Dicho lo cual, se sentó. El juez contempló la sala desde el estrado.
«Si tú perdiste el control, amigo mío —pensó—, el "Concorde" vuela impulsado por un tirachinas.» Sin embargo, no pudo dejar de recordar un incidente acaecido años atrás, cuando fue baqueteado por la Prensa con motivo de una sentencia dictada por él en otro tribunal; su furor había sido compensado al demostrarse más tarde que había tenido razón. En voz alta, dijo:
—El caso es grave. El tribunal puede aceptar que usted se sintió vilipendiado, e incluso que, cuando fue aquella mañana a Hampstead, no albergaba intenciones violentas. Sin embargo, pegó a Mr. Brent, y lo hizo en la puerta de su casa. En nuestra sociedad, no podemos permitir que un ciudadano particular se crea autorizado a pegarles en las narices a los distinguidos periodistas del país. Por consiguiente, se le impone una multa de cien libras, con otras cincuenta libras en concepto de costas.
Bill Chadwick extendió un cheque, mientras se vaciaban los bancos de la Prensa y los reporteros se disputaban los teléfonos y los taxis. Cuando bajaba la escalinata del edificio del tribunal, sintió que alguien le agarraba de un brazo.
Se volvió y se encontró frente a Gaylord Brent, pálido de ira y temblando de excitación.
—¡Bastardo! —exclamó el periodista—. No podrá salir tan bien librado después de lo que ha dicho ahí.
—Vaya si podré —dijo Chadwick—. Habida cuenta de que lo he dicho en el curso de un juicio. Es el llamado «privilegio absoluto».
—Pero yo no soy lo que usted ha dicho —dijo Brent—. No puede difamar a un hombre de este modo.
—¿Por qué no? —dijo tranquilamente—. Usted lo hizo.
El motor del coche había estado tosiendo durante más de dos millas y, cuando pareció a punto de exhalar el último suspiro nos hallábamos en una empinada y serpentina cuesta. Recé a todos mis santos irlandeses para que no nos encontrásemos atascados en aquel punto y perdidos en la salvaje belleza del campo francés.
A mi lado, Bemadette me dirigía miradas asustadas al inclinarme yo sobre el volante y pisar el acelerador, tratando de aprovechar las últimas fuerzas de la agonizante máquina. Era evidente que algo andaba mal debajo del capó, y yo era sin duda el hombre más ignorante del mundo en tales misterios tecnológicos.
El viejo «Triumph Mayflower» subió a duras penas el trecho final de la cuesta y se paró al llegar a la cima. Cerré el contacto, eché el freno de mano y me apeé. Bernadette hizo lo propio, y ambos contemplamos el otro lado del monte, donde la carretera de tercer orden descendía en dirección al valle.
Aquella tarde de verano, de principios de los años cincuenta, era innegablemente hermosa. En aquellos tiempos, la región de la Dordoña estaba aún «por descubrir», al menos por la gente elegante. Era una zona de la Francia rural que había cambiado poco en el curso de los siglos. No había chimeneas de fábricas ni postes de electricidad apuntando al cielo; ni grandes carreteras trazando cicatrices en el valle verdeante. Las casas de campo estaban como acurrucadas junto a estrechos caminos, viviendo de los campos aledaños, cuyas cosechas eran transportadas por chirriantes carretas tiradas por yuntas de bueyes. Bernadette y yo habíamos decidido explorar esta región en nuestro viejo turismo aquel verano de nuestras primeras vacaciones en el extranjero; quiero decir, más allá de Inglaterra e Irlanda.
Saqué mi mapa de carreteras del coche, lo estudié y señalé un punto en la linde norte del valle de Dordoña.
—Estamos por aquí…, creo yo —señalé.
Bernadette estaba observando la carretera, delante de nosotros.
—Allá abajo hay un pueblo —dijo. Seguí su mirada.
—Tienes razón.
Podía verse el campanario de una iglesia entre los árboles, y también un trocito del tejado de un henil. Contemplé recelosamente el coche y la carretera.
—Podríamos ir hasta allí con el motor parado —dije—, pero no más lejos.
—Siempre será mejor que pasar aquí toda la noche —convino mi cara mitad.
Volvimos a montar en el coche. Puse punto muerto y solté el freno de mano. El «Mayflower» empezó a rodar suavemente hacia delante y adquirió velocidad. Envueltos en un fantástico silencio, rodamos cuesta abajo en dirección al lejano campanario.
La fuerza de la gravedad nos llevó hasta las afueras de la que resultó ser una pequeña aldea de una docena de casas, y la inercia del automóvil nos empujó hasta el centro de la calle del pueblecito. Entonces, el coche se detuvo. Nos apeamos de nuevo. Empezaba el crepúsculo.
La calle parecía absolutamente desierta. Junto a la pared de un gran henil de ladrillos, picoteaba un pollo solitario. Dos carretas de heno, con las varas sobre el polvo, estaban junto al borde de la calle, pero sus dueños se hallaban evidentemente en otra parte. Yo había resuelto llamar a una de las casas cerradas y, a pesar de mi completa ignorancia del idioma francés, tratar de explicar el apuro en que me hallaba, cuando una figura solitaria salió de detrás de la iglesia, a unos cien metros de distancia, y vino hacia nosotros.
