ANGÉLICA.—¿Yo?
CLEONTE
(Bajo, a ANGÉLICA)
.— Os ruego que accedáis y que me dejéis explicaros la escena que va os arepresentar. Yo tengo poca voz, pero la suficiente para que me escuchen y acompañaros sin desentonar.
ARGANTE.—¿Son bonitos los versos?
CLEONTE.—Se trata de una improvisación hecha en prosa rimada a modo de verso libre, con objeto de que los personajes expresen más espontáneamente su pasión.
ARGANTE.—Está bien. Ya escuchamos.
CLEONTE.—
(Bajo el nombre de un pastor explica a su adorada todo el proceso de su amor, desde el instante en que se conocieron; luego ambos, haciendo la situación suya, se replican cantando.)
He aquí el asunto. A un pastor que asiste al espectáculo vienen a distraerle de su atención unas palabras violentas que escucha a su lado. Se vuelve, y viendo a un bárbaro que insulta brutalmente a una pastora, toma la defensa del sexo al que todos los hombres deben homenaje. Primeramente aplica al grosero él castigo que merece su insolencia; después, acudiendo al lado de la pastora, descubre los ojos más lindos que jamás se hayan visto, vertiendo las lágrimas más bellas del mundo. «Pero ¿es posible —se dice— que haya alguien capaz de ofender a semejante criatura…? ¿Qué inhumano salvaje no se estremecería ante estas lágrimas?» El pastorprocura contenerlas, y de tal modo la amable pastora agradece su solicitud; con tal encanto, tan tierna y apasionadamente, que el pastor no puede resistir, y cada palabra, cada mirada es un dardo inflamado que penetra en su corazón. «¿Hay algo que pueda merecer tal reconocimiento? —dice él—. ¿Y qué no haría yo…, qué servicios y a qué peligros no me arrojara por merecer un solo instante la atención de alma tan generosa…?» El espectáculo transcurre sin que él le preste la menor atención, y sólo al terminar encuentra que ha sido demasiado breve, pues ha de separarse de ella… Esta primera entrevista, estos solos momentos, producen en su corazón la violencia de un amor alimentado por los años. Hace los imposibles por volver a verla; pero como la vigilancia en que ella vive se lo impide, se resuelve a pedir su mano y obtiene de ella el consentimiento para hacerlo, a la par que le advierte de que su padre ha concertado su matrimonio con otro, y que todo está ya dispuesto para la ceremonia. ¡Juzgad qué golpe tan cruel para el corazón de aquel triste pastor…! Un sufrimiento moral le aniquila, y no pudiendo soportar la idea de ver a la que ama en brazos de otro, su amor desesperado le hace imaginar una trama con que introducirse en casa de la pastora para conocer sus sentimientos y escuchar de sus labios cuál es el destino que le aguarda. Al llegar, ve los temidos preparativos y conoce al indigno rival que el capricho de un padre opone a las ternezas de su amor. Ve a ese rival ridículo, triunfante al lado de su amable pastora y poseído como el que ha hecho una conquista. Esta presencia le llena de tal cólera que apenas puede dominarse; mira dolorosamente a la que ama, y por respeto a ella y a la presencia del padre, guarda silencio, expresándose sólo con los ojos, hasta que, al fin, no pudiendo contener los transportes de su pasión, habla así:
(Canta.)
Mi sufrir, bella Filis,
es excesivo sufrir.
Este duro silencio rompamos
y nuestro pecho abramos.
Mi destino mostradme:
¿vivir debo o morir?
ANGÉLICA
(Le responde cantando.)
Ya me veis, Tirsis, triste y melancólica
ante los desposorios
que tanto os acongojan.
Levanto al cielo los ojos,
os miro,
suspiro…
¿qué más puedo decir?
ARGANTE.—¡Demonio! ¿Quién podía sospechar tales habilidades en mi hija?
CLEONTE
¡Oh, bella Filis!
