A aquel singular relato lo siguieron varios vasos de vino, así como la historia de la esposa desobediente de Copparo. En el pueblo de Copparo vivía un piadoso comerciante con su mujer, que era joven y bella, pero no tan devota como su marido. Se la veía poco en la iglesia, y durante la Cuaresma ofrecía banquetes a los mendigos de la ciudad; y como aún no le había dado descendencia a su marido, éste lo tomó como prueba de su impiedad y empezó a tratarla como a un animal. A los meses, se la veía con unos arneses encima, y cuando se ponía terca y se encerraba en sí misma, el comerciante solía blandir el látigo. En suma, que había un barullo de narices en aquella casa. Pero en vano; la mujer seguía igual de desobediente y aún infecunda. Entonces llamaron al Hombre de los Milagros, pues Copparo y Polesella son poblaciones vecinas. Entró en el pueblo causando gran sensación y fue directo a la casa del comerciante, donde encontró a la esposa desobediente en una jaula. El hombre le explicó cómo se comportaba su mujer mientras él leía las Sagradas Escrituras: menudo alboroto solía organizar. A continuación empezó el tratamiento, que siguió las mismas pautas que en Polesella. El Hombre de los Milagros permaneció doce horas en la casa azotada por la desgracia. Después llamó al comerciante y a medio pueblo para que vieran a la mujer, que estaba transformada: tenía las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes, estaba erguida y radiante, aunque todavía se le veía algún resto de baba. Pero lo más importante es que a los tres meses resultó que estaba embarazada, y a partir de aquel día ella y el comerciante fueron un ejemplo para otros matrimonios.
—Sí, los caminos del Señor son ciertamente inescrutables —murmuró Giuseppe mientras se servía vino—. Pero dime, hospedero, ¿qué aspecto tiene ese curandero?
—Yo no lo he visto personalmente, pero dicen que es muy joven y que se parece a los demás mozos, aunque tiene una piel blanca que llama la atención.
—¿Vende ungüentos?
—Vende de todo: aceites y polvos, elixires contra los hongos y fórmulas para la memoria. Si no me crees, espera y verás, porque el milagro ha llegado también hasta mi casa.
El hombre dejó a Giuseppe inmerso en sus pensamientos, y volvió con un frasquito que estaba casi vacío.
—Yo no he sido siempre como me ves ahora —dijo el anfitrión, riendo—. Todo empezó cuando compré este elixir; una sola gota cada mañana me ha convertido en una persona completamente distinta, porque este brebaje previene la tristeza y la languidez. ¿No es extraordinario?
Giuseppe lo olisqueó y se puso en pie de un brinco.
—Ciertamente —dijo, con una risa ahogada—, menudo milagro.
—Sí, ¿verdad? ¿Has visto alguna vez algo parecido?
—Pues sí, en Apulia, en Salerno, en Lucca y en incontables lugares que he visitado —respondió con un bufido—. Porque el misterioso contenido de ese frasco es resultado de muchos años de experimentación en el campo de la medicina y la farmacia.
—No me digas.
—Es tan cierto como que soy Pagamino de Umbría. Y es que hace falta algo más que un cretino paliducho para inventar eso. Ése es un imbécil, un aficionado y un plagiario; pues yo soy su maese, y él, mi alumno.
—Entonces, ¿eres el maestro del Hombre de los Milagros? —dijo el anfitrión, dándose una palmada en la tripa.
—Tienes delante a un hombre al que le ha faltado un pelo para mezclar la
lacrima del diavolo
, que es un brebaje que te ofrece la vida eterna. Y ¿qué más puede desear una persona?
La última información hizo que el tabernero riera más alto aún y sirviera más vino.
«Bien, bien —pensó Giuseppe—, tal vez el hospedero haya bebido demasiado, porque habla como si entendiera del asunto.»
—Pero dime, amable anfitrión, ¿dónde puedo encontrar a ese que se hace pasar por curandero?
El posadero, que se estaba ahogando de risa, llamó a su esposa, una mujer corpulenta de aspecto ceñudo.
—¿Cómo voy a saber yo eso? —gruñó ella, y siguió con su trabajo de cazar una mosca.
—Vamos, Prunella, si lo sabes todo —repuso él ahogando la risa.
—Desde Gadolfo —dijo la mujerona—, él y su asistente partieron para las marismas de Venecia.
Giuseppe se sobresaltó.
—Su asistente —susurró.
—Así es —cacareó el hospedero—: el Hombre de los Milagros viaja con el hombre más alto de Italia, jamás se han visto piernas tan largas. Lo llaman «El Gran Lambrini».
Al oír aquella observación, Giuseppe se acurrucó, como si hubiera comido alumbre.
—Lambrini —dijo con un gruñido— es un enano de mierda, y los polvos que le di eran cola de caballo seca, que sólo es eficaz contra la incontinencia de orina. Menuda burla para un viejo con hernia.
El comentario hizo que el hospedero se tronchara de risa; con la botella en la mano subió la escalera tambaleándose, y una vez arriba se oyó cómo caía desplomado.
