El Druida (65 page)

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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

BOOK: El Druida
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Un frío cosquilleo invadió las puntas de mis dedos.

Sin abrir los ojos, tendí las manos y apoyé los dedos en la superficie de la imagen tallada.

La sensación ascendió por mis brazos como si hubiera aplicado las manos a un fuego rugiente.

Necesité toda mi fuerza de voluntad para no apartar las manos de la piedra. Entonces oí las voces. Las voces profundas y lejanas de los druidas que cantaban en el gran bosque de los carnutos.

«Penetrarás en la luz pero nunca te quemarás con la llama»
, me recordaron.

Abrí los ojos.

* * * * * *

Cuando el Goban Saor regresó a la tienda, una piel de buey pintada con símbolos druídicos cubría de nuevo a Aquel Que Tiene Dos Caras. El artesano le dirigió una mirada de soslayo y luego me hizo salir para que mirase los diversos planes que trazaba en el suelo con la punta de una lanza, mientras me explicaba las ventajas de cada uno y me decía cuáles aprobaba Rix.

—Si levantamos una línea de estacas inmediatamente después del muro de nuestro campamento y entonces..., no me estás escuchando, Ainvar.

—Claro que sí —me apresuré a replicar.

Desvié mis pensamientos de la figura con dos caras y me agaché para examinar el último esquema que había trazado el Goban Saor.

Mientras realizábamos nuestros preparativos, César hacía los suyos. Desplegó sus legiones en un enorme círculo irregular alrededor de Alesia, levantando veintitrés pequeños reductos en diversos puntos, desde donde los observadores podían vigilar la actividad entre los galos. Bajo la cobertura de la noche, hizo que sus hombres empezaran a cavar trincheras y levantar empalizadas que no descubrimos hasta que se hizo de día.

Rix hizo frecuentes salidas con la caballería, en un intento de destruir aquellas construcciones, pero cada vez fue rechazado.

—Mis hombres no luchan con tanto ardor como deberían —me dijo entristecido—. Avanzan sobre el enemigo como si esperasen que algo terrible suceda en cualquier momento.

—Es cierto —repliqué—. César ha nublado sus mentes con temor. El temor es una magia poderosa, Rix. Si me lo permites, podría llevar a cabo un ritual para contrarrestar...

—¡Mis hombres no necesitan que ninguna magia les impulse a luchar! ¡Necesitan inspiración, y eso es algo que yo puedo darles!

Había atacado su orgullo y estaba furioso. Dejé que se marchara, pensando para mí, mientras le veía alejarse, que la inspiración es también una forma de magia.

Vercingetórix reunió a sus guerreros y les arengó con valientes palabras a las que ellos respondieron golpeando los escudos con sus lanzas. Mientras pudieran oír el timbre de su voz, estarían dispuestos a enfrentarse a cualquier peligro. Pero no podía derrotar a César sólo con arengas. Llegó el momento en que debía dirigir a sus hombres contra los romanos, y cuando eso sucedió y los galos oyeron las trompetas romanas y los gritos de combate de los germanos, parecieron encogerse.

Cuando unos hombres que estuvieron seguros de ganar han sufrido una derrota considerable, algo dentro de ellos se ha roto.

Utilizando legionarios como zapadores y carpinteros que hacían las veces de ingenieros, César continuó reforzando su posición inexorablemente. Pronto hubo dos líneas de defensa alrededor de Alesia, cada una de ella formada por zanjas, muros, terraplenes y diversas trampas ideadas por él. La parte interior de la línea defensiva estaba destinada a mantenernos encerrados dentro de la ciudad, mientras que el objetivo evidente de la exterior era el de desviar a los refuerzos que pudieran venir en nuestra ayuda.

Al observar aquellas construcciones desde la empalizada de la fortaleza, el Goban Saor quedó muy impresionado por el ingenio que revelaban. Parecía imposible que una empresa tan enorme hubiera sido realizada por el ejército romano en tan corto espacio de tiempo, pero así era.

Rix estaba furioso.

—¡Cincuenta mil romanos no pueden retener a ochenta mil galos! —decía exasperado.

Pero sí que podían.

En repetidas acciones guerreras estábamos aprendiendo con un gran coste de sangre que nuestros guerreros no estaban a la altura de los hombres de César en campo abierto. Los galos atacaban como lo habían hecho siempre, salvaje, azarosa, heroicamente, cada uno luchando de acuerdo con los dictados de su propia naturaleza interior.

Por otro lado, los romanos se movían en formaciones precisas siguiendo un solo plan dominante, y por medio de una variedad de maniobras largamente practicadas envolvían a nuestros guerreros y los mataban.

Una noche, en nuestra tienda, tras una batalla especialmente desastrosa, Cotuatus se quedó mirando la imagen de las dos caras cubierta.

—¿Vas a practicar ahora tu magia, Ainvar, para reducir al ejército de César?

—Ni siquiera la Orden de los Sabios posee una magia lo bastante poderosa para destruir a tantos hombres a la vez. Sería más fácil hacer que las aguas del mar se retirasen a un lado.

