El espejo en el espejo (12 page)

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Authors: Michael Ende

BOOK: El espejo en el espejo
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Cuando vine a este sueño que vosotros llamáis el mundo, éste era malo y ha seguido siendo malo o se ha vuelto aún peor. Yo no tengo memoria. Tampoco sé contar detalles. Siempre lo olvido todo. Pensé que era el sueño equivocado o el mundo equivocado al que había ido a parar. O quizás era yo el equivocado para este mundo, para este sueño. Me han aporreado y encerrado, me han elogiado y, a veces, me han dado mucho dinero, aunque siempre era el mismo y hacía lo mismo. Por eso me he dedicado a hacerles reír y llorar. Eso era lo que yo sabía hacer.

El payaso se siente un poco importunado porque le alcanza el cartón fieltroso de un vaso de cerveza. Alguien le ha elegido, al parecer, como blanco de una broma. Se vuelve hacia el bromista y descubre sobre la tribuna donde acaba de estar con el director a un hombre grande, calvo, de complexión atlética, que le dirige una. risa ingenua y sigue lanzándole los redondos cartones de fieltro. Al parecer, se trata del mozo del local, pues lleva un delantal verde. Como el payaso supone que el forzudo no tiene mala intención, le da a entender con un movimiento de la mano que ahora no puede intervenir en el juego porque está ocupado con algo importante. Al mismo tiempo esboza una sonrisa simpática para no irritar al tosco personaje. Pero como éste le sigue molestando con una sonrisa fija, el payaso pasa a una mesa que está más alejada.

Espero y espero despertar por fin, pero no puedo. Como un nadador que se ha perdido debajo de la capa de hielo, busco un lugar para emerger. Pero no hay ningún lugar. Toda la vida nado con la respiración contenida. No sé cómo podéis vosotros hacerlo.

El payaso tiene que agacharse para esquivar otros cartones arrojados con puntería. Pero al ser alcanzado por algunos proyectiles, toma a su vez uno de los reblandecidos discos de cartón que hay sobre la mesa y lo lanza contra el mozo, sonriendo siempre, claro, y con la esperanza de contener por fin al bruto o de moverle a dejar ese estúpido juego. De hecho, el mozo se detiene, sorprendido. El payaso mira hacia todos los lados con la esperanza de que el director regrese por fin y se haga cargo de la situación. Pero no aparece por ninguna parte.

¿O acaso nuestro soñador no sabe que sólo nos sueña a nosotros? ¿Puedo yo, un sueño, explicárselo para que despierte de una vez? Y explicadme una cosa, damas y caballeros, ¿qué sucede con un sueño cuando despierta el soñador? ¿Nada? ¿No sucede ya nada? Pero yo quiero salir de aquí, ¡en serio! No quiero seguir soñando que existo. Tampoco quiero dejarme soñar por no se sabe quién. ¿O acaso nos soñamos todos los unos a los otros? ¿Somos un tejido de sueños, una selva de sueños sin límites y sin fondo? ¿Somos todos un cínico sueño que nadie sueña?

En ese momento un vaso de cerveza pasa rozando la cabeza del payaso y se estrella estrepitosamente detrás de él contra la pared. El mozo no puede haberlo lanzado, pues venía de una dirección completamente distinta. Pero el payaso tampoco ha visto que uno de los durmientes se haya movido. Mientras escudriña en torno suyo con la mano sobre los ojos, de otra dirección le viene volando una botella que esquiva a duras penas. Más botellas, vasos de cerveza, ceniceros de piedra y otros objetos la siguen procedentes de todas direcciones hasta que se desencadena una verdadera lluvia de estos proyectiles a su alrededor. Levanta los brazos para proteger la cabeza y se agacha, pero así, con la visión entorpecida, no puede esquivar ya con la suficiente rapidez y es alcanzado varias veces dolorosamente en la espalda, los hombros y los brazos.

Como la fuerza de los proyectiles aumenta cada vez más, de manera que pronto atraviesan el aire con el aullido estridente de las balas perdidas, el payaso considera aconsejable saltar de la mesa. A gatas y tratando siempre de estar a cubierto, avanza entre las piernas de los inmóviles durmientes hacia la puerta de la

cocina. La alcanza por fin, pero ésta no se deja abrir. No porque haya sido cerrada con llave, sino porque al parecer han colocado pesados muebles al otro lado. Tira violentamente del picaporte, martillea la puerta con los puños, lo que apenas se oye en el tumulto de los proyectiles, y se apoya contra ella con todas sus fuerzas, ya no demasiado grandes. Es inútil. Se incorpora y se vuelve a mirar a la sala. Ahora tampoco está ya el mozo, tal vez ya ha huido también del bombardeo. El payaso está solo con el ejército de los durmientes y su batalla.

Pero si resulta que sólo soy vuestro sueño común, que todos vosotros me habéis soñado desde el principio, que nunca fui otra cosa que el sueño de mi venerado público; entonces os ruego, mis queridos soñadores, os pido de todo corazón: ¡dejadme marchar! ¡Soñad a partir de ahora con otra cosa, pero no conmigo! No puedo más. No pretendo que os despertéis. ¡Por mí seguid durmiendo mientras queráis y dormid bien, pero dejad de soñarme! Os habéis divertido conmigo, dejad ahora que me vaya, por favor!

