El Druida (13 page)

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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

BOOK: El Druida
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Alrededor de las piernas de los gigantes de mimbre sin cabeza habíamos amontonado ramas podadas, en capas cruzadas que alcanzaban la altura de un hombre. Los espacios entre las ramas estaban rellenos de hojas y madera verde a fin de producir más humo. Unas escalas de madera estaban apoyadas contra las jaulas, por debajo de las puertas abiertas.

Ogmios no dio tiempo a que cundiera el pánico entre los prisioneros.

—Hacedlos subir enseguida —ordenó a sus guerreros.

Un muro de hombres armado rodeó de repente a los senones y los empujó hacia adelante. Como estaban drogados, algunos se tambaleaban y nuestros hombres les ayudaban sin rudeza. Los prisioneros subieron por las escalas y entraron en las jaulas casi antes de que se dieran cuenta. Los nuestros rápidamente atrancaron las puertas tras ellos.

Aberth se adelantó, empuñando una antorcha encendida. De repente todo sucedía con mucha rapidez.

Miré a los hombres enjaulados y vi que la mayoría estaba de pie, haciendo gala de entereza, apretaban las mandíbulas y daban la imagen heroica por la que deseaba que les venerasen. Si tenían los ojos vidriosos, por lo menos sus corazones eran intrépidos. No pertenecían a mi tribu, pero eran celtas.

Mallus, en cambio, se aferraba a los listones y gemía. Uno o dos más parecían a punto de desmayarse. El hedor de alguien cuyas tripas se habían aflojado.

El volumen del cántico aumentaba mientras los espectadores incorporaban sus voces a las de los druidas.

—¡Rostros de la Fuente! —exclamó Aberth—. Apelo a los tres dioses que aceptan sacrificios, a Taranis el que atruena, a Esus del agua, a Teutates, señor de las tribus. ¡Aceptad nuestra ofrenda!

Aplicó la antorcha a la leña debajo de la primera jaula.

Brotaron las llamas. Aberth corrió a las otras jaulas y las encendió. Los hombres que estaban dentro miraron abajo y pusieron los ojos en blanco. El humo empezó a espesarse a medida que ardía la madera verde. Sulis abrió una bolsa de blanca piel de cabra y sacó de ella puñados de un polvo que arrojó al fuego. Se alzó una intensa fragancia como la del heno dulce. Menua nos hizo una seña para que retrocediéramos y no respirásemos la humareda.

Las llamas se retorcían y destellaban entre las ramas. Las primeras lamieron una de las jaulas y un agudo lamento se impuso al sonido del cántico, un grito descarnado de desesperación. Pero sólo una de las víctimas gritaba. Las demás se desplomaban ya en las jaulas, afectadas por el humo. Varios druidas habían traído pieles de buey que ahora desenrollaron y sacudieron para dirigir el humo a las jaulas. Afortunadamente la humareda pronto nos oscureció la visión.

Me dije que aquello no era tan malo.

Un segundo grito, más agónico, desgarró el aire cuando el fuego alcanzó proporciones infernales.

La humareda ondulante remitió durante el tiempo suficiente para revelar las llamas que devoraban las jaulas. Pronto los seres que habían vivido dentro dejaron de vivir y no se oyó ningún otro grito. Por encima de la voraz crepitación del fuego, los que estaban más cerca podían oír el siseo de la grasa y el estallido de los huesos. Me dieron arcadas.

Tres gigantes sin cabeza se contorsionaban envueltos en llamas. El calor que emitían me quemaba el rostro. Los druidas agitaban frenéticamente las pieles de buey para impedir que el fuego prendiera en los árboles. Los demás retrocedimos un instante antes de que las jaulas se derrumbaran con una lluvia de chispas.

Más tarde Sulis me dijo que grité en aquel momento. Sólo recuerdo que estaba paralizado, mirando fijamente las chispas, algunas de las cuales se arqueaban como una fuente de oro ardiente. Otras, en mi recuerdo contaría hasta treinta, no cayeron sino que se alzaron en una oleada de calor, saltaron al cielo por encima de nuestras cabezas y de los robles, subieron más y más y desaparecieron.

—¡Han ido a la Fuente! —exclamó Menua alborozado—. ¡Interceded por nuestra causa, bravos senones!

Una fuerza tan poderosa como una tormenta atronó en el bosque, un colosal tamborileo que se apoderó de nosotros y nos sacudió. Aberth lanzó un grito triunfal:

—¡Taranis el que atruena acepta nuestro sacrificio!

El temor reverencial se alzó en una oleada incontenible, expandiendo nuestros espíritus hasta que rebasaron frenéticos los confines de nuestros cuerpos. Ahora todos gritábamos, confundidos con el rugido del fuego, y nuestro griterío saltaba hacia arriba y fuera del bosque para invadir la bóveda celeste, para clamar la protección del Más Allá, para que no nos ignorase ni nos rechazara, la voluntad combinada del pueblo se expresaba como una sola voluntad, un solo grito, un único sacrificio, un solo momento en el que dejaban de existir las barreras entre los mundos y era posible trascender y dar nueva forma a los acontecimientos terrestres.

