El Emperador (4 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

BOOK: El Emperador
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—Cuando muerde el pez, el sedal sufre un brusco tirón y el carrete, al rodar, emite un chirrido agudo. Es el aviso. Cuando ocurre esto, la persona a quien le toca el turno se sienta aquí, y Jean-Paul o yo le entregamos la caña. ¿O.K.?

Los ingleses asintieron con la cabeza.

—Entonces, toma la caña y coloca la contrera en este hueco, entre los muslos. Después, la sujeta en este acollador del asiento. Así, si
es
arrancada de sus manos, no perdemos una caña muy cara con todos sus accesorios. Ahora, miren esto…

Kilian señaló una rueda dentada de metal, que sobresalía del lado del tambor del carrete.

—Es la rueda reguladora —explicó Killian—. En este momento, está preparada para una tensión muy débil, digamos de dos kilos; así, cuando muerde el pez, el sedal se desliza, el rodete gira, y los chasquidos de la ruedecilla son tan rápidos que parecen un chirrido. Cuando está usted preparado, y debe procurar hacerlo aprisa, porque, cuanto más tarde en ello, más sedal tendrá que recuperar después, cuando esté preparado, digo, tiene que adelantar despacio el cierre de control, de esta manera. Al pararse el carrete, dejará de desenrollarse el sedal. Y entonces será la barca quien tire del pez, en vez de ser el pez quien tire del sedal.

Después, hay que enrollar hilo. Agarrar el corcho con la izquierda, y enrollar. Si la presa es muy pesada, hay que agarrar la caña con ambas manos y tirar hacia atrás hasta que quede vertical.

Después, bajar la mano derecha para seguir enrollando, bajando entretanto la caña hacia la popa. Esto hace que el sedal se enrolle más fácilmente. Luego, se repite la operación. Sujetar la caña con ambas manos, tirar hacia atrás, aflojar hacia delante, enrollando al mismo tiempo. Al cabo de un rato, verá que la presa surge de la espuma debajo de la popa. Entonces, el muchacho la enganchará y la izará a bordo.

—¿Para qué son esas marcas en el seguro deslizante y en la cubierta metálica del tambor? —preguntó Higgins.

—Indican el máximo posible de tensión —respondió Kilian—. Estos sedales se rompen bajo una tensión de setenta kilos. Si están mojados, hay que deducir un diez por ciento. Para mayor seguridad, el carrete está marcado de manera que, cuando coinciden esas señales, el regulador sólo soltará sedal cuando haya una tracción de 50 kilos en el otro extremo. Pero, al aguantar 50 kilos durante mucho rato, y más si se enrolla hilo al mismo tiempo, se corre el peligro de que le arranquen a uno los brazos; por consiguiente, creo que no debemos ocuparnos de esto.

—Pero, ¿qué pasa si pillamos una presa grande? —insistió Higgins.

—Entonces —dijo Kilian—, lo único que puede hacerse es tratar de fatigarla. Es cuando empieza la verdadera lucha. Hay que soltar hilo, cobrarlo, volver a soltarlo, y así sucesivamente, hasta que el pez está tan cansado que no puede seguir tirando. Pero ya trataremos de esto si llega el momento.

Apenas había acabado de decir esto cuando la
Avant se
encontró entre las golondrinas de mar, después de haber cubierto tres millas en treinta minutos. Monsieur Patient redujo la marcha y empezaron a navegar sobre el invisible banco de peces. Las pequeñas aves, con incansable gracia, trazaban círculos a 6 metros sobre el agua, bajas las cabezas, rígidas las alas, hasta que sus ojos penetrantes descubrían algún brillo en las abultadas olas. Entonces recogían las alas y se dejaban caer, con el afilado pico por delante, y se sumergían en la ola. Un segundo más tarde, el mismo pájaro emergía con una astilla de plata en el pico y la engullía inmediatamente. Su búsqueda era tan incansable como su energía.

