No está menos claro que el monarca, si por negligencia o mal consejo descuida la obligación de hacer cumplir las leyes, puede fácilmente remediar el daño: no tiene más que cambiar de consejero o enmendarse de su negligencia. Pero cuando en un gobierno popular se dejan las leyes incumplidas, como ese incumplimiento no puede venir más que de la corrupción de la República, puede darse el Estado por perdido.
Fue un hermoso espectáculo en el pasado siglo el de los esfuerzos impotentes de los ingleses por establecer entre ellos la democracia. Como los políticos no tenían virtud y, por otra parte, excitaba su ambición el éxito del que había sido más osado
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; como el espíritu de una facción no era contrarrestado más que por el espíritu de otra, el gobierno cambiaba sin cesar; el pueblo, asombrado, buscaba la democracia y por ninguna parte la veía. Al fin, después de no pocos movimientos, sacudidas y choques, fue necesario descansar en el mismo gobierno que se había proscrito.
Cuando Sila quiso devolver a Roma la libertad, ya no pudo Roma recibirla: apenas si le quedaba algún escaso residuo de virtud; y como tuvo cada día menos, en vez de despertar después de César, Tiberio, Cayo, Claudio, Nerón, Domiciano, fue más esclava cada día; todos los golpes fueron para los tiranos, sin, que alcanzaran a la tiranía.
Cuando la virtud desaparece, la ambición entra en los corazones que pueden recibirla y la avaricia en todos los corazones. Los deseos cambian de objeto: se deja de amar lo que se amó, no se apetece lo que se apetecía; se había sido libre con las leyes y se quiere serlo contra ellas; cada ciudadano es como un esclavo prófugo; cambia hasta el sentido y el valor de las palabras; a lo que era respeto se le llama miedo, avaricia a la frugalidad. En otros tiempos, las riquezas de los particulares formaban el tesoro público; ahora es el tesoro público patrimonio de los particulares. La República es un despojo, y su fuerza no es ya más que el poder de algunos ciudadanos y la licencia de todos.
Atenas tuvo en su seno las mismas fuerzas en los días de gloria y en los de ignominia. Tenía veinte mil ciudadanos
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cuando defendió a los Griegos contra los Persas, cuando disputó el imperio a Lacedemonia, cuando atacó a Sicilia. Veinte mil tenía cuando Demetrio de Falero los numeró como se numeran los esclavos en el mercado público
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. El día que Filipo osó dominar la Grecia, cuando se presentó a las puertas de Atenas, esta ciudad aún no había perdido más que el tiempo
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. Y puede verse en Demóstenes lo que costó el despertarla; se temía a Filipo, no por enemigo de la libertad, sino por enemigo de los placeres
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. Aquella ciudad que había resistido a tantos desastres y renacido después de sus destrucciones, fue vencida en Queronea y lo fue para siempre. ¿Qué importaba que Filipo devolviera los prisioneros? Ya no eran hombres; tan fácil le era triunfar de las fuerzas de Atenas como difícil le hubiera sido triunfar de su virtud.
¿Cómo hubiera podido Cartago sostenerse? Cuando Aníbal quiso impedir que los magistrados saquearan la República, ¿no le acusaron ante los Romanos? ¡Menguados los que querían ser ciudadanos sin tener ciudad y recibir sus riquezas de la mano de sus destructores! No tardó Roma en pedirles, como rehenes, trescientos de sus principales ciudadanos; se hizo entregar las armas y los barcos, y en seguida que los tuvo les declaró la guerra. Por las cosas que hizo en Cartago la desesperación, puede juzgarse de lo que hubiera hecho la virtud
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. La última resistencia de los Cartagineses, el último sitio, se prolongó tres años.
Tan necesaria como en el gobierno popular es la virtud en el aristocrático. Es verdad que en éste no es requerida tan en absoluto.
El pueblo, que es respecto a los nobles lo que son los súbditos con relación al monarca, está contenido por las leyes; necesita, pues, menos virtud que en una democracia. Pero los nobles, ¿cómo serán contenidos? Debiendo hacer ejecutar las leyes contra sus iguales, creerán hacerlo contra ellos mismos. Es necesaria pues la virtud en esa clase por la naturaleza de la constitución.
El gobierno aristocrático tiene por sí mismo cierta fuerza que la democracia no tiene. Los nobles, en aquél, forman un cuerpo que, por sus prerrogativas y por su interés particular, reprime al pueblo; basta que haya leyes para que, a este respecto, sean ejecutadas.
