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Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

El enigma de la Atlántida (38 page)

BOOK: El enigma de la Atlántida
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Asintió.

—Dios tiene diferentes nombres para los diferentes pueblos. Llámalo como quieras, pero las historias son iguales para la mayoría de ellos. —Hizo una pausa para indicar hacia la puerta—. Hubo un tiempo en que en mi pueblo había numerosos pescadores y comerciantes. Eran orgullosos y poderosos. Cuando navegaban, lo hacían por todo el mundo. ¿Lo sabías?

—No.

—Es verdad. He oído a algunos profesores blancos hablando de estas cosas, pero a la mayoría no les gusta que los hombres africanos sepan tantas cosas. Parte del destierro de mi pueblo se debió a eso precisamente. Cuando el agua se tragó la Tierra Sumergida, la mayoría de mis antepasados y sus barcos también se hundieron.

—¿Qué sucedió?

—Los habitantes de la isla enfadaron a Dios.

—¿Cómo?

—Deseaban ser dioses también, no querían seguir siendo sus hijos —explicó Adebayo, que tomó un sorbo de zumo—. En aquellos tiempos todos los pueblos eran uno y compartían una única lengua.

—Una lengua —repitió Lourds entusiasmado. Con el predominio de Internet, la interfaz que proporcionaba el lenguaje binario y las interfaces de traducción, el mundo casi había alcanzado ese punto otra vez. Como lingüista disfrutaba de esa libertad, aunque parte de él sentía la pérdida de muchas lenguas únicas, que iban desapareciendo de la conciencia humana.

Adebayo asintió.

—Así es. Dios hizo que el océano se elevara y se llevara la tierra donde vivía todo el mundo. Pero fue misericordioso y salvó unas cuantas vidas. Así es como los yorubas llegaron aquí.

—¿Y Oduduwa?

—Fue el piloto del barco. El hombre que nos trajo a estas tierras. También fue el primer protector del tambor. Los hombres peleaban por él. Oduduwa llevó a su ejército hacia el sur y el este de donde había atracado el barco. Mi abuelo me contó que lo había hecho en un sitio que ahora se conoce como Egipto. Allí es donde se libró la primera batalla por el tambor.

—¿Hubo una guerra a causa de los instrumentos?

—Sí, muchos hombres murieron por querer poseerlos. Oduduwa hizo lo que le ordenó Dios y lo mantuvo guardado. Se dieron instrumentos a otros cuatro pueblos —dijo levantando cuatro torcidos dedos.

—¿Quiénes fueron?

—Los que se conocieron después como egipcios se quedaron con la campana. Más pueblos se extendieron hacia el norte helado.

—Rusia.

Adebayo negó con la cabeza.

—No conozco esos nombres, en aquellos tiempos no existían y se suponía que ningún pueblo podía hablar con el otro una vez que se repartieron los instrumentos.

—¿Por qué?

—Porque tenían el poder de abrir el camino.

—¿El camino adónde?

—A la Tierra Sumergida.

—Pero si Dios había hecho que esa tierra se hundiera en el mar, ¿cómo podían regresar a ella?

—He oído muchas historias, que el hombre ha estado en la Luna y en el fondo del mar.

—En la Luna sí y en el fondo del mar también, pero no hemos conseguido llegar a todas partes.

—Puede que la Tierra sumergida no esté en la parte más profunda del océano.

—¿Qué océano?

—En lo que ahora llaman océano Atlántico, en aquellos tiempos tenía otro nombre.

—¿No era el Índico o el mar Mediterráneo?

—El mar hacia el oeste. La historia siempre lo ha contado así.

—¿Quién hizo los instrumentos?

—Dios juntó a cinco hombres. Les dio una lengua a cada uno, un idioma que no podían enseñar a los demás. Les dijo que los cinco instrumentos que crearan según sus instrucciones serían la clave para volver a abrir la tierra prestada.

—¿Cómo?

—Dios no se lo transmitió. Sólo les dijo que llegaría un momento en el que habría una forma de alcanzar lo que estaba oculto a sus ojos.

—¿Qué es lo que estaba oculto?

—Poder. El poder para destruir de nuevo el mundo sin que Dios pudiera salvarlo.

—¿Por qué no destruyó ese poder Dios?

—No lo sé. Mis antepasados me dijeron que no destruía lo que había creado.

—Pero sí que había destruido el mundo.

—No del todo. Tú y yo estamos aquí como prueba de ello. Mis antepasados también me dijeron que había dejado ese poder para probar a sus hijos otra vez, que sembró las semillas de la destrucción entre ellos.

—Para ver si habían aprendido.

—Quizá —dijo Adebayo encogiéndose de hombros.

—Pero esta historia ni siquiera se conoce —comentó Lourds con incredulidad.

—Muchas de las personas que la sabían difundieron mentiras para que no se buscaran los instrumentos y no la creyera nadie. Alejaron la fe en Dios para ser los únicos que la supieran. Se han librado muchas guerras en nombre de Dios.

Lourds asintió en silencio.