—Murgatroyd —dijo Higgins—, creo que deberíamos decidir quién prueba el primero. Echémoslo a suertes.

Sacó una rupia de Mauricio del bolsillo. La echaron al aire, y ganó Higgins. Pocos segundos después, una de las cañas interiores se agitó violentamente y el sedal se puso tirante. El carrete emitió un zumbido que se convirtió en chirrido.

—¡Ya es mío! —gritó Higgins, entusiasmado, saltando sobre el sillón.

Jean-Paul le pasó la caña. El rodete giraba todavía, pero más despacio, y Higgins metió de golpe la contera en el soporte. Sujetó la caña en el acollador y empezó a cerrar el resorte. El sedal deslizante se detuvo casi inmediatamente. Se dobló la punta de la caña. Agarrando ésta con la mano izquierda, Higgins empezó a cobrar hilo con la derecha. La caña se dobló un poco más, pero él siguió enrollando.

—Siento sus tirones en el hilo —balbuceó Higgins.

Siguió enrollando. El sedal no oponía resistencia, y Jean-Paul se inclinó sobre la popa. Agarrando el hilo con la mano, izó un pez rígido de plata y lo dejó caer en la barca.

—Un bonito de unos dos kilos —dijo Kilian.

El muchacho tomó unas tenacillas y desprendió el anzuelo de la boca del bonito. Murgatroyd vio que, sobre el vientre plateado, tenía unas rayas de un azul negruzco, como las caballas. Higgins pareció desilusionado. La nube de golondrinas de mar quedó a popa, al salir ellos del banco de pececillos. Eran poco más de las ocho y la cubierta empezaba a calentarse, pero el calor era agradable. Monsieur Patient hizo describir un lento semicírculo a la
Avant
, para volver al banco y a las golondrinas delatoras, mientras su nieto arrojaba al agua el anzuelo y su señuelo en forma de pequeño calamar, para otro intento.

—Podríamos comérnoslo esta noche —dijo Higgins.

—El bonito se emplea de cebo —dijo Kilian—. Los indígenas hacen sopa con ellos, pero no saben muy bien.

Dieron otra vuelta sobre el banco de peces, y hubo un segundo tirón. Murgatroyd tomó la caña, vivamente excitado. Era la primera vez que hacía esto, y quizá no volvería a hacerlo nunca. Cuando agarró la caña por la parte revestida de corcho, pudo sentir las sacudidas del pez como si estuviera junto a él, a pesar de que se hallaba a 200 metros de distancia. Empujó lentamente el seguro hacia delante y el sedal se inmovilizó. La punta de la caña se dobló hacia el mar. Con el brazo izquierdo tenso, aguantó el tirón y se sorprendió al ver la fuerza que tenía que hacer para ello.

Contrajo los músculos de aquel brazo y empezó a hacer girar metódicamente la manivela del carrete con la mano derecha. La fuerza de tracción del otro extremo le admiraba. Quizás era uno grande, pensó, o incluso muy grande. Aquello era emocionante. Imposible saber que clase de gigante de las profundidades se debatía en la estela de la barca. Y si no era tal cosa, como el bonito de Higgins, el próximo podía ser un monstruo. Siguió dándole despacio a la manivela, sintiendo que jadeaba a causa del esfuerzo. Cuando el pez estuvo a veinte metros de la embarcación, pareció ceder y el sedal se enrolló sin esfuerzo. Pensó que había perdido su presa, pero no, el pez estaba allí. Dio un último tirón al llegar bajo la popa, y se acabó. Jean-Paul lo enganchó y lo subió a la barca. Era otro bonito, pero más grande, de unos 5 kilos.

—Es magnifico, ¿no? —dijo Higgins, muy excitado.