Pero si al cuerpo de la nobleza le es fácil reprimir a los demás, le es difícil reprimirse él mismo. Es tal la naturaleza de la constitución aristocrática, que pone a las mismas gentes bajo el poder de las leyes y fuera de su poder.
Ahora bien, un cuerpo así no puede reprimirse más que de dos maneras: o por una gran virtud, merced a la cual los nobles se reconozcan iguales al pueblo, y en este caso puede formarse una gran República, o por una virtud menor, consistente en cierta moderación que, a lo menos, haga a los nobles iguales entre si; considerarse iguales todos ellos es lo que hace su conservación.
La templanza, pues, es el alma de esta forma de gobierno. Entiendo por templanza, la moderación fundada en la virtud; no la que es hija de la flojedad de espíritu, de la cobardía.
En las monarquías, la política hace ejecutar las grandes cosas con la menor suma de virtud que puede; como en las mejores máquinas, el arte emplea la menor suma posible de movimientos, de fuerzas y de ruedas.
El Estado subsiste independientemente del amor a la patria, del deseo de verdadera gloria, de la abnegación, del sacrificio de los propios intereses, de todas las virtudes heroicas de los antiguos, de las que solamente hemos oído hablar sin haberlas visto casi nunca.
Las leyes sustituyen a esas virtudes, de las que no se siente la necesidad; el Estado las dispensa: una acción que se realiza sin ruido suele ser su consecuencia.
Aunque todos los crímenes sean públicos por su naturaleza, no dejan de distinguirse los crímenes verdaderamente públicos de los crímenes particulares, así llamados porque ofenden más a una persona que a la sociedad entera.
En las Repúblicas, los crímenes particulares son más públicos, es decir, ofenden más a la sociedad entera, a la constitución del Estado, que a los individuos; y en las monarquías, los crímenes públicos son más privados, esto es, más lesivos para los particulares que para la constitución del Estado.
Suplico a todos que no se ofendan por lo que he dicho: hablo según todas las historias. No es raro que haya príncipes virtuosos, lo sé muy bien; pero sostengo que en una monarquía es harto difícil que el pueblo sea virtuoso
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Léase en las historias de todos los tiempos lo que ellas dicen de las cortes de los monarcas; recuérdese lo que han contado en sus conversaciones los hombres de todos los países, con referencia al carácter de los cortesanos; seguramente no son meras especulaciones, sino la triste experiencia.
La ambición en la ociosidad, la bajeza en el orgullo, el deseo de enriquecerse sin trabajo, la aversión a la verdad, la adulación, la traición, la perfidia, el abandono de todos los compromisos, el olvido de la palabra dada, el menosprecio de los deberes cívicos, el temor a la virtud del príncipe, la esperanza en sus debilidades y, sobre todo, la burla perpetua de la virtud y el empeño puesto en ridiculizarla, forman a lo que yo creo el carácter de la mayor parte de los cortesanos de todos los tiempos y de todos los países. Pues bien, donde la mayoría de los principales personajes es tan indigna, difícil es que los inferiores sean honrados.
Si se encontrase en el pueblo algún infeliz hombre de bien, ya insinúa el cardenal Richelieu en su testamento político la conveniencia de que el monarca se guarde bien de tomarlo a su servicio
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. Tan cierto es que la virtud no es el resorte de los gobiernos monárquicos; no está excluida, ciertamente, pero no es su resorte.
Voy de prisa y con tiento, para que no se crea que satirizo al gobierno monárquico. No; me apresuro a decir que si le falta un resorte, en cambio tiene otro: el honor; es decir, que el preconcepto de cada persona y de cada clase toma el lugar de la virtud política y la representa siempre. Puede inspirar las más bellas acciones y, unido a la fuerza de las leyes, alcanzar el objeto del gobierno como la virtud misma.
Sucede pues que, en las monarquías bien ordenadas, todos parecen buenos ciudadanos cumplidores de la ley; pero un hombre de bien es más difícil de encontrar
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, pues para ser hombre de bien es preciso tener intención de serlo, amar al Estado por él mismo y no en interés propio.
El gobierno monárquico supone, como ya hemos dicho, preeminencias, categorías y hasta una clase noble por su nacimiento. En la naturaleza de este gobierno entra el pedir honores, es decir, distinciones, preferencias y prerrogativas; por eso hemos dicho que el honor es un resorte del régimen.
La ambición es perniciosa en una República, pero de buenos efectos en la monarquía; da vida a este gobierno, con la ventaja de que en él es poco o nada peligrosa, puesto que en todo instante hay medio de reprimirla.
