El Druida (38 page)

Read El Druida Online

Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

BOOK: El Druida
7.51Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Qué dolor tan terrible..., jamás había tenido semejante dolor de cabeza..., ayúdame, druida.

Me crucé de brazos.

—Ayúdate tú mismo, abandona toda idea de actuar jamás en contra de mi consejo.

A pesar del dolor que experimentaba, me comprendió e inclinó la cabeza, en un gesto de reconocimiento silencioso.

Me relajé, dejando que mi corazón se apaciguara. Los esfuerzos como el que acababa de hacer extenuaban mi cuerpo.

—Se me está pasando —musitó Cotuatus. Entonces exhaló un entrecortado suspiro de alivio—. Casi ha desaparecido.

Cuando sus ojos se encontraron con los míos, vi en ellos un brillo de temor. Entonces supe que ya no estaba imitando a Menua, sino que me había convertido totalmente en jefe druida, capaz de utilizar el poder de las generaciones que me habían precedido.

En otro tiempo no me habría arriesgado a dañar a Cotuatus, sino que habría intentado congraciarme con él. Ahora comprendía que gustarle no era importante para mí, pero debía ser respetado.

Cotuatus, un poderoso príncipe de los carnutos, acababa de adquirir un profundo respeto hacia mí. Con el tiempo sería posible moldearle y hacer de él un candidato al trono satisfactorio. Necesitaría orientación e instrucciones, pero por lo menos era un celta hasta la médula.

Cuando salí de su alojamiento, me fijé en un grupo de sus guerreros que haraganeaban cerca del alojamiento del príncipe. A un hombre con gente de armas propia le gustaba mirar a través de la puerta y verlos en las proximidades. Entre ellos tuve un atisbo de un rostro moreno y hosco, con un hombro anormalmente más alto que el otro. Le saludé con una inclinación de cabeza, pero Crom Daral no pareció verme.

Me reuní con mi séquito y, mientras salíamos de Cenabum, le dije a Tarvos:

—Creo que he encontrado a nuestro próximo rey.

—¿Quién?

—Cotuatus. Tiene las cualidades que necesitará la tribu, por lo menos así lo creo. Por supuesto, debe enterarse mucho mejor del conjunto de la situación, y ampliar sus pensamientos para aceptar nuevas ideas, pero sin duda será capaz de ello. Yo sólo...

Tarvos me conocía y había notado la vacilación en mi voz.

—¿Sólo qué?

—Ojalá hubiera pensado antes en él como rey en potencia. Entonces no le habría enviado a Crom Daral.

—Lo hiciste movido por tu afecto hacia Crom, aunque él no lo sepa.

—Afecto —repetí—. Me pregunto si mi erróneo afecto habrá enviado al próximo rey un negro pájaro de mal agüero.

—¿Quieres que vuelva y procure que lo asignen a otro príncipe?

—No, eso no haría más que empeorar las cosas. Yo daría la impresión de que soy un indeciso y Crom podría imaginar que yo estuve detrás de su primera asignación, cosa que tal vez causaría muchas preocupaciones. No, déjale en paz, Tarvos.

Así pues, dejamos a Crom Daral con Cotuatus, pero su imagen turbadora permanecía en el fondo de mi mente, como una pequeña y molesta astilla clavada en mi carne.

Me alegré más que nunca de regresar al fuerte y al bosque. Cuando mi gente salió a saludarme, mis ojos descubrieron en la multitud un rostro más radiante que cualquier otro, y exhalé un suspiro.

No fue necesario que Briga me sonriese. Era suficiente saber que estaba allí.

Entretanto, Tarvos pasó rápidamente por mi lado, con una ancha sonrisa bajo el mostacho, en dirección a la puerta abierta de su alojamiento, donde Lakutu le esperaba.

Como si las chispas diseminadas del gran fuego de la creación debieran obedecer a una orden cosmológica para reunirse, nos vemos impelidos a buscar las partes de nosotros mismos que nos faltan. Reunimos amigos, requerimos parejas. Cada uno de nosotros por separado es un fragmento; la vida es el conjunto.