Murgatroyd asintió con la cabeza y sonrió. Tendría algo que contar en Ponder's End. En el timón, el viejo Patient puso rumbo a un sector en que el agua era de un azul intenso, a varias millas delante de ellos. Observó a su nieto, que desenganchaba el anzuelo de la boca del bonito, y dijo algo al muchacho. Éste desprendió el señuelo y el alambre de acero y los depositó en la caja de los aparejos. Plantó la caña en su oquedad, y el pequeño clip de acero de la punta de aquélla osciló libremente. Después, dio unos pasos y asió la rueda del timón. Su abuelo le dijo algo y señaló a través del cristal. El chico asintió con la cabeza.

—¿No vamos a emplear esa caña? —preguntó Higgins.

—Monsieur Patient debe tener otra idea —dijo Kilian—. Dejémosle hacer. Él sabe lo que se lleva entre manos.

El viejo caminó fácilmente sobre la oscilante cubierta, se acercó al sitio donde estaban ellos y, sin decir palabra, se sentó con las piernas cruzadas junto al imbornal, eligió el bonito más pequeño y empezó a prepararlo para cebo. El pescadito estaba duro como un palo, rígidas las aletas en forma de media luna en la cola, entreabierta la boca, fijos los ojos negros y menudos, que miraban sin ver.

Monsieur Patient sacó de la caja de los aparejos un gran anzuelo de un solo garfio y en cuya espiga se hallaban firmemente sujetos un alambre de acero de 45 centímetros y una afilada púa de acero de 30 centímetros, parecida a una aguja de hacer calceta. Introdujo la púa en el orificio anal del pescado y empujó hasta que la punta ensangrentada salió por la boca del bonito. Sujetó el alambre de acero al otro extremo de la púa y, con unas tenacillas, tiró de la aguja y del alambre, haciéndolos pasar por el cuerpo del pescado, hasta que el alambre colgó de la boca de aquél.

Después, el viejo hundió profundamente la espiga del anzuelo en el vientre del bonito, de manera que desapareció en él, salvo la curva y la afilada punta con su garfio. Éstos sobresalían rígidos hacia fuera y hacia abajo en la base de la cola, con la punta hacia delante. Sacó el resto del alambre de la boca del pescado, hasta que quedó tirante.

A continuación, tomó una aguja mucho más pequeña, no mayor de las que usan las amas de casa para coser los calcetines del marido, y un metro de hilo torcido de algodón. La aleta dorsal y las dos ventrales del bonito estaban planas. El viejo pasó el hilo de algodón por la espina principal de la aleta dorsal, le dio varias vueltas y, después, hizo pasar la aguja por un músculo de detrás de la cabeza del pescado. Así, al tirar del hilo, se levantó la aleta, con la serie de espinas y membranas que le dan estabilidad vertical en el agua. Hizo lo propio con las dos aletas ventrales y, por último, cerró la boca del bonito con unas cuantas puntadas pequeñas y limpias.

Cuando hubo terminado, el bonito tenía casi el mismo aspecto que cuando estaba vivo. Sus tres aletas estaban desplegadas en perfecta simetría, para impedir que se ladease o diese vueltas. La cola vertical mantendría la dirección al ser arrastrado el bonito a gran velocidad. La boca cerrada evitaría la turbulencia y las burbujas. Sólo el hilo de acero entre sus cerrados labios y el cruel anzuelo colgando de su cola delataban su condición de cebo. Por último, el viejo pescador sujetó los centímetros de alambre de la boca del bonito al segundo alambre que pendía de la punta de la caña y lanzó el nuevo cebo al océano. Todavía con los ojos abiertos, el bonito osciló dos veces sobre la estela y fue sumergido por el plomo, para empezar su último viaje submarino. El hombre dejó que se alejase m, más allá de los otros señuelos, antes de fijar de nuevo la caña y volver a su silla de mando. El agua había trocado su color azul grisáceo por un brillante azul verdoso.