—Dos de los instrumentos, la campana y el címbalo, se perdieron hace mucho tiempo en manos de hombres que querían recuperar el poder que había quedado en la Tierra Sumergida. El pueblo yoruba siempre ha protegido el tambor.

—¿Sabe dónde están el laúd y la flauta?

—Se supone que no debemos saberlo.

Lourds pensó un momento. Algo no encajaba. Había algo que se le escapaba, pero su mente consiguió asirlo.

—Sabía que la campana y el címbalo se habían perdido.

—Eso fue hace muchos años.

—Pero lo sabía.

Adebayo no dijo nada.

Lourds decidió enfocarlo de otra forma. Volvió a sacar las fotografías de la campana y del címbalo de la mochila.

—Estos instrumentos tienen dos inscripciones. Una está en la misma lengua.

—Lo sé.

—¿Puede leer alguna de las dos?

Adebayo negó con la cabeza.

—Está prohibido. Debe haber una sola lengua para cada pueblo.

—Entonces, ¿cuál es la lengua de las inscripciones que están en el mismo idioma?

—Esa es la lengua de Dios; sus hijos no deben conocerla.

Aquella declaración lo dejó atónito. ¿La lengua de Dios? ¿Existía o era simplemente una lengua que se había olvidado?

—¿Tiene el tambor?

—Sí.

—¿Puedo verlo?

—Es una reliquia sagrada, no una baratija para turistas.

—Lo sé —repuso Lourds con toda la paciencia que le fue posible dadas las circunstancias. Todo su cuerpo le pedía a gritos que le obligara a entregarle el tambor para poder observarlo—. He hecho un largo camino para verlo.

—Eres un extraño.

—Al igual que los hombres que buscan los instrumentos —argumentó con voz suave. Esas personas son asesinos bien entrenados. No se detendrán ante nada para conseguir lo que quieren. Conocen la existencia de los cinco instrumentos.

—Nadie conoce su existencia, excepto los guardianes.

—Alguien sí que la conoce, alguien que ha estado buscándolos mucho tiempo. —Inspiró profundamente—. Yo los conozco. Sé lo suficiente sobre lenguas como para haberme fijado en que el címbalo tiene una inscripción que procede del yoruba.

—Eso no es posible. Las lenguas eran diferentes.

—Eran inscripciones posteriores y estaban escritas en un dialecto yoruba. Por eso he venido aquí. —Hizo un gesto en dirección a Diop—. De hecho, que le enseñara el tambor ha hecho que encontrarlo fuera más fácil. Cuando hay más de una persona enterada, resulta difícil mantener los secretos.

Adebayo no parecía nada contento.

—Ha protegido el tambor durante mucho tiempo —continuó Lourds—, pero el secreto se ha divulgado. En algún sitio, de alguna forma, alguien sabe mucho más que yo sobre todo esto. Están buscando los instrumentos. No pasará mucho tiempo antes de que los asesinos lo encuentren. Puede que ya lo hayan hecho.

Cierta preocupación asomó a los ojos de Adebayo.

—Sé quiénes son los otros guardianes. Hemos estado en contacto durante mucho tiempo, tal como hicieron nuestros antepasados. Casi desde el principio. Por eso sabía que la campana y el címbalo se perdieron.

Lourds esperó en silencio sin apenas poder respirar. «Tan cerca, tan cerca…», pensó.

—Creíamos que la campana y el címbalo habían sido destruidos. Protegimos los instrumentos a lo largo de generaciones, pero no temíamos que la cólera de Dios se desatara de nuevo sobre el mundo. Ahora dices que está a punto de suceder.

—Sí, ha llegado el momento de hacer algo antes de que sea demasiado tarde. Es necesario traducir el mensaje de los instrumentos. Puede que eso nos ayude.

—Ningún guardián ha podido leer las inscripciones nunca.

—Quizá ninguno de los guardianes era catedrático de Lingüística —sugirió Diop al tiempo que le daba una palmada en la rodilla—. Siempre se ha hablado de profecías. Pero, de vez en cuando, una de ellas ha de hacerse realidad. Quizás, amigo mío, ha llegado el momento de que ésta se cumpla.

—¿Incluso si con ello se destruye el mundo? —preguntó Adebayo.

—No dejaremos que eso ocurra —aseguró Lourds—. Si Dios quiere, quizás evitemos que suceda. Pero si no hacemos nada, nuestros enemigos lo conseguirán.

Adebayo se arrodilló al lado de la esterilla para dormir. Puso las dos manos contra la pared, empujó y apartó una sección. Lourds vio que el muro tendría unos treinta centímetros de espesor. Aquel escondrijo estaba muy bien disimulado.

En su interior había un tambor y una baqueta. Lo reconoció inmediatamente, era un
ntama
, un tambor semejante a un reloj de arena, también llamado «de cintura delgada» por su forma. Normalmente la estructura estaba hecha de madera, que después se vaciaba.

Ése era de cerámica y, al igual que el resto de
ntamas
, tenía un parche a ambos lados para golpearlos con la baqueta curva, aunque no supo si eran de piel de cabra o de pescado. Aquellos parches estaban sujetos con docenas de cuerdas de piel.