¿Sería tan dichoso,
Tirsis enamorado,
que hueco hubiera hallado
en vuestro corazón?
ANGÉLICA
A tal punto llegados,
defenderme no puedo,
Tirsis, os idolatro.
CLEONTE
¡Oh, frases de esperanza suma!
¿Las he oído bien?
Repetidlas y cesen ya mis dudas.
ANGÉLICA
Te adoro.
CLEONTE
Otra vez, por favor.
ANGÉLICA
Te adoro.
CLEONTE
Repetidlo cien veces, no os canséis.
ANGÉLICA
Te adoro, sí, te adoro, te adoro,
Tirsis, te adoro.
CLEONTE
Dioses y reyes que contempláis
a vuestros pies la tierra,
¿podríais comparar
con mi dicha la vuestra?
Mas, ¡oh, Filis!, este éxtasis,
la idea de un rival
viene a turbar.
ANGÉLICA
Más que a la muerte mi alma lo detesta
y, lo mismo que a vos,
su vista me atormenta.
CLEONTE
Pero una promesa paternal
os obliga.
ANGÉLICA
Antes morir que consentir,
antes morir.
ARGANTE.—Y ¿qué dice a todo esto el padre?
CLEONTE.—Nada.
ARGANTE.—¡Valiente majadero, soportar tantas pertinencias sin decir palabra!
CLEONTE.—¡Ay, amor mío!
ARGANTE.—¡Basta, basta ya…! ¡La tal comedia es escandalosa! Ese pastor Tirsis es un impertinente, y la pastora Filis, que habla de ese modo delante de su padre, es una impúdica. A ver esos papeles… ¡Ya, ya! ¿Dónde está aquí la letra que habéis cantado? Aquí no hay más que música.
CLEONTE.—Pero ¿no sabéis, señor, que se ha inventado hace poco el medio de escribir letras con los mismos signos de la música?
ARGANTE.—Está bien… Para serviros, señor mío. Hasta la vista. Y maldita la falta que nos hacía conocer una obra tan impertinente.
CLEONTE.—Creí que os divertiría.
ARGANTE.—Las majaderías no divierten nunca… Aquí está ya mi esposa.
BELISA, ARGANTE, ANTONIA, ANGÉLICA, DIAFOIRUS y TOMÁS
ARGANTE.—Amor mío, te presento al hijo del señor Diafoirus.
TOMAS
(Comienza una salutación que traía aprendida; pero se le va la memoria y se corta)
.—Señora: Con justicia os han concedido los cielos el nombre que tan claramente luce en vuestro rostro y que…
BELISA.—Encantada de conoceros.
TOMÁS.—Que tan claramente puede leerse en vuestro rostro… puede leerse en vuestro rostro… Vuestra interrupción, señora, me ha hecho perder el hilo.
DIAFOIRUS
(A su hijo)
.—Reserva el discurso para otra ocasión.
ARGANTE.—Hubiéramos deseado verte antes.
ANTONIA.—¡Lo que os habéis perdido, señora…! ¡El segundo padre, la estatua de Memnón, la flor llamada heliotropo…!
ARGANTE.—Vamos, hija mía. Enlaza tu mano a la del señor y dale tu palabra de esposa.
ANGÉLICA.—¡Padre!
ARGANTE.—¡Padre! ¿Qué quiere decir eso?
ANGÉLICA.—Os ruego, por favor, que no precipitéis las cosas. Concedednos el tiempo necesario para que nos lleguemos a conocer y para que nazca entre nosotros la inclinación indispensable en toda unión.
TOMÁS.—En mí ya nació, señorita, y por mi parte no hay nada que aguardar.
ANGÉLICA.—Si vos sois tan súbito, a mi no me sucede lo mismo; y os confieso que vuestros méritos aún no han logrado hacer una gran impresión en mi alma.
ARGANTE.—¡Bah, bah! Todo esto vendrá con el matrimonio.