Diez minutos más tarde. Higgins hizo otra presa, esta vez con el señuelo giratorio. Estuvo tirando y aflojando durante más de diez minutos. Fuese lo que fuere, el pez luchaba desesperadamente por liberarse. Dada la fuerza de sus tirones, todos pensaron que podía ser un atún de buen tamaño; pero, cuando lo izaron a bordo, vieron que se trataba de un pez de un metro de largo, de cuerpo fino y delgado, y que tenía doradas las aletas y la parte superior del cuerpo.

—Un dorado —dijo Kilian—. Buena pesca. Esos bichos se defienden muy bien. Y son sabrosos. Pediremos al cocinero del «St. Geran» que lo prepare para la cena.

Higgins estaba colorado y entusiasmado.

—Tuve la impresión de estar tirando de un camión que se daba a la fuga —jadeó.

El muchacho ajustó de nuevo el señuelo y volvió a echarlo al agua.

El mar se estaba encrespando. Murgatroyd se agarró a uno de los soportes de un tejadillo colocado sobre la parte anterior de la cubierta, para ver mejor. La
Avant
cabeceaba ahora fuertemente entre las grandes olas. Al descender, contemplaban grandes muros de agua por todos lados, masas movedizas cuya lustrosa superficie ocultaba la fuerza enorme acumulada en ellas. Y al subir, podían ver crestas de espuma que se extendían muchas millas y, hacia el Oeste, la borrosa costa de Mauricio en el horizonte.

Las olas venían del Este, una tras otra, como apretadas filas de soldados gigantescos y verdes que marchasen sobre la isla, para morir bajo la artillería del arrecife. Murgatroyd se sorprendió al ver que no sentía mareo, pues, en una ocasión, se había mareado en el ferry que hacia la travesía de Dover a Boulogne. Pero aquél era un barco grande, que batía las olas para abrirse paso, y donde los pasajeros tenían que respirar olores de aceite, de grasa de la cocina, de humo y de otras cosas. La pequeña
Avant
no luchaba contra el mar; se dejaba llevar por él, cediendo para elevarse de nuevo.

Murgatroyd contemplaba fijamente el agua y sentía ese temor lindante con el miedo, que suele acompañar a los hombres en los barcos pequeños. Una embarcación puede parecer soberbia, majestuosa, lujosa y segura, en las aguas tranquilas de un puerto de moda, y ser admirada por la gente como muestra de la riqueza de su propietario. Pero, en alta mar, es hermana del desvencijado carguero, del oxidado vapor volandero; una cosita llena de costurones y de ensambladuras, una débil cascara de nuez midiendo su mísera fuerza contra un poder inimaginable, un frágil juguete en la palma de la mano de un gigante. Incluso rodeado de los otros cuatro, Murgatroyd sentía su propia insignificancia y la impertinente pequenez de la barca, y esa impresión de soledad que produce el mar. Sólo los que han viajado por mar o por aire, o a través de grandes nevadas o sobre las arenas del desierto, conocen este sentimiento. Son escenarios inmensos, despiadados, pero el más terrible de todos es el mar, porque se
mueve
. Poco después de las nueve, Monsieur Patient murmuró algo, sin dirigirse a nadie en particular.


Y'a quelque chose
—dijo—.
Nous suit
.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Higgins.

—Ha dicho que hay algo por ahí —indicó Kilian—. Algo que nos sigue.

Higgins miró fijamente a su alrededor. No vio nada; sólo agua.

Kilian se encogió de hombros.

—Es como cuando usted percibe a primera vista que hay un error en una columna de números. Cuestión de instinto.

El viejo redujo la marcha y la
Avant
se deslizó más despacio, hasta que pareció que se paraba. El balanceo y los cabeceos parecieron aumentar al reducirse la velocidad. Higgins tragó varias veces, al llenarse su boca de saliva. A las nueve y cuarto, una caña se dobló bruscamente y el hilo empezó a desenrollarse, no muy de prisa pero continuamente, y el rodillo empezó a chascar como una matraca.

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