El dragón en la espada (14 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: El dragón en la espada
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—Es como si todos los rayos de más de un sol nos bañasen al mismo tiempo —dijo Von Bek, acercándose a mí—. Tengo curiosidad por saber más cosas de estos Seis Reinos.

—Existen en el multiverso, según tengo entendido, docenas de agrupaciones diferentemente constituidas, al igual que existen distintas clases de estrellas y planetas que obedecen a leyes físicas diversas. Lo que ocurre es que no son fácilmente perceptibles para la mayoría de los que habitamos en la Tierra, eso es todo. Por qué es así, lo ignoro. A veces, pienso que nuestro mundo es una especie de colonia que alberga una raza subdesarrollada o tullida, puesto que muchas otras creen sin ambages en la existencia del multiverso.

—Me gustaría vivir en un mundo en que espectáculos como éste fueran normales —repuso Von Bek.

El barco siguió viajando a toda velocidad por el túnel. Reparé, sin embargo, en que las timoneles se mantenían alerta. Me pregunté si existiría algún peligro adicional.

Entonces, el bajel empezó a girar de nuevo y varió de posición, como si fuera a zambullirse en la oscuridad. Las tripulantes se lanzaron gritos unas a otras, preparándose para algo. Alisaard nos dijo que nos agarrásemos con fuerza a los costados de la embarcación.

—Y rezad para que lleguemos a Gheestenheem —añadió—. ¡Estos túneles son famosos por desplazar los objetos y a los viajeros atrapados hasta la siguiente revolución!

La oscuridad era tan completa que no veía a ninguno de mis compañeros. Noté una peculiar sacudida, oí que las cuadernas del barco crujían y después, muy lentamente, la luz volvió. Nos mecíamos en aguas normales y seguíamos rodeados de brillantes columnas, aunque de resplandor más débil que las anteriores.

—¡Seguid en línea recta! ¡Seguid en línea recta! —gritó Alisaard.

El barco saltó hacia adelante, avanzando entre las columnas. Las timoneles remaron con todas sus energías. Alzados sobre la cresta de una ola nos dirigimos a una orilla distante que me recordó, por razones que no pude precisar, las rocas blancas de Dover, coronadas de hierba exuberante y ondulada.

Un sol dorado bañaba las azules aguas. Pequeñas nubes blancas flotaban en un cielo luminoso. Casi había olvidado el sencillo placer de un paisaje de verano normal. Habían pasado varias eternidades desde que contemplara algo semejante, pensé. De hecho, desde mi separación de Ermizhad.

—¡Dios mío! —exclamó Von Bek—. Es Inglaterra, ¿verdad? ¿O tal vez Irlanda?

Tales palabras carecían de sentido para Alisaard. La mujer agitó la cabeza.

—Sois un compendio de nombres extraños, conde Von Bek. Habéis viajado mucho, ¿no?

Él lanzó una carcajada al oír eso.

—Ahora sois vos la ingenua, buena mujer. Os aseguro que mis viajes han sido muy insípidos, en contra de lo que imagináis.

—Supongo que lo desconocido siempre parece más exótico.

Alisaard disfrutaba de la brisa que revolvía su cabello, y se había quitado más piezas de la armadura marfileña, al igual que las demás, para sentir el sol sobre la piel.

—Maaschanheem es un mundo triste —comentó—. Imagino que aquellas aguas poco profundas le confieren su color gris.

Miró al frente. Los acantilados se abrían, delimitando una gran bahía. En la curva de la bahía había un muelle, y detrás una ciudad cuyas casas trepaban por tres laderas sobre el mar.

—¡Barobanay! —señaló Alisaard con cierto alivio—. Ya podemos volver a ser nosotras mismas. Odio estas pantomimas.

Golpeó con los nudillos su peto de marfil.

Había muchos otros veleros de todas clases amarrados a los muelles de Barobanay, pero ninguno como el nuestro. Sospeché que los barcos blancos formaban parte del decorado que las «Mujeres Fantasma» empleaban para mantener alejados a los extraños.