Aquella noche, en la cama, fui dolorosamente consciente de que Lakutu ya no dormía acurrucada a mis pies.

En pleno invierno el trabajo de los druidas continúa. Mientras nuestro pueblo se aloja en cómodos aposentos, nosotros susurramos a las simientes que dormitan en la tierra helada. Encendemos hogueras que guiarán al sol renuente en su camino de regreso desde los dominios de la escarcha. Supervisamos los nacimientos y los entierros, manteniendo a vivos y muertos en armonía con la tierra y el Más Allá.

Y enseñamos. Las palabras de un druida se oyen más claramente en el vigorizante silencio de un día invernal.

Reanudé la instrucción de los esperanzados candidatos a formar parte de la Orden, Briga entre ellos.

—Cuántos rostros nuevos —comentó el viejo Grannus—. Tú los atraes, Ainvar. Menua empezó a crear tu reputación mucho antes que te convirtieras en el jefe druida. ¿Sabes? Decía que podrías...

Se interrumpió de repente. A menudo los viejos se vuelven parlanchines y sin duda Grannus se había dado cuenta de que estaba hablando más de la cuenta.

—¿Qué decía Menua en mi favor?

—Oh, ya sabes, decía que estabas dotado.

—¿Con qué dones?

Grannus se encogió de hombros.

—Ha pasado mucho tiempo, no esperarás que recuerde todo lo que decía.

Pero yo sabía que no lo había olvidado, no podría olvidarlo con su memoria de druida. Menua debía de haberle dicho, como a los demás, que yo era capaz de devolver la vida a los muertos.

Esa idea me atemorizaba. No quería que la gente buscara en mí una magia que estaba más allá de mi capacidad. Yo podía hacer muchas cosas que parecían imposibles a los iniciados, pero que en realidad consistían tan sólo en una manipulación de las fuerzas naturales. No obstante, ni siquiera yo podía atraer a un espíritu huido para que regresara a un cuerpo que se estaba enfriando.

¿O sí que podía?

A veces todavía me despertaba en plena noche, preguntándome tal cosa.

CAPÍTULO XXIII

Mientras los druidas estaban ocupados en los trabajos de invierno, los romanos también estaban atareados. Aunque César pasó la mayor parte del invierno en el Lacio, me enteré de que los oficiales que había dejado en la Galia estaban agrandando y fortificando los campamentos de invierno y preparando suministros para su próxima campaña en primavera.

Al norte de nuestra tribu se extendía el territorio de los belgas, tribus en su mayor parte de origen germánico que habían ocupado la región norte de la Galia durante tanto tiempo que eran casi tan galos como nosotros. La tierra fértil y fácilmente cultivable que habían capturado cuando cruzaron el Rin les estimuló a abandonar su vida asilvestrada y convertirse en campesinos y pastores. Las tribus de la Galia central tomábamos mujeres de ellos, comerciábamos con ellos y luchábamos contra ellos como lo hacíamos entre nosotros.

César anunció que las tribus belgas estaban conspirando contra Roma. Vercingetórix me mandó llamar.

—No puedes ir antes de Beltaine —protestó Tarvos.

—Claro que no, pero iré inmediatamente después. ¿Por qué te preocupa tanto la fecha en que vaya?

—Yo... tengo intención de casarme con Lakutu en Beltaine. Ya no es una esclava —se apresuró a añadir antes de que yo pudiera objetar nada—. Me diste ese pergamino en el que dice que es mía, así que le hice ponerse ante el sol y le dije: «Te saludo como a una persona libre». Eso fue suficiente, ¿verdad? Para liberarla, quiero decir.

El Toro estaba nervioso como jamás lo había visto y, además, totalmente serio. Reprimí una sonrisa mientras le replicaba:

—Yo diría que sí, pues te ampara la autoridad del jefe druida. Lakutu es una persona libre. Pero ¿estás seguro de que quieres casarte con ella? ¿Deseas que te dé hijos? No es de los nuestros, no es de ninguna parte de la Galia, ni siquiera es germana.

