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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (13 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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Súbitamente abrió los ojos y la aparente debilidad dio paso a una expresión de terrible fiereza.

—Maldigo —dijo pausadamente— a las criaturas de Siluria. —Chasqueó los dedos en dirección al hogar y una lengua de fuego surgió crepitando de la madera—. Que se agosten sus cosechas —gruñó—, que su ganado quede estéril, que sus hijos nazcan tullidos, que sus espadas pierdan el filo y sus enemigos triunfen. —Habida cuenta de su carácter, podía considerarse suave la maldición, pero su voz era un susurro pérfido—. Y que en Gwent —continuó— muera el ganado de epidemia, las heladas de estío arrasen la tierra y queden yermos los senos como pellejos secos. —Escupió a las llamas—. En Elmet —dijo— las lágrimas formarán lagos, las plagas harán rebosar los cementerios y las ratas se apoderarán de las casas. —Escupió de nuevo—. ¿Cuántos hombres traerás, Derfel?

—Cuantos tengo, señor. —Temía confesar el mermado número, pero finalmente me decidí—. Veinte escudos.

—¿Y los que aún están con Galahad? —preguntó mirándome por debajo de las pobladas cejas blancas—. ¿De cuántos dispones?

—Nada sé de ellos, señor.

—Forman la guardia real del palacio de Lancelot —dijo con un gesto sardónico—, por deseo expreso de éste. Ha convertido a su hermano en chambelán del palacio. —Galahad era medio hermano de Lancelot, pero nada más tenían en común—. Bueno es, señora —prosiguió dirigiéndose a Ceinwyn—, que no te hayas casado con Lancelot.

—Soy de la misma opinión —respondió sonriéndome.

—Se aburre en Siluria, y no es de extrañar, pero buscará la vida regalada de Dumnonia y será una serpiente en el vientre de Arturo. Tú, señora —añadió sonriendo—, habrías sido su juguete.

—Prefiero estar aquí —dijo Ceinwyn, refiriéndose a las toscas paredes de piedra y a las vigas ahumadas del techo.

—Pero él intentará perjudicarte —le advirtió Merlín—. Es mayor su orgullo que alto el vuelo del águila de Lleullaw, y Ginebra te maldice. Mató a un perro en su templo de Isis y envolvió en el pellejo a una perra tullida a la que ha puesto tu nombre.

Ceinwyn se puso pálida, hizo la señal contra el mal y escupió al fuego.

—He contrarrestado la maldición —anunció Merlín encogiéndose de hombros, y luego extendió los largos brazos y echó la cabeza atrás, tanto que las trenzas adornadas de cintas casi tocaron el suelo cubierto de juncos—. Isis es una diosa extranjera y su poder es débil en esta tierra...

Adelantó la cabeza hasta su posición normal y se restregó los ojos con las largas manos.

—...He vuelto con las manos vacías —dijo en tono fúnebre—. Nadie ha dado un paso para acompañarme, ni en Elmet ni en parte alguna. Dicen que sus lanzas son para el vientre de los sajones. No les ofrecí oro ni plata, tan sólo luchar en nombre de los dioses, y ellos me respondieron con sus plegarias, luego dejaron que las mujeres les hablaran de hijos y hogares, ganados y tierras, y así escurrieron el bulto. ¡Ochenta hombres! No he pedido nada más. Diwrnach puede reunir doscientos, tal vez algunos más, pero con ochenta habría bastado; mas no hallé dispuestos ni siquiera a ocho. Sus señores han jurado servir a Arturo y dicen que la olla puede esperar hasta la reconquista de Lloegyr. Están ávidos de tierras y oro sajones y todo lo que yo les ofrecía era sangre y frío en el Sendero Tenebroso.

Se hizo el silencio. Un tronco rodó en el hogar y levantó una constelación de pavesas hacia el techo ennegrecido.

—¿Ningún hombre os ofreció su lanza? —pregunté, conmocionado por las noticias.

—Unos pocos —dijo con desprecio—, pero ninguno en el que pudiera confiar. Ninguno digno de la olla mágica. —Hizo una pausa y de nuevo se hizo evidente su cansancio—. Me enfrento a la carnaza del oro sajón y a Morgana, que hoy lucha contra mí.