Giuseppe se secó el sudor de la frente y sonrió forzadamente a la hospedera, que le comunicó que la taberna estaba cerrada.
Él hundió la mano en la alforja. Sacó una sortija con una piedra de color anaranjado. La mujer hizo como si nada, pero era evidente que la sortija había despertado su interés.
—Llévate el vino de la mesa —dijo Giuseppe—. No acostumbro beber mucho. Vengo de la corte del príncipe de Mirandola.
—Pues todo parece indicar que has estado empinando el codo.
—La desconfianza es cosa fea, señora.
—También lo es la inclinación a la bebida. —Dio un manotazo tras la mosca, que se había posado en un poste.
—El príncipe me dio esta sortija en agradecimiento por haber salvado a su sobrina cuando la asaltaron en el bosque.
—¿Pretendes que me lo crea? ¿Cómo te llamas?
—Alberto —respondió Giuseppe—. Alberto el Venerable.
—Basta. La taberna está cerrada, Alberto.
—No tan rápido, querida señora. Tu paciencia será recompensada. Siéntate aquí un rato y déjame la mosca a mí. —Se puso en pie y se acercó al moscardón, que se acicalaba las alas en la barandilla. Sopló hacia él y sonrió a la posadera—. Obedece a tu señor —susurró—, obedécelo y túmbate patas arriba.
Al segundo el insecto yacía en el suelo.
La mujer lo recogió.
—¿Qué bufonada es ésta?
—Sólo ha sido un poco de hipnosis, querida señora; la menor de mis muchas habilidades —dijo Giuseppe, metiendo la mano en la alforja y sacando una piedra, que puso en la mesa.
La mujer se sentó frente a él, y parecía que el estudio de los padrastros de sus uñas era lo único que la preocupaba.
—Toma esta piedra, Prunella; tómala en tu mano, cierra los dedos con fuerza y mírame a los ojos.
—¿Por qué?
—Porque es por tu bien.
—¿Qué sabes tú de eso?
—Lo que es útil para el príncipe será también útil para una posadera joven.
La mujer emitió un bufido, pero hizo lo que le decía; tomó la piedra y se quedó mirando a Giuseppe con ojos duros y obstinados. Apretaba la piedra cada vez con más fuerza; finalmente, el cuerpo rollizo se estremeció, el brazo se agitó, como si le doliera, y su mirada adquirió una expresión demente.
—¡Aprieta, Prunella! —gritó Giuseppe—. No la sueltes, por Dios, no la sueltes.
Pero por mucho que quería, Prunella no podía seguir apretando y, pálida de agotamiento, dejó caer la cabeza sobre la mesa.
Giuseppe la tomó de la muñeca.
—Ésta —susurró— es una de las tres piedras filosofales que el padre del príncipe se trajo de Tierra Santa en mil doscientos setenta y ocho, año del Señor. Una de ellas se encuentra en el Vaticano, junto con la túnica del apóstol; la otra está enterrada con el califa El-Hakim. Pero la tercera piedra, Prunella, me la dio el príncipe de Mirandola y es perfecta para convertir a los desconfiados. Pero respóndeme con franqueza: ¿quieres beber un vaso con un boticario ambulante y después ver un milagro mayor aún?
Después de otra jarra, la conversación entre Giuseppe y Prunella discurrió mucho mejor. Resultó que Prunella era una mujer bien informada, como suelen serlo la mayoría de las posaderas. Que estaba hambrienta de amor fue algo que descubrió Giuseppe algo más tarde, pero durante las horas previas ella le habló del «milagro de Gadolfo», que no era ningún secreto, pues era tema de conversación en toda la región de Emilia, e incluso en los montes de Vicenta no se hablaba de otra cosa.
—Había un hombre de Lucca que iba en compañía de un lobo. Un señor peligroso y temible, que viajaba en nombre del obispo y con la bendición de la Iglesia, aunque no dejaba tras de sí más que muerte y destrucción. Nadie deseaba su compañía, nadie le ofrecía alojamiento, pero menos aún se atrevían a negarle la información que quería.
—¿Qué buscaba? —susurró Giuseppe, tratando de que su voz sonara despreocupada.
—Por lo visto, buscaba a un viejo mercachifle; el que pueda entenderlo que lo entienda.
—Santo cielo —murmuró, mientras sentía que le brotaba un sudor frío.
La mujer del tabernero se sirvió otro vaso de vino.
—Con aquel señor se podía tener mala suerte —aseveró—. Había, por ejemplo, un campesino testarudo que se negó a hablar con el enviado de Lucca. Lo encontraron degollado.
—Eso suele soltar la lengua de los que siguen vivos.
—Es verdad. Pero sigue escuchando, porque el hombre, al que llaman Del Sarto, estuvo también aquí.
Giuseppe jadeó y dejó el vaso en la mesa.
—No me digas. Ese Del Sarto se mueve mucho.
La mujer asintió en silencio, con aire trascendental.