En ese instante se estrella contra su frente un jarro de cerveza con la fuerza de una granada y se hace añicos. La pálida y vieja cara de recién nacido del payaso está de pronto roja de sangre y muestra la expresión de la más profunda sorpresa y completa comprensión. Sonríe como si por fin hubiese comprendido todo. Sus brazos realizan el ceremonioso gesto con el que siempre ha agradecido el aplauso de los espectadores, luego cae hacia adelante rígido como una figura de cera sobre el suelo de madera cubierto de cascotes.

U
na tarde de invierno, el cielo está rosa pálido, frío y lejano sobre una llanura cubierta de nieve sin límites. En medio de esa llanura se alza una ruina, el resto de un grueso muro. En él se encuentra una puerta. Una puerta cerrada corriente, pintada de verde manzana, sin placa, a la que conducen tres desgastados peldaños de piedra. La nieve delante de los escalones está pisoteada, pues dos centinelas caminan de arriba abajo como péndulos que oscilan encontrándose. Sus movimientos producen una especie de ballet de pasos parsimoniosos, pausas, pisadas rápidas, nuevas pausas, giros súbitos, pequeñas pisadas presurosas y otra vez pasos parsimoniosos: un ritual complicado. Los uniformes de los hombres son negros y brillantes, también los cascos y las manoplas. Ambos sostienen debajo del brazo metralletas montadas. Cuando se cruzan, cambian cada vez las armas con algunos movimientos abruptos. Al mismo tiempo intercambian unas palabras a media voz. En el cielo giran bandadas de grandes pájaros negros, en silencio.

—¡Los cuervos! —dice uno de los centinelas, señalando con la mirada hacia arriba—. ¿Qué estarán buscando aquí? ¿Significará algo?

—¡No te pares! —murmura el otro—. Si nos ve alguien…, además son cornejas.

Y en el próximo encuentro.

—Nunca bajan. Permanecen siempre en el aire. Día y noche. ¿Cómo lo harán? Y son cuervos, te digo yo.

Ambos se paran, vuelven, se encuentran de nuevo, cambian las armas.

—¡Cornejas! dice el segundo entre dientes. La palabra vuela de su boca como una pequeña nube—. Una vez derribé una de un tiro, así, sin más. Tenía ojos como linternas, te aseguro.

—¿Qué te pasa? —pregunta el primero—, ¿tienes miedo?

En el siguiente encuentro pregunta, a su vez el segundo:

—¿Y tú?

El primero se encoge de hombros.

Un par de veces suben y bajan sin intercambiar palabra.

—Si al menos supiéramos —empieza otra vez el primer centinela— para qué representamos este baile de monos.

El segundo sorbe el contenido de su nariz goteante.

—Estamos guardando la puerta. Vaya pregunta estúpida.

—¿Por qué? ¿Para que no salga nadie?

—Claro. La cabeza de toro. Lo sabes de sobra. Peligroso.

—¿Ahí dentro? ¿Dónde? ¿Detrás de la puerta?

—Nunca. Porque él devora a todos —y con una sonrisa torcida el segundo centinela añade—: Un monstruo.

Mientras intercambian las armas, el primero murmura:

—Dicen que quien entra ahí ya no puede volver jamás. La puerta conduce siempre a otra parte, pero nunca al lugar de donde uno ha venido.

—¿Lo ves? —dice el segundo satisfecho, mientras se separan—, ya decía yo que no sale ninguno.

Vuelven, se encuentran de nuevo.

—¿Por qué —preguntó el primero tercamente— guardamos entonces la puerta?

—Hombre… —dice el otro, impaciente—, quizás para que no entre nadie, qué sé yo.

—¿Acaso quiere entrar alguien ahí?

—Voluntariamente seguro que no. Tendría que estar cansado de vivir.

Separación. Media vuelta. Cambio de armas.

El primero sigue insistiendo:

—O sea, ¿que nadie quiere entrar?

—Yo no lo haría por un millón.

—¿Y todavía no ha entrado nadie?

—Ni idea. Antiguamente, tal vez. Antes de mi época Yo no me acuerdo.

—¿Para qué guardamos entonces la puerta?

Ahora empieza el otro a alzar la voz.

—Ya te lo he dicho: para que no salga nadie. ¡Qué más da! Haz tu servicio y cierra la boca.

El primer centinela asiente con la cabeza.

—Está bien.

Y sólo después de que han caminado un buen rato en silencio de un lado a otro añade, disculpándose:

—Es como un diente hueco. Uno le da con la lengua una y otra vez, quiera que no.

Las bandadas de los pájaros negros en el cielo giran y giran en silencio. Finalmente el primer centinela no aguanta más.

—Los cuervos —dice en voz baja para sí— son ángeles disfrazados.

El otro tiene un ataque de tos.

—¡Sandeces! —dice con voz ronca—. Son cornejas, cornejas vulgares. Los cuervos son muy escasos.