—¡Morgana! —No pude ocultar la sorpresa. Morgana, la hermana mayor de Arturo, había sido la compañera íntima de Merlín hasta que Nimue le usurpó el puesto, y aunque Morgana la odiaba no creí que su aversión se extendiera a Merlín.

—Morgana —afirmó con rotundidad—. Ha hecho correr por toda Britania la historia de que los dioses se oponen a la misión que he emprendido, que seré derrotado y que mi muerte arrastrará consigo a todos cuantos me acompañen. Dice que lo soñó, y el pueblo cree en sus sueños. Arguye que soy viejo, estoy débil y he perdido el juicio.

—Dice —terció Nimue con un susurro— que no será Diwrnach quien os mate, sino una mujer.

—Morgana sigue su propio juego —dijo Merlín encogiéndose de hombros—, y yo aún no lo entiendo. —Rebuscó en un bolsillo de la túnica y sacó varios manojos de hierbas secas y anudadas. Todos los manojos me parecieron iguales, pero él buscó entre el montón hasta elegir uno, y lo tendió hacia Ceinwyn—. Te eximo de tu juramento, señora.

Ceinwyn me miró y luego volvió los ojos hacia el manojo de hierbas.

—¿Emprenderéis vos de todos modos el Sendero Tenebroso, señor? —preguntó a Merlín.

—Sí.

—¿Cómo daréis con la olla mágica sin mi ayuda?

Merlín se encogió de hombros, pero no respondió.

—¿Cómo la encontraréis con su ayuda? —pregunté yo, pues aún no entendía por qué era preciso que fuera una virgen quien encontrara la olla o por qué esa virgen había de ser Ceinwyn. Merlín se encogió de hombros nuevamente.

—Siempre era una virgen la guardiana de la olla, y una virgen la custodia ahora, si mis sueños no me engañan; sólo a una mujer casta se le revelará el lugar en que se esconde. Tú lo soñarás —le dijo a Ceinwyn— si vienes por voluntad propia.

—Iré, señor —respondió Ceinwyn—, tal como os prometí.

Merlín se guardó las hierbas en el bolsillo y volvió a restregarse el rostro.

—Partiremos en dos días —anunció solemnemente—. Coced pan, empaquetad carne y pescado seco, afilad las armas y recoged pieles suficientes para guardaros del frío. —Miró a Nimue—. Pasaremos la noche en Caer Sws. ¡Vamos!

—Podéis quedaros aquí —les ofrecí.

—Tengo que hablar con Iorweth —replicó poniéndose en pie; rozaba con la cabeza los pares del techo—. Os eximo a ambos de los juramentos —dijo con gran formalismo—, pero no dejaré de rezar para que me acompañéis, aunque será más penoso que cuanto hayáis vivido hasta hoy, peor que vuestros sueños más terribles, pues he dado en prenda mi vida a cambio de la olla. —Se quedó mirándonos con una expresión de profunda tristeza—. El mismo día en que pisemos el Sendero Tenebroso empezaré a morir —nos dijo—. Empezare a morir, pues tal ha sido mi juramento, pero aun así no tengo la certeza de que el éxito nos acompañe y, si la misión fracasa, moriré y os encontraréis solos en Lleyn.

—Tendremos a Nimue —dijo Ceinwyn.

—Y a nadie más que a Nimue —replicó Merlín sombríamente, y salió por la puerta con Nimue a la zaga.

Nos sentamos en silencio y eché otro tronco al fuego. Estaba verde, como toda la leña de la que disponíamos pues habíamos cortado los árboles hacía poco, fuera de temporada; por tal motivo, la humareda era continua. Me quedé mirando el humo, que se elevaba en densas volutas blancas, y tomé a Ceinwyn de la mano.

—¿Acaso queréis morir en Lleyn? —la reprendí.

—No —me respondió—, pero quiero contemplar la olla.

—Que rebosará de sangre —añadí con la mirada fija en el fuego.

—Cuando era niña —dijo Ceinwyn acariciándome la mano— escuché las historias de la antigua Britania, cuando los dioses vivían entre nosotros y todos eran felices. No había hambruna entonces, ni plagas, sólo estábamos nosotros y los dioses, conviviendo en paz. Deseo resucitar esa Britania, Derfel.

—Arturo dice que esa Britania nunca volverá, que somos lo que somos, no lo que fuimos.

—¿A quién creéis, entonces? —preguntó—. ¿A Arturo o a Merlín?

