El enigma de Copérnico (4 page)

Read El enigma de Copérnico Online

Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

BOOK: El enigma de Copérnico
4.88Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ahora, mientras sentía el cuerpo empapado de sudor bajo su abrigo de piel de zorro, Nicolás estuvo tentado de dar media vuelta y marcharse de aquel establecimiento sórdido. Pero no, no podía abandonar a su hermano. De modo que, por aburrimiento, pidió a la gruesa Isabel que subiera con él. Aquella mujer sin edad, vestida más o menos a la española para justificar el nombre tomado a préstamo de la reina de Castilla, lo había instruido con mucha habilidad el año anterior.

El dormitorio era un cuartucho sucio, inmediatamente debajo del tejado. Por toda cama, había un jergón de paja en el suelo. Isabel se desabrochó el cinturón. De pronto, a través del delgado tabique, se oyó un grito estridente de mujer. Luego la voz de Andreas:

—¡Guarra, marrana, perra judía! Mira que te había avisado… ¡Te había avisado!

Nicolás salió de un salto, en camisa y con los pantalones desabrochados e irrumpió en el cuarto contiguo. Su hermano se vestía, desaliñado, con la daga ensangrentada en la mano. La muchacha yacía a sus pies, desnuda, con la mancha roja de una herida abierta en el seno.

—¿Qué has hecho, Andreas? ¿Te has vuelto loco?

—¡Ha sido ella, ha sido ella! Está podrida de sífilis. Mírala… Le he pedido que me devolviera el dinero, y se ha negado. Incluso ha empezado apegarme. Y entonces…

Los demás estudiantes se habían amontonado ante la puerta. El patrón iba a presentarse, sin duda.

—¡Vámonos todos! —gritó Nicolás—. Andreas, deja ese dinero aquí. ¡Larguémonos, os digo!

Después de recuperar sus vestidos, la banda bajó a la carrera los peldaños de la escalera, de cuatro en cuatro. El patrón estaba plantado delante de la puerta. De un puñetazo, Philip lo envió rodando sobre los almohadones, mientras Nicolás le arrojaba una bolsa llena de dinero.

En la calle cubierta de nieve, corrieron para salir cuanto antes del barrio húngaro y se dispersaron. Nicolás, Philip y Andreas, agarrado a una botella medio vacía de aguardiente de centeno, se encontraron muy pronto en la judería. Allí, un cortejo de máscaras desfilaba aullando insultos y golpeando las puertas y ventanas cerradas. Algunos blandían antorchas, lo que hacía suponer que las cosas irían a peor.

—¡Por fin, gente que sabe divertirse! —dijo Andreas, cada vez más excitado—. Vamos con ellos.

Nicolás lo agarró del brazo.

—¡Te lo ruego, volvamos a casa!

Su hermano mayor se apartó con un violento empujón.

—¡Déjame en paz, cenizo! Hoy es carnaval. Todo está permitido.

El tranquilo Philip se puso delante de él, y con el mayor sosiego le soltó un par de bofetadas magistrales. Aturdido, Andreas vaciló. Su hermano y su primo lo sostuvieron pasando los brazos sobre sus hombros, y lo arrastraron literalmente a través de los arrabales, dando un rodeo para evitar la judería, donde ya empezaban a elevarse columnas de humo. Cruzaron el puente del Vístula bajo la mirada burlona y cansina de los soldados que lo guardaban; cruzaron la plaza mayor en fiestas, y finalmente entraron en la hermosa residencia del obispo de Ermland.

Andreas pasó tres días postrado en su habitación. Cuando Nicolás o Philip entraban a interesarse por él, se arrojaba de rodillas a sus pies para pedirles perdón. La mañana del cuarto día, un lacayo con la librea real llamó a la puerta. Traía una convocatoria del monarca en la que se ordenaba a Nicolás y Andreas Copérnico que acudieran de inmediato al castillo Wawel, donde serían recibidos en audiencia. A toda prisa, Nicolás subió a buscar a su hermano, pero la habitación estaba vacía. El criado dijo que acababa de ver a Andreas salir por la puerta de servicio. El callejón trasero estaba desierto. Muy contrariado, Nicolás explicó aquella desaparición al lacayo y cometió la tontería de proponer que Philip reemplazara al que desde todos los puntos de vista cabía considerar un fugitivo. El otro se encogió de hombros, y Nicolás comprendió: el bastardo del obispo no era considerado oficialmente más que un pariente pobre acogido por caridad.