—Los ángeles también —opina el otro, mirando al horizonte.

—¡Sandeces! —repite el segundo soldado, pero esta vez su voz suena débil y llorosa—. Si existen, los hay como la arena junto al mar. Pero no aquí, no entre nosotros.

—¿Dónde entonces?

—En otras épocas.

Durante el siguiente cambio de armas el primer centinela pregunta:

—¿Has mirado ya alguna vez al otro lado?

—¿Detrás de la puerta? No, ¿para qué?

Una larga pausa, durante la que ambos ejecutan su danza ceremonial. Por fin opina el primero:

—No está prohibido.

—Tampoco permitido —replica el otro—. En todo caso va contra nuestras órdenes.

En ninguna parte dice de qué lado de la puerta tienen que caminar los centinelas.

Prosiguen su marcha, se cruzan una, dos, tres veces y se miran a los ojos en silencio, entonces, de pronto, como si se hubieran puesto de acuerdo, cambian al mismo tiempo de dirección y cada uno camina desde su lado alrededor del resto de muro por la nieve, que aquí es alta y está intacta. Cuando se encuentran, el segundo centinela dice, aliviado:

—¡Si ya lo decía yo!

—No hay nada detrás —contesta el primero—. Por detrás es igual que por delante.

—No conduce a ninguna parte —confirma el segundo—. Ahora ya lo sabes.

Ambos regresan a sus puestos anteriores y reanudan el ritual de guardia. Pero ya en el siguiente cambio de armas el primer soldado vuelve otra vez a la carga:

—¿Por qué hay que guardarla entonces?

—¡Maldita sea! Quizás sólo es una antigua tradición de tiempos remotos, cuando estaba aquí la entrada de algo.

El primer centinela echa una mirada escéptica a la puerta verde, que le parece una puerta corriente, y murmulla conciliante:

—¿Crees que está ahí sin más?

—Sin más —dice, agotado, el otro—, de épocas anteriores.

Durante un largo rato el primero reprime visiblemente cualquier nueva pregunta, ambos caminan de un lado a otro, pisan con fuerza, dan media vuelta, dan pasitos y van el uno hacia el otro con los pasos parsimoniosos prescritos. El primer centinela

ve el miedo y la rabia en los ojos de su compañero y por eso dice en el siguiente cambio de armas con una sonrisa conciliadora:

—Probablemente tienes razón., Seguro. Todo esto data de otras épocas. Nosotros también.

Pero el otro ha percibido algo por el rabillo del ojo.

—¡Silencio! —bufa—, ¡cierra la boca! Ahí viene alguien. Ahora tendremos problemas.

El primero no se atreve a volver la cabeza.

—¿Nos habrán observado?

—Claro, ¿para qué vienen si no? Hasta ahora no había venido nadie.

—¿Quién es?

—Son dos.

—¿Les conoces?

—¡Es… la hija del viejo!

—¿Y quién más?

—Un tipo joven. Ni idea. No se te ocurra abrir la boca ahora.

Ambos centinelas saludan y permanecen rígidos y pálidos como muñecos de cera.

Una muchacha joven con abrigo de piel se acerca. Va con la cabeza descubierta, su abundante pelo rojo está recogido en la nuca en un severo moño. Su pálido rostro es estrecho, bello y duro como una gema. Siguiendo sus huellas por la nieve camina detrás de ella un hombre joven de tez morena que lleva debajo de una gabardina abierta el traje ceñido, valiosamente bordado, de un torero. En la mano izquierda sostiene la espada envuelta en la capa púrpura. La muchacha se ha detenido delante del resto de muro sin darse la vuelta y él la alcanza ahora.

—¿Eso? —pregunta con la respiración entrecortada y sonriendo incrédulo—, ¿lo dice en serio?

—Podéis iros —dice la muchacha a los dos centinelas sin mirarles.

Los dos soldados no saben si se refiere a ellos y no se atreven a moverse. Inopinadamente, el primero dice:

—Tenemos órdenes estrictas.

La muchacha se vuelve hacia él y le observa detenidamente. Puede verse que al soldado se le hiela la lengua en los dientes.

—¿Me conocéis?

El segundo centinela saluda una vez más:

—¡A sus órdenes, alteza!

—Está bien —dice la muchacha—, podéis iros.

—Pero su señor padre, el rey, ha ordenado que no dejemos a nadie…

La muchacha le interrumpe:

—Yo asumo la responsabilidad. Además, mi padre está informado. Os llamaré cuando podáis volver.

Los soldados se miran, se encogen de hombros y obedecen la orden. A una distancia prudente se detienen y esperan, vuelven la espalda a la pareja. Sólo a veces aventura uno de ellos un vistazo por encima del hombro.

—¿Así que —dice el hombre joven con aire emprendedor— cuando se pasa por esta puerta se llega a dónde?

—Eso depende —responde la muchacha, indiferente.

—¿De qué?

—De quien pase por la puerta. Y de qué lado. Y cuándo. Y por qué.

Ella se sienta en los escalones, ciñéndose el abrigo al cuerpo. Él la mira sonriente de lado y luego da una vuelta curioso alrededor del trozo de muro.

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