—Estuvo alojado en la posada tres días, comió de mi comida, bebió de nuestro vino y alimentó a su perro, que es tan perro como un león es un gato. Desde aquí convocó a gente de los alrededores para que le contaran lo que sabían del Hombre de los Milagros, que en aquel momento se encontraba en Rosalina Mare, donde todo el clero se le había echado encima.
—¿A causa de qué?
—A causa de una mujer que llevaba más de un mes teniendo contracciones de parto.
—¡Cuenta, Prunella!
La posadera puso su mano sobre la de Giuseppe.
—El Hombre de los Milagros llegó y frotó con su saliva el vientre de la embarazada, que dio a luz inmediatamente a una niña negra de pies a cabeza, aunque tanto el hombre como la mujer eran blancos. Podría haber una explicación, al ser Rosalina Mare lugar frecuentado por marineros, pero el clero expulsó de la ciudad al Hombre de los Milagros. Éste buscó refugio en Gadolfo, adonde… —Hizo una pequeña pausa teatral—. Adonde llegó Del Sarto.
Giuseppe alargó el brazo hacia la jarra de agua, y al servirse vio que le temblaba la mano.
—¿A qué distancia está Gadolfo de aquí? —susurró.
—A un día o dos de viaje. Como mucho. ¿Tienes algo que hacer en Gadolfo?
—De ninguna manera, casi diría que al contrario. Entonces, ¿llegó ese Del Sarto?
Prunella asintió en silencio.
—Sí que llegó, pero apenas había entrado en la ciudad cuando lo atacó la enfermedad: empezó a sangrar por la nariz, y le salieron bubones en los sobacos y la entrepierna.
—La peste —dijo Giuseppe con un gemido.
—Exactamente, la peste. Pero aún hay más, porque estando tan cerca de su presa, puesto que Del Sarto perseguía al Hombre de los Milagros, no dejó que la enfermedad lo derrotara, y envió a sus hombres a la marisma donde vivían dos hermanos, aislados del mundo a causa de la lepra. Sus padres habían muerto, y los niños se alimentaban de la pesca y la compasión de los buenos vecinos. Pero la enfermedad se había extendido tanto que nadie se atrevía a acercarse a la leprosería, asentada en cuatro pilares sobre la marisma. Era obvio para todos que los niños estaban condenados a morir. —Prunella dejó el chal en el banco—. Lo que sucedió después lo sé por mi primo, que vive por aquellos parajes; cuenta que una mañana llegó un joven en una lancha, ayudado de una pértiga. Pasó con los niños casi todo el día, y por la noche volvió con la lancha a tierra firme, donde se echó a dormir con las estrellas por techo. ¿Crees que los curó de su mal? —preguntó, sonriendo—. Naturalmente que sí. Eso sí que es un milagro.
Giuseppe sirvió otro vaso de vino sin esperar a que lo invitaran.
—Me da la sensación —murmuró— de que voy a vomitar la minestrone.
Prunella le tendió la jarra de agua y empezó a contar la historia de las siete hermanas de Rafael. Vivían en un molino de agua, rodeado de sesenta sauces llorones plantados por el emperador Tiberio, quien fue agasajado en la región durante la época en que el molino funcionó como taberna para viajeros. Las siete hermanas tenían en común el pelo cobrizo y la piel blanca azulada, así como ser infecundas, pues tal fue el destino que azotó a la familia: a saber, que ninguna de ellas podía quedar embarazada. Pero tras unos pocos días de estancia en el molino, el Hombre de los Milagros dejó atrás a siete hermanas encinta.
Giuseppe se inclinó sobre la mesa con expresión incrédula y escandalizada.
—Vaya manera de saltar al potro.
Prunella guiñó un ojo.
—No tengo ni idea de cómo se quedaron embarazadas —murmuró—, pero esa clase de milagros es bastante habitual.
Giuseppe sacudió la cabeza, resignado.
—Siete seguidas —dijo con un gemido.
—Pero ya se sabe —continuó la mujer— que el destino es caprichoso. ¿Recuerdas al verdugo de Lucca, que enfermó de peste bubónica? A pesar de todo, aquella misma noche fue tratado por su enfermedad, y a la mañana siguiente pudo levantarse de la cama completamente curado.
—¿Es posible? ¿Curado de la peste?
—Y en cuanto a los niños leprosos que estaban a punto de morir, éste es el día en que no se distinguen del resto de los rapaces completamente sanos de la marisma.
Giuseppe empujó la botella de vino a un lado de la mesa.
—Ya vale por esta noche —susurró.
Prunella sonrió.
—Oye, tú pareces saber algo más que el rosario —dijo con voz arrulladora.
—Se agradece la confianza —contestó él, poniéndose en pie con dificultad.
—Toma y daca —repuso, agarrándolo del cuello.
—Por desgracia, tengo una misión inaplazable; pero dime, por favor, ¿qué fue de Del Sarto?
—Del Sarto sigue a la caza.
—¿Dónde está cazando?
—¿Dónde? Por todas partes. Y continuará hasta que encuentre al hombre que lo curó, pues dicen que se dejó enfermar sólo para atraer a su presa. La peste, atrapamoscas, es castigo de Dios, todo el mundo lo sabe. No lo olvides.