Así pues, Nicolás subió solo la avenida que conducía al castillo Wawel, detrás del lacayo. El miedo le pesaba en la boca del estómago. Sabía muy bien el motivo de aquella convocatoria. Y al parecer, Andreas lo había comprendido también.

Casimiro IV había hecho trasladar su lecho a la salita de las audiencias privadas. Desde hacía algún tiempo el viejo rey estaba muy enfermo, y sus médicos no le vaticinaban más que unos pocos meses de vida. Mientras Nicolás se arrodillaba, el lacayo se inclinó hacia el rostro considerablemente enflaquecido del monarca cuya tez, antes rubicunda, había adquirido un tono amarillento. Después de que el mensajero le explicara entre susurros la ausencia de Andreas, Casimiro sonrió de una manera extraña y exclamó, con una voz que quería ser tonante pero que sonó apagada:

—Nicolás, Nicolás ¿qué has hecho con tu hermano?

Como no sabía si el augusto enfermo quería bromear, el estudiante tartamudeó:

—Majestad, majestad…

El rey se volvió entonces hacia un personaje que estaba de pie a su lado, el peor enemigo de todos los bachilleres de Cracovia: el teniente general del mariscalato, barón Glimski. Este último inclinó ligeramente la cabeza y dijo en tono monocorde:

—Señor Copérnico, su hermano y usted nos han metido en un considerable aprieto con la calaverada del otro día. Por fortuna, la muchacha no ha muerto. Pero el propietario del… establecimiento en cuestión ha venido a protestar a los servicios que dirijo. Ahora bien, ese individuo es uno de mis mejores agentes. Usted lo ignora sin duda, señor Copérnico, pero en el barrio que llaman de los húngaros pululan los espías del Gran Turco. Y Arpad, tal es el nombre del infeliz proxeneta que probó la fuerza de los puños de su… primo, los conoce a todos y me informa de sus movimientos. No quiero perder a un hombre tan precioso por culpa de las juergas de estúpidos estudiantes empapados de alcohol.

—Sobre todo cuando los borrachos en cuestión —puntualizó el rey— pertenecen a la familia de un hombre al que amo como a un hijo, y que sabe proteger mi reino contra las incursiones del gran maestre de los caballeros teutónicos. Ah, ya oigo las carcajadas de Hohenzollern cuando se entere de que los sobrinos del obispo de Ermland no tienen más distracciones que la de asesinar putas. ¡Pero continúe, teniente general, continúe!

Mientras Nicolás, siempre de rodillas, temblaba, el barón Glimski siguió diciendo, con su voz seca y suspicaz:

—Hemos pagado mucho dinero para que Arpad olvide lo sucedido. Con los judíos ha sido diferente. Algunas de sus casas fueron saqueadas e incendiadas. Dos niñas de doce años, violadas. Un viejo rabino, golpeado y afeitado de los pies a la cabeza, lo que para ellos es la peor de las humillaciones. Y me ha costado mucho convencer al jefe de su secta de que los sobrinos de monseñor el obispo de Ermland no habían tenido nada que ver, tal como me lo han asegurado mis agentes, en ese otro asunto. ¿Y sabe quién es ese jefe, señor Copérnico? El doctor Johann Faust, el único médico en toda Polonia capaz de aliviar los dolores de su majestad. El doctor Faust, que curó una grave herida de su tío durante la guerra contra los teutónicos. ¿Qué pretende, señor Copérnico? ¿Perder el reino?

Con sus pómulos muy altos y los pesados párpados que velaban su mirada, el barón Glimski tenía el aspecto de un cuervo.