—Es de Egipto —dijo el Toro con timidez y orgullo.

—¿Qué?

—Es de Egipto, me lo ha dicho. ¿Está Egipto muy lejos, Ainvar?

Esta revelación me había dejado muy sorprendido.

—Sí, está muy lejos —dije por fin—. ¿Por qué? ¿Es que ella quiere volver?

—Oh, no, dice que pasará aquí su vida contenta, aunque olemos.

Estos detalles sobre Lakutu, que había sido un enigma, eran inquietantes.

—¿Qué quiere decir con eso de que olemos?

—Es por los alimentos que comemos. ¿Recuerdas lo que nos dijo Rix sobre el olor a ajo de los guerreros romanos, debido a que lo comen para fortalecerse? Lakutu dice que los galos olemos a sangre porque comemos demasiada carne.

Me quedé mirándole. Nunca había sabido que mi olor le resultara ofensivo a Lakutu.

Por segunda vez dirigí las ceremonias de Beltaine como Guardián del Bosque. Observé cómo Tarvos pasaba con Lakutu por las antiguas etapas de la persecución, la captura, el acoplamiento y la acción de gracias. Aquel año muchas parejas acudieron al bosque para casarse. Sus canciones reverberaban en el aire.

Éramos un pueblo que cantaba.

El envenenamiento había dejado a Lakutu muy delgada y ahora tenía hebras grises entre el cabello negro. Sin embargo, el día que se casó con Tarvos parecía joven. Los ojos le brillaban como dos aceitunas negras y al reírse se ocultaba la boca con una mano.

Como no tenía un clan propio, las mujeres del fuerte le proporcionaron el vestido de boda. La vistieron con un corpiño ajustado del vellón más suave, como una nube sobre la que descansaba su tez olivácea. La falda tenía bordados rojos y azules, y unas botas de piel de cabritilla teñida le cubrían los pies hasta los tobillos. Mi regalo le ceñía la cintura.

—Quiero que le hagas un cinturón —le dije al Goban Saor—, de valor superior a lo que pagué por ella en la subasta de esclavos. Bajo la ley, seguirá siendo de su propiedad cuando esté casada y reflejará su valía.

Cuando Lakutu bailó con Tarvos alrededor del árbol de Beltaine, llevaba un cinturón de oro y plata cuya magnificencia hacía lanzar exclamaciones de envidia a las mujeres que la miraban.

Tal vez era egipcia, como afirmaba. Nunca lo supe con certeza. Al contemplar su felicidad, no veía ninguna diferencia de raza. Sólo veía a Lakutu, que era parte de nosotros, parte del toro. Tarvos nunca sabría que aquel día le envidié.

En el ciclo de las estaciones desde el último Beltaine, cuando llevé a Briga al río, nunca se había presentado la ocasión de estar nuevamente juntos en la intimidad, para llegar a la comprensión que precede al matrimonio. Cuando estábamos en el bosque, yo era el jefe druida con neófitos a los que enseñar. Cuando nos encontrábamos en el fuerte, era probable que mi gente entrara en el alojamiento a cualquier hora del día o de la noche, a fin de solicitar algo de mi sabiduría o mis habilidades mágicas. Las exigencias de mi cargo me dejaban poco tiempo para tratar de ganarme la voluntad de una mujer difícil.

Y la impredecibilidad de Briga era exasperante. Otras mujeres corrían hasta que las capturabas y entonces eran tuyas. Pero Briga, una vez capturada, no permanecía en esa condición. Cuando por fin conseguí que confluyeran un momento libre y un lugar íntimo, ella se zafó de mis brazos.

—¿Qué te ocurre?

—No puedo... cuidar de ti, Ainvar.

Me quedé perplejo.

—¿Por qué no? Soy joven, fuerte, estoy sano..., tengo un alto rango en la tribu...