Es algo semejante al sistema del universo, en el que hay dos fuerzas contrarias: centrípeta y centrífuga. El honor mueve todas las partes del cuerpo político separadamente, y las atrae, las liga por su misma acción. Cada cual concurre al interés común creyendo servir al bien particular.
Es verdad que, filosóficamente hablando, es un falso honor el que guía a todas las partes que componen el Estado; pero ese honor falso es tan útil al público, indudablemente, como el verdadero lo sería a los particulares.
¿Y no es ya mucho el obligar a los hombres a realizar los actos más difíciles sin más recompensa que el ruido de la fama?
No es el honor el principio de los Estados despóticos; siendo en ellos todos los hombres iguales, no pueden ser preferidos los unos a los otros; siendo todos esclavos, no hay para ninguno distinción posible.
Además, como el honor tiene sus leyes y sus reglas, y no puede someterse ni doblegarse; como no depende de nadie ni de nada más que de sí mismo, no puede existir conjuntamente con la arbitrariedad, sino solamente en los Estados que tienen constitución conocida y leyes fijas.
¿Cómo podría soportar al déspota? El honor hace gala de despreciar la vida, y el déspota sólo es fuerte porque la puede quitar; el honor tiene reglas constantes y sostenidas, y el déspota no tiene regla ninguna: sus mudables caprichos destruyen toda voluntad ajena.
El honor, desconocido en los Estados despóticos, en los que a veces no hay palabra para expresarlo, reina en las monarquías bien organizadas, en las que da vida a todo el cuerpo político, a las leyes y aun a las virtudes.
Como la virtud en una República y el honor en una monarquía, es necesario el temor en un gobierno despótico; pero en esta clase de gobierno, la virtud no es necesaria y el honor hasta sería peligroso
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El poder inmenso del príncipe se transmite por entero a los hombres a quien lo confía. Gentes capaces de estimarse mucho podrían intentar revoluciones. Importa, pues, que el temor les quite el ánimo y apague todo sentimiento de ambición.
Un gobierno templado, puede, sin peligro, aflojar cuando quiere sus resortes; se mantiene por sus leyes y por su fuerza. Pero en el gobierno despótico no debe el príncipe cesar ni un solo momento de tener el brazo levantado, pues si no puede en cualquier instante anonadar a los que ocupan los primeros puestos, está perdido
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; cesando el resorte de gobierno que en el despotismo es el temor, desaparece el único protector del pueblo.
Debe ser este el sentido en que los cadís sostienen que el Gran Señor no está obligado a cumplir sus palabras ni sus juramentos, pues éstos limitarían su autoridad
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Es menester que el pueblo sea juzgado por las leyes y los nobles por la fantasía del príncipe; que la cabeza de este último esté en seguridad y las de los grandes no lo estén. Sin esto no habría régimen despótico. No se puede hablar de gobiernos tan monstruosos sin estremecerse. El sofí de Persia, destronado en nuestros días por Miriveis, vio deshecho su poder antes de la conquista por no haber hecho verter bastante sangre
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La historia nos dice que las horribles crueldades de Domiciano espantaron a los gobernadores hasta el punto de que el pueblo ganó un poco en su reinado. Aquello fue como un torrente que devastara los campos por un lado, dejando a la vista por el otro lado algunas praderas que escaparan a la inundación
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En los gobiernos despóticos, la índole misma del gobierno exige una obediencia extremada; una vez conocida la voluntad del príncipe, infaliblemente debe producir su efecto como una bola lanzada contra otra debe producir el suyo.
No hay temperamento, modificación, arreglo, equivalencia ni nada mejor o igual que proponer. El hombre es una criatura que obedece a un creador dotado de voluntad.
No puede representar sus temores sobre un suceso futuro ni excusar sus malos éxitos por los caprichos de la suerte aciaga. Lo que tienen los hombres, como animales, es el instinto, la obediencia, el castigo.
De nada sirve alegar sentimientos naturales, como el respeto a un padre, la ternura por la mujer y los hijos, el estado de salud, las leyes del honor: se ha recibido la orden y eso basta; no hay más que obedecer.
En Persia, el que ha sido condenado por el rey no puede pedir gracia; ni hablar se le permite. Si el rey estaba ebrio o estaba loco al pronunciar la sentencia, lo mismo se ejecuta al sentenciado; sin esto, se contradiría, y la ley no puede contradecirse. Esta manera de pensar ha sido en todo tiempo la del gobierno despótico: no pudiendo revocarse la orden
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que dio Asuero de exterminar a los judíos, se decidió darles permiso para defenderse.