—Pero debes de estar planeando algo muy potente —terció el Goban Saor— o no me habrías pedido que trajera eso desde tan lejos. —Señaló con la cabeza la figura cubierta—. Tienes que decirnos lo que vas a hacer, Ainvar, necesitamos saberlo.

—La magia se debilita si la revelas por anticipado —repliqué con el ceño fruncido.

—Pero...

—No discutas con él —le interrumpió Cotuatus—. ¡No discutas jamás con el Guardián del Bosque!

El Goban Saor guardó silencio. Hice un gesto de aprobación con la cabeza al nuevo rey de los carnutos. Cotuatus había aprendido bien su lección.

Tal vez debería haber tratado de desarrollar la misma clase de dominio sobre Rix, pero dudo de que hubiera podido lograrlo. Cotuatus creía en la magia; Vercingetórix, no.

Mientras César apretaba el cerco, Rix hizo un nuevo intento de reforzar a la caballería, exhortando a los jinetes a superar de una vez por todas el recuerdo de su vergüenza reciente aplastando a la caballería de César en un combate en la llanura. Observé la batalla desde los muros de la fortaleza.

La pelea fue larga y dura. A veces parecía como si pudiéramos hacernos con la victoria. Rix dirigió una brillante y temeraria carga tras otra y los jinetes romanos retrocedieron. Entonces César volvió a enviar a sus germanos contra nosotros, y una vez más los galos fueron presa del pánico y huyeron.

Desesperado, desvié la vista y al mirar abajo descubrí a Onuava al pie de la empalizada, mirándome, con una mano por encima de los ojos.

—¿Qué sucede, Ainvar?

—Estamos perdiendo. Nuestros hombres huyen de los de César.

—¡No es posible! ¡No deben hacerlo! ¡Los galos no huyen!

Me miró fijamente un momento, luego dio media vuelta y corrió hacia el alojamiento del rey en el centro de la fortaleza. La perdí de vista entre la multitud pululante. En Alesia se hacinaban no sólo sus habitantes y los miembros del ejército, sino también los campesinos de las tierras circundantes, impulsados por la guerra a buscar protección dentro de sus murallas. El perro más listo no podía ir de un lado de Alesia al otro sin que le pisotearan.

Muy pronto vi de nuevo a Onuava. Se abrió una puerta lateral por la que salió un carro, el destartalado carro de combate del jefe de los mandubios, pero éste no iba en él. Un guerrero arvernio sujetaba las riendas, y a su lado estaba la esposa de Vercingetórix.

Onuava gritaba y blandía una espada. Su cabellera suelta ondeaba tras ella como una bandera leonada. La seguían corriendo cuarenta mujeres, esposas de guerreros, que también gritaban y blandían armas. Al igual que Onuava, sus rostros estaban distorsionados por la furia.

La visión de aquel grupo de mujeres era terrible. Cuando chocaron con los guerreros en retirada, muchos de ellos se detuvieron, dieron la vuelta y se enfrentaron de nuevo a los germanos. La batalla se reanudó en un nuevo nivel de salvajismo. Vi a las mujeres galas arrojarse sobre los jinetes germanos más feroces para derribarlos de sus monturas y atacarlos con uñas, dientes, puños y pies además de cuchillos. Como fuerza de asalto, nuestras mujeres eran más aterradoras que cualquier otra que César pudiera enviar contra nosotros. Era una lástima que no contáramos con más de ellas. Dirigidas por la formidable Onuava, mostraban un enorme talento para la supervivencia contra todos los pronósticos.

Entretanto, César había reunido a sus legiones por debajo de nuestro campamento a fin de impedir que nuestros infantes acudieran en ayuda de Vercingetórix y la caballería. Una vez tomada esta precaución, su propia caballería, incluidos los germanos, redobló sus esfuerzos y empezó a empujar implacablemente a nuestra gente de regreso a Alesia.

Teníamos demasiados guerreros sin adiestrar, los cuales tropezaban unos con otros en su intento de retirada. Los germanos los persiguieron hasta las fortificaciones del campamento, donde muchos de nuestros jinetes abandonaron sus monturas a fin de trepar por los muros y ponerse a salvo en el interior. Los germanos capturaron a muchos más. Hubo una terrible matanza.

Entonces César ordenó a sus legiones que avanzaran. Los centinelas en los muros de Alesia interpretaron esto como una señal para tomar el fuerte por asalto. Empezaron a gritar advertencias y provocaron el pánico dentro de la fortaleza. Con mis propios gritos intenté tranquilizar a la gente.

—¡César no es idiota y no intentará tomar por asalto la fortaleza! ¡Sabe que sería inútil! ¡Aquí estáis a salvo, así que calmaos y no cometáis ninguna estupidez!

Pero la frenética población empezó a abrir las puertas, rogando a nuestros guerreros del exterior que entraran y les protegieran. En las entradas se produjeron tremendos encontronazos que lesionaron a muchos.

Rix cabalgó hacia aquella confusión montado en su caballo negro, gritando a los centinelas que cerrasen y atrancaran las puertas del fuerte, de modo que los guerreros no pudieran dejar desierto el campamento.