—No comprendes —dijo ella en una voz tan baja que apenas la oí—. Hay algo peor que la aflicción, ¿sabes? Una angustia tan profunda que se convierte en un pozo vacío. He estado en ese pozo y no quiero volver a él jamás. He pensado en ello una y otra vez... Siempre nos estás pidiendo que usemos la cabeza, así que lo he hecho. He llegado a la conclusión de que la única manera de evitar ese pozo es no amar jamás. Si no quieres a nadie, no te dolerá su pérdida.

Alzó el mentón y enderezó la espalda. Era la hija de un príncipe.

Lo irónico era que yo conocía la respuesta irrefutable.

—Pero nadie muere nunca realmente, Briga. No has perdido a quienes amabas, pues sus espíritus son inmortales. La muerte no es más que un incidente en medio de una larga vida.

—Lo sé, lo sé —dijo ella como si no se tomara en serio mis palabras, las cuales no habían llegado a lo más hondo de su ser.

Se negaba a prescindir de su temor. Quería alguna prueba que fuese más allá de las palabras, necesitaba una confirmación de la supervivencia del alma que permeara su sangre y sus huesos.

Ese don llegaba cuando el Más Allá aceptaba a uno de la Orden. No era posible apresurar su momento, ni siquiera el Guardián del Bosque podía forzarlo. Tenía que contentarme con enseñarla y prepararla.

Así pues, aquel año no dancé con Briga alrededor del árbol de Beltaine. Permanecí a la sombra de los robles y la observé pensativamente desde la penumbra de mi capucha mientras ella reía y batía palmas con los demás celebrantes que rodeaban a las parejas que bailaban. Mi orgullo me impidió ir a su lado cuando terminó la danza y las parejas casadas se tendieron en el suelo. Algunos de los nuestros se unieron a un acoplamiento general, con el que tradicionalmente apoyábamos a los recién casados. Pero yo permanecí solo, tan digno como desdichado.

Habría matado a cualquiera que intentase tocar a Briga, pero nadie lo hizo. Su postura erecta lo impedía, y por una vez me alegré de que fuese la hija de un príncipe.

Finalizó la época de las celebraciones. Vercingetórix me necesitaba. Tarvos y yo partimos con un destacamento de guerreros a modo de guardaespaldas, pues era desaconsejable que nadie viajase desarmado por la Galia, ni siquiera un jefe druida. Los depredadores habían llegado.

Cuando estábamos a punto de partir, Grannus me llevó a un lado.

—¿Estás seguro de que es prudente que vayas al encuentro del arvernio? Una cosa es que dejes a tu gente durante la luna de miel, Ainvar, pero esto es diferente.

—¿Acaso pones en tela de juicio la sabiduría del Guardián del Bosque?

—Lo que pongo en tela de juicio es lo acertado de estos viajes que te alejan de tu pueblo durante largos períodos. Ya soy viejo —añadió en una voz tan delgada como la película en la superficie de la leche hervida— y ésta es una de las prerrogativas de la edad. Puedo poner en tela de juicio a cualquiera y cualquier cosa.

—Hago esto por el bien de mi tribu, Grannus. Sirvo mejor a los carnutos si apoyo a Vercingetórix en todo cuanto pueda. El plan de César consiste en dividir la Galia, utilizar nuestro propio tribalismo contra nosotros y derrotarnos a uno tras otro. Para poder resistir es preciso que tengamos un solo jefe, un líder guerrero capaz de unir a las tribus, alguien que, además, debe conocer cómo luchan los romanos.

»Por descontado, Tasgetius no es el hombre que necesitamos. Cree que César es su amigo y los mercaderes romanos, sus benefactores. Vercingetórix está mejor enterado, ha observado personalmente los métodos romanos de adiestramiento, ha visitado sus campamentos y hablado con sus guerreros como de un luchador a otro. Además, es joven y audaz, y atrae a sus seguidores como la fruta madura atrae a los pájaros.

Other books

The Burden by Agatha Christie, writing as Mary Westmacott
Burned Away by Kristen Simmons
Star-Crossed by Kele Moon