Se vuelve y ve a una vieja mestiza sentada, sola, en el centro de una hilera de sillones. Nota que la garganta se le seca. Acaba de reconocer a la vagabunda que en Manaus había estado a punto de aplastarle la mano camino de la catedral. Tiene los ojos blancos y opacos. Ojos de ciego. La vieja separa los labios. Sonríe. «Señor, me ve…»

Carzo se dirige hacia la vieja. Una multitud de pasajeros le cierra el paso y le tapa la visión. Se abre paso a codazos entre esa confusión de cuerpos y de maletas, pero cuando la multitud se aparta los sillones están vacíos. La vagabunda ha desaparecido.

El exorcista se dirige titubeando a los servicios. Se encierra en un retrete y abre el sobre. Un billete abierto con destino a Estados Unidos y cien dólares norteamericanos en billetes pequeños. Se sobresalta al oír que la puerta de los servicios se cierra. Alguien acaba de entrar; camina arrastrando los pies. Un fuerte olor de orina penetra en las fosas nasales del sacerdote. Unos pies desnudos se detienen delante de la puerta del retrete, dos viejos pies de mujer, de dedos curvados y mugrientos. Unas manos tocan la puerta. Carzo siente que se le eriza el pelo al oír el siseo de cólera que sale de los labios de la vieja:

—¿Adónde vas, Carzo?

El sacerdote se dispone a taparse los oídos cuando la puerta de los servicios deja entrar de nuevo el murmullo de la terminal. Risas. La puerta se cierra. Carzo oye una voz de mujer y una risa infantil. Abre los ojos. Los pies desnudos de la vagabunda han desaparecido, pero no las huellas que han dejado en el suelo.

Sale del retrete. Una chica le sonríe mientras se acerca a los lavabos, donde una niña salpica el suelo de agua. El sacerdote pone las manos bajo el chorro de agua fresca y se moja la cara. Se yergue y mira el espejo. A través de las gotas prendidas en sus párpados, ve a la niña secándose las manos. Dentro del retrete en el que acaba de entrar, su madre canturrea. Carzo se relaja. Tiene que dejar de pensar. Cierra el grifo y levanta de nuevo los ojos hacia el espejo. La niña se ha vuelto y lo escruta con sus ojitos blancos y opacos. Sus labios retroceden sobre una hilera de dientes negruzcos.

—Bueno, Carzo, ¿adónde vas?

Sexta parte
Capítulo 88

Cuando Parks sale de Denver en dirección a las montañas, la nieve que se arremolinaba en el aire helado ha empezado a caer en gruesos copos. En Bakerville, la capa de nieve en polvo ya es de casi tres centímetros y sus habitantes, inclinados bajo los embates del viento que acaba de levantarse, se han calzado las botas forradas para guardar las últimas provisiones.

Marie prosigue su camino por la Interestatal 70, a pesar de que su trazado sinuoso se borra poco a poco bajo el diluvio de copos. En Bighorn, donde se desvía hacia el sur siguiendo la vía del tren, los arroyos y las aceras han desaparecido por completo. Los últimos controles policiales que acaba de pasar anuncian a los usuarios que la tormenta ha sobrepasado los montes Laramie y que en la aglomeración de Boulder hay treinta centímetros de nieve en polvo.

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