Una vez asegurada la fortaleza, Rix se las arregló para reunir a sus fuerzas y defender con éxito el campamento. Finalmente el enemigo se retiró, tras haber matado a un gran número de nuestros hombres y capturado muchos caballos.

Salí del fuerte para reunirme con Rix en el campamento. Onuava y una veintena de mujeres supervivientes ya estaban allí. Habían anunciado su intención de permanecer con los guerreros, comer y dormir con ellos, y nadie había puesto objeciones. Creo que nadie se atrevía a hacerlo.

Me encontré con Onuava cuando salía de la tienda de mando en la que yo me disponía a entrar. Tenía la cara sucia, una enorme hinchazón en la mandíbula y un moratón alrededor de un ojo semicerrado, y sus brazos estaban moteados de cardenales.

—Voy a regresar a Gergovia con el vencedor cuando él lo haga —me dijo orgullosamente—. ¡Con Vercingetórix!

Tenía la cabeza alta y su mirada era fiera.

Incliné la cabeza como muestra de respeto y entré en la tienda. Hanesa y yo habíamos juzgado mal a la mujer.

Rix estaba ojeroso. Había sangre coagulada en un trozo de tela desgarrada que le envolvía un brazo..., no el que blandía la espada, afortunadamente. A modo de saludo me dijo:

—Hemos perdido demasiados guerreros, Ainvar. Esta noche te enviaré lo que queda de la caballería para que intenten deslizarse a través de las líneas romanas y vuelvan a sus tribus en busca de refuerzos. Quiero que toda persona en la Galia libre capaz de empuñar una horquilla o arrojar una piedra venga a Alesia y se una a nosotros para luchar juntos por su libertad.

—No hay suficientes alimentos —le dije entristecido—. Tal como están las cosas, los suministros de trigo no durarán treinta días, y no digamos si hay que estirarlos para alimentar a más gente. César nos ha bloqueado y toda boca adicional que intentemos alimentar disminuirá el tiempo durante el que podemos resistir un asedio.

Tenía los ojos hundidos en las órbitas ahuecadas por la fatiga. Era la primera vez que veía a Rix tan exhausto.

—¿Crees que no me doy cuenta de eso, Ainvar? Pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Ésta es la última oportunidad que tenemos de luchar por la Galia. ¿Sabes lo que sucederá si vence César? Los nervios podrían decírtelo. Cuando César los derrotó sólo dejó con vida a tres de sus ancianos, y de todos sus guerreros, decenas de millares, sólo vivieron quinientos, a los que vendió como esclavos.

»Cuando los eburones se levantaron contra él, invitó a todas las tribus vecinas a venir y saquearles, a destruir su «raza maldita», como él la llamó. Y cuando sus guerreros capturaron Uxellodunum, cortaron las manos de todos los defensores y las enviaron al campo como una advertencia a los demás galos de que no opusieran resistencia a Roma. ¿Puedo permitir que tal cosa suceda a tu tribu o a la mía, Ainvar? ¿O a cualquiera de las personas que creen en mí y en la idea de la confederación de los galos? César se propone conquistar toda esta tierra, poblarla con su propia gente y esclavizarnos para siempre a quienes sobrevivamos. En cuanto a mí —añadió, mirando sus manos enormes que ostentaban las cicatrices dejadas por la batalla—, no dudo de que disfrutaría inmensamente torturándome hasta la muerte.

Dijo esto último en un tono tan sereno, tan carente de inflexiones, que me vi obligado a preguntarle:

—¿Te asusta esta perspectiva?

Él me miró a los ojos.

—Lo único que me asusta es perder.

Recordé una conversación que sostuve una vez con Tarvos el Toro. A los hombres que han nacido para ser guerreros les encanta vencer, pero no pueden soportar la derrota.

Cayo Julio César no la soportaba.

Vercingetórix controló personalmente las existencias de grano de Alesia, midiéndolas juiciosamente de modo que durasen tanto como fuera posible. También incautó el ganado de los mandubios para alimentar a sus guerreros. Y mientras César continuaba aproximando su asedio a la fortaleza, Rix empezó a trasladar el ejército al otro lado de las murallas, donde estaría a salvo. Si antes Alesia había estado atestada, ahora el hacinamiento era insoportable.

Algunos príncipes acudieron a él y se quejaron de que hubiera pedido refuerzos. Al igual que yo, preveía insuficiencia de alimentos, y a cada uno le preocupaba solamente su propia tribu.

—Sois demasiado cortos de vista —les dijo Vercingetórix—. ¿No podéis aguantar un breve período de privaciones para alcanzar finalmente la victoria? ¡Parece más fácil lograr que los hombres mueran de buen grado antes que estén dispuestos a sufrir incomodidades! Pero hay buenas noticias. Acabamos de recibir el mensaje de que una gran fuerza gala se está reuniendo en la tierra de los eduos como respuesta a mi convocatoria y pronto vendrán a ayudarnos. Así pues, decid a vuestra gente que aguante un poco más. Cuando lleguen los refuerzos atraparemos a César y su ejército entre nosotros y ellos y todo habrá terminado. ¡Celebraremos un banquete de la victoria con los suministros romanos!

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