—A Merlín —dije finalmente tras meditar largo rato, tal vez porque deseaba creer en esa Britania en la que todas nuestras penas desaparecerían por arte de magia. También me atraía la Britania de Arturo, pero precisaba de guerras, grandes esfuerzos y confianza en que los hombres respondieran bien al trato justo. El sueño de Merlín exigía menos y prometía más.

—Así pues, acompañaremos a Merlín —dijo Ceinwyn, pero entonces se me quedó mirando y dudó—. ¿Os preocupa la profecía de Morgana?

—Tiene poder, pero no tanto como él, ni siquiera como Nimue.

Merlín y Nimue habían sufrido las tres heridas de la sabiduría, mientras que Morgana sólo había soportado la herida al cuerpo, pero no la de la mente, ni la del orgullo. Sin embargo, la profecía de Morgana era astuta, pues en cierto modo, Merlín desafiaba a los dioses. Pretendía domeñar sus caprichos a cambio de todo un país dedicado a adorarles, pero ¿por qué habrían de prestarse los dioses a ser dominados? Quizás hubieran escogido los sencillos poderes de Morgana como instrumento contra la intromisión de Merlín. ¿Qué otra explicación podía darse a la hostilidad de Morgana? O quizá Morgana, como Arturo, creía que la misión de Merlín era un disparate, que Merlín no era más que un viejo empeñado en la inútil búsqueda de una Britania desaparecida con la llegada de las legiones. Arturo no concebía otro objetivo que la expulsión de los sajones de Britania y bien podía haber apoyado los rumores que extendía su hermana para no derrochar lanzas britanas en la lucha contra los escudos teñidos con sangre de Diwrnach. Acaso Arturo utilizara a su hermana para que ninguna vida dumnonia se perdiera en Lleyn, excepto la mía, las de mis hombres y la de mi amada Ceinwyn, obligados todos por juramento.

No obstante, Merlín nos había eximido de nuestros votos e intenté una vez más persuadir a Ceinwyn de que permaneciera en Powys. Le dije que Arturo no creía en la existencia de la olla, que posiblemente la hubieran robado los romanos y se la hubieran llevado al gran pozo de riquezas, a Roma, para fundirla y fabricar peines, alfileres, monedas o broches. Hablé y hablé y, cuando hube acabado, sonrió y me volvió a preguntar si daba más crédito a Merlín o a Arturo.

—A Merlín —respondí de nuevo.

—Yo también —dijo Ceinwyn—. Por eso os acompaño.

Cocimos pan, empaquetamos comida y afilamos las armas. A la noche siguiente, la víspera de nuestra partida en pos de los sueños de Merlín, cayeron las primeras nieves.

Cuneglas nos dio dos robustas jacas, que cargamos con la comida y las pieles. Luego, nos echamos a la espalda los escudos con la estrella pintada y tomamos el camino del norte. Iorweth nos bendijo y los lanceros de Cuneglas nos escoltaron durante las primeras millas, pero una vez rebasado el vasto desierto de hielo del pantano de Dugh, más allá de las montañas que se elevaban al norte de Caer Sws, los lanceros dieron media vuelta y nos quedamos solos. Había prometido a Cuneglas que protegería la vida de su hermana con la mía y él me abrazó en respuesta.

—Derfel, mátala antes que dejarla en manos de Diwrnach —me susurró al oído, con los ojos arrasados por las lágrimas, que a punto estuvieron de disuadirme.

—Si le prohibís venir, señor, quizás obedezca —le dije.

—Sería inútil —sentenció—. Pero nunca la había visto tan feliz. Además Iorweth me asegura que volveréis. Partid, amigo mío. —Dio un paso atrás. Como regalo de despedida nos entregó un zurrón lleno de lingotes de oro, que cargamos en una de las jacas.