ANGÉLICA.—Dadme tiempo, padre mío, os lo ruego. El matrimonio es una cadena a la cual no se debe ligar nadie violentamente; y si el señor es un hombre honrado, no debe aceptar por esposa a una mujer que se uniría a él por la fuerza.
TOMÁS.—
Nego consequentiam
. Señorita, yo puedo ser un hombre honrado y aceptaros de manos de vuestro padre.
ANGÉLICA.—Mal camino para hacerse amar el de la violencia.
TOMÁS.—Señorita, las antiguas historias nos cuentan que era costumbre raptar de la casa paterna a la joven con la cual se iba a contraer matrimonio, precisamente para que no pareciera que se entregaba voluntariamente en brazos de un hombre.
ANGÉLICA.—Los antiguos, señor, eran los antiguos, y nosotros somos gentes de ahora; de una época en que no son necesarios esos subterfugios, porque cuando un marido nos agrada sabemos aproximarnos a él sin que se nos obligue. Tened, pues, paciencia, y si me amáis, mis deseos deben ser también vuestros.
TOMÁS.—Siempre que no se opongan a las intenciones de mi amor.
ANGÉLICA.—Y ¿qué mayor prueba de amor que la de someterse a la voluntad de quien se ama?
TOMÁS.—
Distingo
, señorita: en aquello que no se refiera a la posesión,
concedo
; pero en lo que le concierne,
nego
.
ANTONIA.—¡Así se razona!
(A ANGÉLICA.)
El señor, sale ahora, vivito y coleando, de la escuela, y siempre tendrá una réplica para quedar encima. ¿A qué viene, esa resistencia y por qué renunciáis a la gloria de uniros con el cuerpo facultativo?
BELISA.—Acaso haya por medio otra inclinación.
ANGÉLICA.—Si la hubiera, sería de tal naturaleza que la razón y la honestidad podrían autorizarla.
ARGANTE.—¡Por lo visto, yo no soy más que un monigote!
BELISA.—Yo, en tu caso, hijo mío, no la obligaría a casarse, y… ya sabría yo lo que hacer con ella.
ANGÉLICA.—Comprendo lo que queréis decir, señora, y conozco vuestras caritativas intenciones respecto a mí; pero acaso vuestros deseos no se realicen.
BELISA.—Lo creo; las jovencitas de hoy, muy juiciosas y recatadas, se burlan de la sumisión y obediencia que se debe a los padres. Eso estaba bien en otros tiempos.
ANGÉLICA.—Los deberes de hija tienen un límite, señora, y no hay razón ni ley alguna que obligue a obedecer en todo ciegamente.
BELISA.—Eso quiere decir que no es que desdeñes el matrimonio, sino que quieres elegir un marido a tu gusto.
ANGÉLICA.—Y Si mi padre no quiere dármelo, al menos que no me obligue a casarme con quien no puedo amar.
ARGANTE.—Perdonad esta escena, señores.
ANGÉLICA.—Cada cual lleva sus intenciones al casarse. Yo, que no quiero un marido sino para amarle de veras y hacer de él el objeto de mi vida, tengo que tomar mis precauciones. Hay quien se casa para libertarse de la tutela paterna y campar a su gusto; hay también, señora, quien hace del matrimonio un comercio, y quien se casa únicamente por los beneficios, enriqueciéndose a la muerte del marido y pasando, sin escrúpulos, de uno a otro sin más fin que expoliarlos. Quienes así axtúan en verdad se fijan poco en las cualidades de la otra persona.
BELISA.—Estás muy habladora… ¿ Qué es lo que quieres decir con todo ese discurso?
ANGÉLICA.—¿Qué he de querer decir más de lo que he dicho?
BELISA.—¡Eres de una estupidez insoportable!
ANGÉLICA.—Si lo que pretendéis es obligarme a que os conteste una insolencia, os advierto que no lo vais a lograr.
BELISA.—¡Hay mayor impertinente!