La última vez que había estado en África había visto a hombres que hacían «hablar» aquellos tambores. Sujetándolos bajo el brazo y apretando para aumentar o rebajar la presión en los parches, el tono podía variar radicalmente.

Aunque ninguno de los que había visto era de cerámica.

—¿Puedo? —preguntó estirando la mano.

—Ten cuidado. El cuerpo de cerámica ha demostrado ser muy resistente todos estos años, pero es muy frágil.

Todos los instrumentos lo eran, pensó. De hecho, que hubieran sobrevivido miles de años escapaba a su comprensión. Aunque también habían resistido los ocho mil soldados de terracota y sus caballos enterrados con Qin Shi Huang, primer emperador de China, que habían sobrevivido dos mil años.

Por supuesto, no se habían movido de su sitio y alguno estaba roto, pero sí habían sufrido una revolución en la que los rebeldes habían entrado en la tumba y habían robado las armas de bronce con las que iban equipados.

Pensó que la única explicación para la supervivencia de los instrumentos, por poco científica que fuera, era la providencia divina.

Estudió la estructura de cerámica dándole la vuelta suavemente entre las manos y mirando a través de las cuerdas de piel para descubrir la inscripción que estaba seguro tendría grabada.

No le defraudó. Al verla y recordar lo que Adebayo había contado acerca de la Tierra Sumergida y la cólera de Dios, notó que se le ponían los pelos de punta.

Era verdad.

Tener que aliviarse de forma natural en la selva era algo a lo que Leslie Crane había jurado que no se acostumbraría, ni quería hacerlo.

Se agachó y vació la vejiga mientras apartaba las bragas. No era fácil. Tenía que mantener un equilibrio que no le exigía un váter normal. A los hombres les resultaba mucho más fácil hacerlo al aire libre.

Tenía muchas ganas de volver a la ciudad: poder utilizar un váter, un baño de burbujas y una buena comida le vendrían de maravilla. Yquizás otra noche en la cama de Lourds. Aquel hombre mostraba una extraordinaria capacidad para satisfacerla y permanecía más tiempo sobre ella de lo que habría esperado en alguien de su edad. La verdad era que le había costado estar a la altura, algo a lo que no estaba acostumbrada. Le gustaba estar con él.

Aunque ir por la selva con él era sencillamente horrible. Tenía la impresión de que alguien la estaba observando todo el tiempo.

«Quizás alguien lo está haciendo. Alguien sucio, un asqueroso pervertido», pensó mientras utilizaba el papel higiénico que había llevado.

Cuando se subía las bragas notó un ligero movimiento con el rabillo del ojo. Alguien la había estado observando. Se enfureció. Lo primero que le vino a la mente fue buscar al mirón y cantarle las cuarenta.

Casi lo hizo, pero después cayó en la cuenta de que no hablaba aquel idioma. Tampoco sabía lo que haría uno de los miembros de la tribu yoruba cara a cara con una enfurecida mujer europea.

Entonces fue cuando vio a un hombre en la selva. Fue sólo un segundo. Realmente poco más que un vislumbre.

Pero fue el tiempo suficiente como para darse cuenta de que el color de su piel era bronceado, pero no negro. No era a ella a la que espiaban, sino a todos.

Sintió miedo. Sujetó el rollo de papel y se obligó a volver a la aldea de la forma más calmada posible, a pesar de que todo su cuerpo le pedía que echara a correr.

Cuando llegó al todoterreno encontró a Gary sentado en la parte de atrás con los pies apoyados en el asiento y absorto en la pantalla de su PlayStation mientras apretaba los botones.

—¿Alguna serpiente? —preguntó Gary cuando Leslie dejó el rollo de papel.

—No, pero he visto a un par de mirones.

—Gente de la aldea, ¿no? Se preparan para ser unos seductores.

—No —respondió Leslie forzándose a permanecer calmada—. Era un hombre moreno, quizá chino o árabe, pero no negro.

Aquello despertó su interés y levantó la vista de la pantalla.

—¿Qué estás diciendo, cariño?

—Que Gallardo ha conseguido encontrarnos.

Soltó una maldición y bajó los pies.

—Tenemos que decírselo a Lourds.

—¿Tú crees? —preguntó sarcásticamente mirando a su alrededor—. No me gustaría alertar a los gorilas de Gallardo. ¿Dónde está la maldita bruja rusa? Ella es la experta en estos temas.

—No lo sé. Hace un momento estaba aquí —dijo mirando también a su alrededor.

—¡Fantástico!

—Puedo ir a buscarla.

—Quizá podrías izar una bandera para decirle a Gallardo que lo hemos descubierto. No, quédate y prepárate. Tengo la impresión de que nos vamos a ir de aquí rápidamente —aseguró antes de encaminarse hacia la casa en la que habían entrado Lourds y Diop.

Gallardo observó a la joven rubia por la mira telescópica. Algo no iba bien. Parecía más tensa y resuelta que cuando había estado haciendo sus necesidades.

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