Extendí los brazos y rodé y di tumbos entre las estrellas.

¡Las chispas, las chispas vivas y doradas en su camino hacia el exterior!

Lentamente fue remitiendo la pasión. Me aferré a ella durante tanto tiempo como pude. Pero al final me fue imposible ignorar los muros de carne a mi alrededor, el peso de mi cuerpo que me retenía.

Abrí los ojos.

Los druidas se habían reunido alrededor de la pira. Me uní a ellos, aturdido. Mis ojos miraban pero se negaban a ver las formas retorcidas y ennegrecidas entre los carbones humeantes, los ángulos horriblemente familiares de una rodilla y un codo doblados. Si cerraba los ojos aún podía ver las chispas contra mis párpados.

Oí a mis espaldas el cántico que se alzaba de innumerables gargantas. Los carnutos entonaban un himno de alabanza a los senones sacrificados, describiendo su valor en los términos más extravagantes.

Los druidas también cantaban. Todos lo hacíamos, interponiendo el sonido entre nosotros, la muerte, el temor y el horror.

Cantábamos para alegrarnos.

Mucho más tarde los huesos y las cenizas serían recogidos y se llevaría a cabo un ritual por ellos.

* * * * * *

Cuando regresamos al fuerte, me sentía extenuado. Por lo menos no me había desacreditado, había ocupado mi lugar y prestado mi voz, enviando mi esfuerzo de voluntad junto con el resto.

Enviado... ¿adónde? A un vacío donde Algo observaba. ¿Nos habíamos ganado su favor, su protección?

¿Quién podría saberlo?

Los druidas lo sabían.

Mientras nuestra procesión regresaba a casa, seguía las anchas espaldas de Menua, agradecido por su solidez. Intentaba la hazaña imposible de pensar y no pensar al mismo tiempo. Nadie parecía tener ganas de hablar. Algunos de los rostros a mi alrededor tenían la expresión arrobada de quienes han estado brevemente en contacto con las inmensidades. Me pregunté qué habrían sentido en medio del cántico y las llamas.

Me pregunté qué reflejaba mi propio rostro.

El silencio del otoño bermejo y dorado de la Galia nos envolvía. No oíamos el crujido y el estrépito al caer de un árbol cortado, los cantos de los pastores a sus animales, el ruido de los albañiles en su trabajo. Leñadores, pastores y albañiles estaban con nosotros.

Tampoco oíamos el ruido metálico de las lanzas o el de millares de pies marchando rítmicamente, pues, aunque pronto aparecerían en número creciente en el resto de la Galia, los guerreros de Roma llegarían en último lugar al territorio de los carnutos.

Entretanto, yo habría sustituido a Menua como jefe druida. Y habría encontrado a Briga.

CAPÍTULO VIII

La magia sexual era maravillosa. Mi primera experiencia había despertado mi avidez, lo cual divertía a Menua. Cuando le sugería la aplicación de la magia sexual para resolver cualquier problema que se presentara, él se reía de mí.

—El ritual debe ser apropiado a la necesidad, Ainvar, y jamás ha de celebrarse para la gratificación del celebrante. Vuelves a dejar que tu cuerpo piense por ti.

Difícilmente podría evitarlo. Mi cuerpo era joven y viril, notaba la tensión que crecía en mí, esperando reventar de nuevo, estallar como una estrella.

¿Podían estallar las estrellas? Tenía que preguntárselo a Menua.

Entretanto estaba ocupado con Sulis. Menua me había enviado a ella durante los días cortos y oscuros del invierno para que me instruyera en las artes curativas, las cuales no siempre requerían que estuviéramos en el exterior. Secar hierbas y preparar pociones podía aprenderse en el cálido interior de un alojamiento.

Sin embargo, yo no parecía aprender gran cosa.

—¡No prestas atención, Ainvar! —me espetó Sulis—. Tienes que adquirir algunos conocimientos sobre cada aspecto de la druidería, pero eso no incluye la construcción de alojamientos. ¿Por qué estás mirando las vigas?

¿Cómo podía decirle que alzaba la vista al techo para no mirar la redondez de sus senos?

—¿De qué estábamos hablando hace un momento? —me preguntó.

Me aclaré la garganta y traté de ordenar mis pensamientos rebeldes.

—Ah..., sobre el muérdago...

—Ciertamente. ¿Y por qué el muérdago es la más sagrada de las plantas?

—Porque..., porque...

—Porque la cocción de sus bayas es lo único que puede detener la hinchazón quemante que devora a la gente desde dentro hacia afuera.

—Ah, sí.

—¿Y es suficiente la simple esencia?

Recapacité, intentando reconstruir en la memoria sus palabras recientes.

—No, no, añades otras cosas...

—¿Cuáles son? —me preguntó, casi dando golpecitos con el pie en el suelo. Sus labios apretados formaban una línea delgada.