—Levántate, buen Nicolás —dijo el rey con voz dulce—, y siéntate a mi lado. Sé que has sabido conservar la cabeza fría durante toda esa historia. Tu buen primo Philip, que desde luego no es una lumbrera de la Cristiandad pero que posee un talento muy agradable para narrar historias, me ha contado toda la aventura. Yo me habría reído con ganas al acordarme de mi loca juventud, pero no en las circunstancias actuales. ¡Levántate, te digo!

El estudiante obedeció y tomó asiento en el borde del taburete que le había señalado el rey. Tenía la impresión de que sus huesos crujían por todas partes. ¡Philip! ¡Traidor! De modo que contaba sus menores actos y gestos al teniente general, al rey, al tío Lucas. Nicolás se prometió decir a su primo lo que pensaba de él, en cuanto tuviera una oportunidad.

—Finalmente hemos conseguido hacer olvidar el incidente —continuó el barón—. No sin dificultades. Pero en lo que se refiere a su hermano…

Dejó la frase en suspenso, como una amenaza.

—No sé adónde pudo haber huido —suplicó Nicolás—. Perdonadle, Majestad. Yo os prometo que en adelante lo vigilaré y sabré mantenerlo en el camino recto. Es débil, pero creo que ejerzo sobre él una buena influencia…

—Será inútil —le interrumpió Glimski—. Habíamos alertado a monseñor el obispo el día mismo del incidente. Y esta mañana, uno de sus mensajeros me ha pedido que lo devolvamos cuanto antes a Thorn. Tal vez a estas horas ya le han echado el guante dos de mis hombres. Ha debido de refugiarse en la casa de su amante…

—¿Su amante? —exclamó Nicolás.

El rey le sonrió con cierta ironía.

—¡Ah, mi buen Nicolás! Vigilas muy mal a tu querido hermano mayor. Toda la ciudad, e incluso su rey, y ya es decir, conoce su relación con Philomena, la bella napolitana cuyos favores, un tanto ajados para mi gusto, disputa a monseñor Pasolesi, el legado en Polonia de Su Santidad Inocencio VIII.

Nicolás creyó desmayarse de estupor y de rabia. ¿En qué avispero había ido a meterse Andreas? Y a él mismo ¿qué suerte le reservaba su tío? Como si hubiera leído en sus pensamientos, el teniente general del mariscalato intervino de nuevo:

—Hemos explicado con detalle a monseñor su tío el papel benéfico desempeñado por usted en este penoso asunto. Así pues, puede proseguir sus estudios…

—Con tanta brillantez como hasta hoy —interrumpió el rey—. Y a fe mía, algún día que yo no veré y que deseo lo más tardío posible para el querido Lucas, serás un obispo de Ermland muy presentable. ¡O un Papa! Por más que nunca ha habido un Papa polaco, ¡y nunca lo habrá! —Casimiro IV soltó una gran carcajada, que se transformó de súbito en una mueca de dolor—: ¡Ay, va a reventar, eso va a reventar! Glimski, llama al doctor Faust. ¡Y dejadme!

Después de abandonar la salita de las audiencias, en la que habían entrado apresurados los médicos, el teniente general agarró con bastante violencia a Nicolás por el brazo:

—Muchacho, te he sacado de un mal paso y voy a pedirte un pequeño servicio a cambio. ¿Conoces a uno de tus condiscípulos, un prusiano, Othon, llamado Aquiles de Hohenzollern?

—Sí, de vista. Es un muchacho enfermizo y taciturno. Un poco arrogante, también. No tengo trato con él. O mejor dicho, es él quien no tiene trato con nosotros los polacos, como nos llaman.

—Pues bien, no sólo vas a tener trato con él, sino que vas a convertirte en su mejor amigo. Es hijo del burgrave de Brandenburgo, que intenta hacerse con el mando de la orden de los caballeros teutónicos. Te ganarás su confianza. Y me informarás hasta de sus frases más anodinas, y de las personas con las que habla. Si además puedes acceder a su correspondencia… Tu tío me ha dado permiso. Y también el rey…

Glimski no necesitó decir más. Nicolás había comprendido a la perfección el papel que le pedían que desempeñara: el de espía. A fin de cuentas, se dijo mientras regresaba a su casa, no le disgustaba. Incluso lo excitaba un poco.