Al acercarse, vi que él era el cura de la aldea. En aquellos tiempos, llevaban todavía larga sotana negra, faja y sombrero de ala ancha. Traté de recordar una palabra francesa para dirigirme a él. Fue inútil. Cuando llegó a nuestra altura, llamé:
—Padre.
Fue suficiente. Se detuvo, se acercó más y me dirigió una sonrisa interrogadora. Señalé mi coche. Él se inclinó v asintió con la cabeza, como diciendo: «Bonito automóvil.» ¿Cómo explicarle que yo no era un orgulloso propietario que quería presumir de coche, sino un turista que acababa de sufrir una avería?
El latín, pensé. El cura era viejo, pero seguramente recordaría algo de latín de sus días escolares. Sin embargo, y esto era lo más importante, ¿lo recordaría yo? Los hermanos de la Doctrina Cristiana habían pasado años tratando de inculcarme algo de latín, pero, aparte de las oraciones de la misa, no había vuelto a emplearlo desde entonces, y los misales no contienen ninguna referencia a los problemas de un «Triumph» averiado.
Señalé el capó del automóvil.
—
Carrus meus fractus est
—le dije.
En realidad, esto quería decir «Mi carro está roto»; pero pareció surtir efecto. Una expresión comprensiva inundó su cara redonda.
—
Ah, est fractus carrus teus, filius meus
? —repitió.
—
In veritate, Pater meus —le
dije.
Él pensó un rato y después me hizo seña de que le esperásemos. Echó a andar a paso vivo calle arriba y entró en una casa que, por lo que vi más tarde al pasar por delante de ella, era el café del pueblo y sin duda su centro vital. Habría tenido que pensar en esto.
El cura salió unos minutos después, acompañado de un hombrón con los pantalones azules y la camisa típicos del campesino francés. Sus alpargatas de esparto rozaban el polvo al caminar hacia nosotros en compañía del cura. Al llegar a nuestra altura, el sacerdote empezó a hablar rápidamente en francés, gesticulando y señalando arriba y abajo de la carretera. Tuve la impresión de que decía a su feligrés que el coche no podía quedarse bloqueando la carretera toda la noche. Sin decir palabra, el campesino asintió con la cabeza y echó a andar de nuevo. Por consiguiente, el cura, Bernadette y yo nos quedamos de nuevo solos junto al coche. Bernadette se apartó y se sentó junto a la cuneta.
Los que no han tenido nunca que esperar a que ocurra algo desconocido, en presencia de alguien con quien no puede cambiar una palabra, sabrán lo que esto significa. Moví la cabeza y sonreí. Él hizo lo mismo. En definitiva, él rompió el silencio.
—
Anglais
? —preguntó, señalándonos a Bernadette y a mí.
Negué resignadamente con la cabeza. Uno de los males de los irlandeses es que, a lo largo de la Historia, hemos sido siempre confundidos con los ingleses.
—
Irlandais
—dije, esperando que lo habría pronunciado bien.
Su rostro se iluminó.
—
Ah, Hollandais
—dijo.
Volví a menear la cabeza, le asi del brazo y le llevé a la parte de atrás del coche. Le mostré el rótulo en letras mayúsculas, en blanco y negro: IRL. Él sonrió, como en presencia de un niño impertinente.
—
Irlandais
? —Asentí y sonreí—.
Irlande
? —Más sonrisas y cabezadas—.
Partie d'Anglaterre
—dijo él.
Suspiré. Hay guerras que no pueden ganarse, y no era el momento ni el lugar adecuados para explicarle al buen cura que Irlanda, en parte gracias a los sacrificios del padre y del tío de Bernadette, no era parte de Inglaterra.
Llegados a este punto, el campesino salió de un estrecho callejón entre dos heniles de ladrillos y lastras, montado en un viejo y ruidoso tractor. En un mundo de carretas tiradas por caballos o bueyes, debía ser el único tractor del pueblo, y su motor sonaba sólo un poco mejor que el del «Mayflower» momentos antes de pararse. Pero bajó por la calle y se detuvo exactamente delante de mi automóvil.
El campesino vestido de azul sujetó mi coche con una gruesa cuerda al gancho de su tractor, y el cura me indicó que debía subir al automóvil. De esta manera, con el cura caminando a nuestro lado, nos remolcaron carretera abajo, doblamos una esquina y entramos en un patio.
A la penumbra del crepúsculo, descubrí un desconchado tablón sobre lo que parecía otro henil de ladrillos. Leíase en él el rótulo «
Garage
», y por lo visto, estaba cerrado. El campesino desenganchó mi coche y empezó a enrollar su cuerda. El sacerdote señaló su reloj y el garaje cerrado. Me indicó que lo abrirían a las siete de la mañana, y que, entonces, el ausente mecánico vería lo que le pasaba a mi automóvil.
—¿Qué vamos a hacer hasta entonces? —murmuró Bernadette.