Antes de que perdiera por completo la paciencia conmigo, pude nombrar los ingredientes que se combinaban con la esencia del muérdago. Entendía bastante bien el valor del brebaje, pues morir a causa de la hinchazón quemante suponía una larga y dolorosa agonía. Había visto a un hombre que postergó la visita a Sulis hasta que fue demasiado tarde, cuando el monstruo se había apoderado de él hasta tal punto que ni siquiera ella pudo matarlo.

Preferiría que me quemaran en la jaula antes que padecer los sufrimientos de aquel hombre.

Sin embargo, como los druidas sabían usar al Niño del Roble, muy pocos de los nuestros sucumbían a la hinchazón quemante. Utilizando su magia sanadora, Sulis podía reducir un tumor noche tras noche, como la luna se encoge en su fase menguante.

Todo en Sulis era maravilloso. Sus manos cuadradas y hábiles, con los dedos de puntas espatuladas que podían tocar una cabeza doliente y aliviarle el dolor enseguida. Podía acariciar miembros rotos..., podía acariciar mis miembros...

—¡Ainvar, no estás prestando atención!

—¡Claro que sí! Estaba pensando en la curación. ¿Podría emplearse la magia sexual para curar a la gente?

—Tal vez es hora de que estudies con otra persona, Ainvar. Podrías memorizar la ley con Dian Cet en vez de hacerme perder el tiempo.

—Pero ¿no podríamos tú y yo juntos emplear la magia sexual para restaurar la fuerza de la tierra?

—Quizá, en primavera. Si Menua lo cree necesario.

—O incluso ahora —insistí—. ¿No podríamos hacer, con la magia sexual, que la lana de las ovejas crezca más densa?

—Ya tienen tanta lana que jadean como perros —señaló Sulis—. ¡Si estás tan deseoso de una mujer, Ainvar, ve en busca de una! Fuera de los muros de este fuerte hay muchas que no son de tu sangre y que te sonreirían.

—Pero ¿habrá magia?

Discerní un rictus de tristeza en la sonrisa de Sulis cuando replicó:

—Ah, Ainvar, la magia no se encuentra tan fácilmente.

Yo era alto, estaba bien desarrollado, y cuando seguí el consejo de la curandera descubrí que, en efecto, había mujeres que me sonreían, mujeres que se lamían los labios cuando nuestros ojos se encontraban y mujeres que los desviaban pero volvían a mirarme. Había hijas de guerreros y mujeres que trabajaban la tierra, muchachas que estaban maduras para el matrimonio y viudas que también estaban maduras. A su debido tiempo probé con cada una que me estimuló hasta la distancia de media jornada a pie del fuerte.

Pero Sulis tenía razón. La magia no se encontraba fácilmente.

De todos modos disfrutaba y hacía cuanto podía para dar tanto placer como el que recibía. Las mujeres me aseguraban que lo hacía muy bien. No pocas expresaron abiertamente su interés en danzar alrededor del falo simbólico en Beltaine y concebir mis hijos. Hicieron referencia a considerables dotes de matrimonio.

No obstante, un druida no tenía que preocuparse por la propiedad de su esposa. La tribu satisfacía sus necesidades tangibles a cambio de sus dones. Si llegaba a casarme, podría hacerlo con una mujer que me gustara, tanto si su padre aportaba una dote de doce vacas como si llegaba a mi alojamiento tan sólo con una aguja y un telar.

Llegó la primavera y repetimos el ritual que se había iniciado con la muerte de Rosmerta para acelerar el proceso. Pero ya no sacrificamos a una persona viva. El anciano elegido para representar al invierno sólo fingió morir, pero el invierno murió de todos modos y le siguió una cálida y brillante primavera que me produjo la sensación de que la sangre corría rápida por mis venas. Me entregué a las mujeres, a su contacto, su sabor y su aroma. Una tenía la piel cremosa, otra áspera, otra era blanda como la pasta y con hoyuelos, pero cada una constituía una nueva experiencia, otra exploración. Sentía afecto por cada una a su vez.

Pero ninguna tenía el don de la magia.

El matrimonio con Sulis estaba descartado. Yo no tenía parentesco de sangre con su clan de artesanos, por lo que esa prohibición no se interponía entre nosotros. Pero cuando le hice la sugerencia se negó de plano.

—Una mujer se casa para tener hijos, Ainvar, y yo no voy a tenerlos.

—Pero ¿por qué no?

—Trata de comprenderlo, pues he pensado mucho en ello. Mi cuerpo es un instrumento de curación. Me has visto esponjar mi orina sobre la carne quemada y hacer que desaparecieran las ampollas. Mis demás fluidos también son útiles para los preparados curativos. Si llevara a un niño en las entrañas, sus propiedades afectarían a las mías. El sudor, la saliva, hasta las lágrimas cambiarían. Mi don podría verse comprometido y no quiero correr ese riesgo. Cuando participo en la magia sexual tomo ciertas precauciones para no quedar embarazada, pero si me casara debería darle hijos a mi marido si pudiera. Por eso lo que me pides es imposible.

—Otras sanadoras tienen hijos. Una vez me dijiste que tu propia abuela fue sanadora.

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