Contrariamente a lo que esperaba, no le costó nada entrar en la intimidad de Othon von Hohenzollern. Su familia acumulaba más y más poder en su feudo del Norte, hasta un punto inquietante en los aledaños de la Prusia polaca. En cambio, el joven era despreciado por los estudiantes que se consideraban de nacionalidad alemana, de hecho bávaros que miraban a los nativos de las regiones septentrionales de Brandenburgo o Mecklenburgo como a bárbaros germánicos, por no llamarlos godos. Además, todo el mundo sabía que los actuales Hohenzollern procedían de un oscuro linaje de la pequeña nobleza, de las cercanías de Nuremberg.

A pesar de su sobrenombre de Aquiles, Othon no tenía nada de un valiente guerrero ni de un
junker
. Era un muchacho enclenque, y lo que Nicolás había tomado por arrogancia no era más que una terrible timidez que le hacía tartamudear. Cuando Copérnico lo abordó, con el pretexto de que le dejara copiar los apuntes de una clase de derecho canónico a la que había faltado, Aquiles, ruborizado como una doncella, le confesó su admiración por el trío inseparable conocido en el colegio como «los tres hijos del obispo de Ermland». ¡Le gustaría tanto participar en sus algaradas y diversiones! Nicolás se echó a reír con ganas y dio una fuerte palmada en la espalda del hombre destinado a convertirse un día en burgrave y gran maestre de los caballeros teutónicos. Aquiles vaciló al recibir aquel golpe propinado por el nativo de Thorn, y luego expresó su tristeza por la marcha de Andreas:

—Sin él, ya nada será lo mismo en el colegio Maius —suspiró.

—¡Pues bien, tú vas a reemplazarlo! ¡Eh, Philip! ¿Qué tal si vamos a beber una cerveza con nuestro nuevo amigo en «Aquí mejor que enfrente»?

A partir de ese momento, Aquiles de Hohenzollern siguió a Copérnico como un perro a su amo. Se lo contaba todo, le hacía confidencias sobre su árida y triste infancia en Königsberg, sin madre, sin la menor presencia femenina, sin la menor ternura, rodeado de militares borrachos y apestosos en sus armaduras, que sólo se quitaban para dormir. Enseñaba a su nuevo amigo las cartas que le enviaba su tío, el gran maestre de los caballeros teutónicos, el peor enemigo del obispo de Ermland. No eran más que recomendaciones sobadas, «no te juntes más que con los mejores alumnos de tu clase, sé respetuoso con tus profesores», trufadas de solecismos y barbarismos, y puntuadas por adagios y proverbios campesinos, «diez coronas gastadas en un misal valen más que un zloty gastado en la taberna, pero una oración cada noche vale más que un misal…». Cuando comunicaba su contenido al teniente general del mariscalato, Nicolás se preguntaba en que podían resultar útiles aquellas bobadas al barón Glimski y la salvaguarda de Polonia. Pero aquello cada vez le divertía más.

Por el contrario, lo que le divertía mucho menos eran los paseos nocturnos fuera de las murallas, a las que lo arrastraba Aquiles ahora que había vuelto la primavera. El muchacho enfermizo, «ese alfeñique» como lo llamaba un Philip algo celoso, se colgaba del brazo de Nicolás; a veces le tomaba la mano en la suya, flaca y húmeda. Lo obligaba a sentarse en lo alto de un talud y a contemplar el cielo nocturno, en aquella tibia primavera.

—Mira, Nicolás, la Luna está llena. ¿Quién puede decir cuál es su curso alrededor de nuestra madre la Tierra? Y Marte, esa estrella vagabunda, mira qué brillo rojo. ¿Quién sabe si allá arriba viven hombres como nosotros? ¿Eh? ¿Quién sabe?

Other books

Elvissey by Jack Womack
Oath of Fealty by Elizabeth Moon
Star Hunters by Clayton, Jo;
3 The Braque Connection by Estelle Ryan
Life As I Know It by Michelle Payne
City of the Sun by Juliana Maio
Riding the Wave by Lorelie Brown