Llamé la atención del cura, puse ambas manos juntas a un lado de mi cara e incliné la cabeza en el ademán internacional de la persona que quiere dormir. El cura comprendió.
Hubo otra rápida conversación entre el sacerdote y el campesino. No entendí nada, pero el campesino levantó un brazo y señaló a alguna parte. Capté la palabra «Preece», que nada significaba para mí, pero vi que el sacerdote asentía con la cabeza. Entonces, éste se volvió a mí y me indicó que debíamos tomar una maleta del coche y subir al estribo de atrás del tractor, sujetándonos con fuerza.
Así lo hicimos, y el tractor salió del patio hacia la carretera. El amable sacerdote nos despidió con la mano, y no volvimos a verle. Sintiéndonos muy tontos, subimos al estribo del tractor, sosteniendo yo con una mano la maleta que contenía nuestra ropa de dormir, y arrancamos.
Nuestro silencioso chofer siguió la carretera hasta el otro extremo de la aldea, cruzó un riachuelo y subió una cuesta. Cerca de la cima, se metió en el patio de una granja cuyo suelo era una mezcla de polvo de verano y boñiga de vaca. Se detuvo cerca de la puerta de la granja y nos indicó que nos apeásemos. El motor seguía en marcha y armaba un buen ruido.
El campesino se acercó a la puerta de la granja y llamó. Un minuto después apareció una mujer bajita, madura, con delantal, a la luz de una lámpara de parafina que había detrás de ella. El conductor del tractor le habló y nos señaló. Ella asintió con la cabeza. El conductor, satisfecho, volvió a su tractor y nos indicó la puerta abierta. Después, se alejó.
Mientras hablaban los dos, yo había echado un vistazo al patio, a la poca luz que quedaba del día. Era como muchos de los que había visto hasta entonces: el patio de una granja pequeña, que tenía un poco de todo. Había un establo para vacas, un corral para el caballo y los bueyes, una artesa de madera junto a una bomba de mano, y un gran montón de estiércol en el que picoteaban unas cuantas gallinas. Todo parecía marchito y blanqueado por el sol; nada moderno, nada eficaz; pero la clase de pequeña propiedad tradicional francesa con la que cientos de miles de personas forjaban la espina dorsal de la economía agraria.
Procedente de algún lugar que no podía ver, llegaban a mis oídos los golpes rítmicos de un hacha al morder la leña y el chasquido de los troncos al partirse. Alguien estaba preparando zoquetes para la lumbre en el venidero invierno. La señora de la puerta nos invitó a entrar. Debía de haber un cuarto de estar, una estancia, un salón —llámenlo ustedes como quieran—, pero la mujer nos condujo a la cocina, que era por lo visto el centro de la vida familiar; una pieza embaldosada, con una mesa para comer, un fregadero y dos poltronas delante del fuego. Otra bomba de mano, cerca del fregadero de piedra, indicaba que el agua procedía del pozo. La iluminación era a base de lámparas de parafina. Di por terminado mi examen.
Nuestra patrona resultó ser muy amable; rolliza, con mejillas de manzana y cabellos grises recogidos en un moño, manos curtidas por el trabajo, vestido largo y gris, delantal blanco, y una vivaracha sonrisa de bienvenida. Se presentó como Madame Preece, y nosotros le dijimos nuestros nombres, para ella totalmente impronunciables. Era evidente que la conversación se limitaría a más sonrisas y movimientos de cabeza, pero yo me alegré de tener un lugar donde alojarnos, teniendo en cuenta nuestros apuros de hacía una hora en el monte.
Madame Preece indicó que Bemadette desearía ver la habitación y lavarse un poco, cortesía de la que, por lo visto, no era yo merecedor. Las dos mujeres desaparecieron escalera arriba con la maleta. Yo me acerqué a la ventana, que estaba abierta al tibio aire del anochecer. Daba a otro patio, en la parte de atrás de la casa, y había una carreta entre los matojos, cerca de un cobertizo de madera. Partiendo del cobertizo, había una corta valla de unos 2 metros de altura y, por encima de ella, veíase subir y bajar una enorme hacha, mientras proseguía el ruido de sus golpes sobre los leños.
Bemadette bajó al cabo de diez minutos más fresca después de haberse lavado en una jofaina de porcelana con el agua fría de un cubo de piedra. El agua que había caído al patio por delante de la ventana abierta debía ser la razón de un extraño chasquido que había oído. Arqueé las cejas.
—Es una pequeña y linda habitación —comentó Bernadette.
Madame Preece, que la estaba observando, hizo una reverencia, comprendiendo únicamente el tono de aprobación de las palabras.
—Confío —dijo Bernadette, sin abandonar su brillante sonrisa— en que no habrá bichitos.
Yo temí que los hubiese. Mi esposa ha sido siempre muy sensible a las picaduras de las pulgas y de los mosquitos, que levantan grandes ampollas en su blanca piel céltica. Madame Preece nos indicó que nos sentásemos en los desvencijados sillones, y así lo hicimos; y ella siguió parloteando mientras se atareaba en la negra cocina de hierro emplazada en el otro extremo de la habitación. Se estaba cociendo algo que olía muy bien, y el olor despertó mi apetito.