ANGÉLICA.—Favor que me hacéis.
BELISA.—Tienes una presunción y un orgullo tan ridículos que da lástima.
ANGÉLICA.—Todo cuanto digáis será inútil, porque no he de abandonar mi discreción; y para que no os quede la esperanza de lograrlo, me voy.
ARGANTE
(A Angélica, que va a salir.)
.—Escúchame bien: o te casas con el señor dentro de cuatro días o entras en un convento.
(A Belisa.)
No te sofoques, que ya le ajustaré las cuentas.
BELISA.—Siendo mucho dejarte, hijo mío, pero tengo que salir a un asunto que no admite excusa. Volveré corriendo.
ARGANTE.—Anda, amor mío; y de camino pásate por casa del notario y dale prisa para que haga lo que ya sabes.
BELISA.—Adiós, queridito.
ARGANTE.—Adiós, mi pequeña… He aquí una mujer que me adora hasta lo increíble.
DIAFOIRUS.—Con vuestro permiso nos retiramos.
ARGANTE.—Antes os ruego que me digáis cómo estoy.
DIAFOIRUS
(Tomándole el pulso.)
.— Vamos, Tomás, tómale la otra mano y veamos si sabes hacer un diagnóstico por el pulso.
¿Quid dicis
?
TOMÁS.—
Dico
que el pulso del señor es el pulso de un hombre que no está bueno.
DIAFOIRUS.—Así es.
TOMÁS.—Que está duriúsculo, por no decir duro.
DIAFOIRUS.—Muy bien.
TOMÁS.—Agitado.
DIAFOIRUS.—Bien.
TOMÁS.—Un poco desigual.
DIAFOIRUS.—Óptimo.
TOMÁS.—Lo cual produce una intemperancia en el parénquima esplénico; es decir, en el bazo.
DIAFOIRUS.—Muy bien.
ARGANTE.—No. Purgon dice que mi enfermedad está en el hígado.
DIAFOIRUS.—¡Claro! Quien dice parénquima, lo mismo dice hígado que bazo, a causa de la estrecha simpatía que los une, ya por el vaso breve, por el
píloro
y, frecuentemente, por los conductos
colidocos
. Os habrá prescripto, sin duda, que comáis mucho asado.
ARGANTE.—No; nada más que cocido.
DIAFOIRUS.—Sí…, asado y cocido vienen a ser lo mismo. Todas las prescripciones están muy atinadas. No podíais haber caído en mejores manos.
ARGANTE.—Y decidme, señor: ¿cuántos gramos de sal deben echarse en un huevo?
DIAFOIRUS.—Seis, ocho, diez…; siempre números pares; al revés que en los medicamentos, que siempre son impares.
ARGANTE.—Hasta la vista, señor.
ARGANTE y BELISA
BELISA.—Hijo mío, vengo, antes de marcharme, a prevenirte una cosa. Ahora mismo, al pasar por delante de su alcoba, he visto a Angélica con un hombre que ha huido al verme.
ARGANTE.—¡Mi hija con un hombre!
BELISA.—Sí. Luisa estaba con ellos y te lo podrá contar todo.
ARGANTE.—Mándamela aquí, amor mío. ¡La muy sinvergüenza…! ¡Ahora me explico su negativa!
ARGANTE y LUISA
LUISA.—¿Qué queréis, papá?
ARGANTE.—Ven acá. Acércate. Levanta los ojos y mírame a la cara. ¿A ver?
LUISA.—¿Qué, papá?
ARGANTE.—¿No tienes nada que contarme?
LUISA.—Os contaré, para entreteneros, el cuento de la piel del burro o la fábula del cuervo y la zorra, que he aprendido hace poco.
ARGANTE.—No es eso lo que quiero.
LUISA.—¿Qué es entonces?
ARGANTE.—De sobra sabes tú, granuja, a lo que me refiero.
LUISA.—No sé.
ARGANTE.—¿Es esta tu manera de obedecerme?