El camino, cubierto de nieve, conducía a Gwynedd, un reino en el que nunca había estado y que encontré inhóspito y desangelado. Los romanos habían llegado hasta allí, pero sólo para extraer plomo y oro; dejaron poco rastro a su paso y ninguna de sus leyes. Las gentes del país vivían en chozas bajas y oscuras, apiñadas en el interior de muros de piedra circulares, sobre los que colocaban calaveras de lobos y osos a fin de ahuyentar a los espíritus. Los perros que guardaban las toscas fortificaciones aullaban a nuestro paso. En las cimas de las montañas encontramos pilas de piedras que hacían las veces de mojones y, cada pocas millas, en el borde del camino, topábamos con postes de los que colgaban huesos humanos y algunos harapos. Escaseaban los árboles, los ríos estaban congelados y algunos pasos estaban bloqueados por la nieve. Por la noche nos refugiábamos en alguna de aquellas pinas de casas y pagábamos tan parco rescoldo con esquirlas de oro de los lingotes de Cuneglas.

Todos vestíamos pieles. Ceinwyn y yo, al igual que mis hombres, nos cubríamos con pieles de lobo y de ciervo infestadas de piojos, mientras que Merlín se abrigaba con la piel de un gran oso negro. Las pieles de nutria gris en las que se envolvía Nimue eran mucho más ligeras que las nuestras, pero aun así, no parecía sentir el frío como los demás. Sólo ella no portaba armas. Merlín llevaba su vara negra, un arma temible en el combate, y mis hombres, lanzas y espadas; hasta Ceinwyn se había hecho con una lanza ligera y de su cintura colgaba, envainado, su largo cuchillo de caza. Había prescindido de sus joyas de oro y las gentes que nos daban cobijo no sospechaban su alto rango. Sí apreciaban, sin embargo, su esplendorosa cabellera, y deducían finalmente que sería, como Nimue, discípula de Merlín, al que todos conocían y adoraban hasta el punto de presentarle a niños tullidos para que les impusiera las manos.

Tardamos seis días en llegar a Caer Gei, la residencia de invierno de Cadwallon, rey de Gwynedd. No era más que una plaza fuerte en la cima de una montaña, pero bajo la explanada en la que se asentaba se abría un valle profundo con grandes árboles en las escarpadas laderas que lo jalonaban. Allí habían levantado una empalizada de madera que rodeaba una fortaleza de troncos, algunos graneros y una veintena de chozas para dormir, todas ellas bajo el blanco manto de la nieve y con grandes carámbanos de hielo colgando de los aleros. Cadwallon era un hombre viejo y amargado cuya fortaleza era un tercio de la de Cuneglas, en cuyo suelo de tierra se apiñaban ya los lechos de los guerreros recién llegados. Nos hicieron un hueco a regañadientes y en una esquina colocaron unas colgaduras de separación para Nimue y Ceinwyn. Aquella noche, Cadwallon nos obsequió con un frugal banquete consistente en cordero salado y zanahorias hervidas, lo mejor de sus despensas, no obstante. Se ofreció generosamente a librarnos de Ceinwyn convirtiéndola en su octava esposa, pero no se ofendió ni le decepcionó que ella lo rechazara. Sus siete esposas eran unas oscuras criaturas tristes que compartían una choza circular y pasaban el día disputando entre sí y persiguiendo a los hijos ajenos.

Caer Gei era un lugar miserable, aunque fuera la residencia de un rey. Se hacía difícil creer que el padre de Cadwallon hubiera sido Cunedda, el rey supremo que había precedido a Uther de Dumnonia. Las lanzas de Gwynedd habían decaído desde aquellos tiempos gloriosos. Tampoco era fácil hacerse a la idea de que allí, tras las altas montañas, refulgentes de nieve y hielo, se hubiera criado Arturo. Fui a visitar la casa en la que su madre hallara refugio cuando Uther la rechazó y descubrí que era una construcción de paredes de tierra no mayor que nuestra casa de Cwm Isaf. Estaba rodeada de abetos, cuyas ramas cedían bajo el peso de la nieve, y orientada al septentrión, hacia el Sendero Tenebroso. En aquel entonces vivían tres lanceros, cada uno con su familia y su ganado. La madre de Arturo era medio hermana del rey Cadwallon, el cual, por tanto, era su tío, pero siendo Arturo un hijo ilegítimo, era muy improbable que el parentesco le proporcionara más lanceros para la campaña de primavera contra los sajones. Cadwallon incluso había enviado algunos hombres a luchar contra Arturo en el valle del Lugg, pero la cesión de guerreros debía interpretarse más como un gesto de precaución a fin de conservar la amistad de Powys que como hostilidad del rey de Gwynedd hacia Dumnonia. En general, las lanzas de Cadwallon apuntaban hacia la frontera norte con Lleyn.

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