La nave viró por avante, se desarmaron los remos y se lanzaron cuerdas a jóvenes de ambos sexos que aguardaban para asegurarlas a los cabrestantes. Las mujeres eran claramente de sangre Eldren, pero los hombres también eran humanos. Ningún sexo poseía el porte de los esclavos. Se lo comenté a Alisaard.

—Los hombres son bastante felices —contestó—, si bien no gozan de ciertos derechos específicos.

—Algunos habrán querido escapar, por agradable que fuera su vida, ¿no? —razonó Von Bek.

—Antes que nada, deberían conocer nuestro Túnel de Entrada —dijo Alisaard, mientras la embarcación chocaba contra el muro.

Se tendió una pasarela de desembarco entre la nave y el muelle.

Alisaard fue la primera en descender a tierra firme. Atravesamos una pequeña plaza cuadrada, empedrada con adoquines, y recorrimos un sinuoso sendero empinado que conducía a una casa alta de estilo similar al gótico, algo alejada de la orilla. Tenía aspecto de ser un edificio público.

El sol calentaba nuestros cuerpos cuando subimos los últimos peldaños que llevaban al edificio.

—Nuestra Sede del Consejo —dijo Alisaard—. Una obra de arquitectura bastante modesta, pero aquí se reúne nuestro gobierno.

—Tiene el aspecto sencillo de nuestros viejos ayuntamientos alemanes —aprobó Von Bek—, y es lo más bello que hemos visto en los últimos tiempos. ¡Imagínese, Daker, lo que haría un basurero de Armiad con un edificio como éste!

No pude por menos que estar de acuerdo con él.

Por dentro, el lugar era fresco y agradable, lleno de flores y plantas odoríferas. El suelo era de mármol, pero había hermosas alfombras diseminadas por todas partes, y la obsidiana verde de las columnas y chimeneas no tenía nada de siniestro. Colgaban tapices en las paredes, la mayoría no figurativos, y los techos estaban pintados con dibujos complicados y exquisitos. Una serena dignidad reinaba en el lugar, y todavía me resultó más difícil creer que aquellas mujeres Eldren planeasen utilizarme como mercancía.

Una mujer de edad madura y cabello plateado, cuyo rostro no mostraba los estragos de la edad tan frecuentes entre los humanos, salió por una pequeña puerta situada a nuestra derecha.

—Así que os han persuadido de venir a visitarnos, príncipe Flamadin —dijo con entusiasmo—. Os estoy muy agradecida.

Alisaard presentó a Ulrich von Bek y explicó por encima lo sucedido. La mujer mayor vestía de rojo y oro. Nos dio la bienvenida y se identificó como Phalizaarn, la Anunciadora Electa.

—Supongo que nadie os habrá explicado todavía por qué os buscábamos, príncipe Flamadin.

—Me dio la impresión, lady Phalizaarn, de que deseabais la ayuda de mi hermana, Sharadim.

Se quedó sorprendida. Nos indicó con un gesto que la precediéramos por una puerta, y entramos en un invernadero lleno de hermosísimas flores.

—¿Cómo lo habéis sabido?

—Poseo un sexto sentido para estos asuntos. ¿Es verdad, pues?

La mujer se detuvo junto a un rododendro púrpura. Parecía turbada por mis palabras.

—Es verdad, príncipe Flamadin, que algunas de nosotras intentaron, por medios poco convencionales, invocar á vuestra hermana, o al menos pedirle ayuda. No se les prohibió hacerlo, pero su acto mereció la desaprobación de todo el mundo, incluido el Consejo. Nos pareció un método bárbaro e inadecuado de abordar a la princesa Sharadim.

—¿Esas mujeres no representan, pues, a todas las Eldren?

—Se trata de una simple facción.

La Anunciadora Electa dirigió una mirada algo irónica a Alisaard, que bajó la vista. Comprendí que ella era, o había sido, una de las mujeres que invocaron la ayuda de mi hermana mediante métodos «bárbaros». Sin embargo, ¿por qué me había salvado de las garras de Armiad? ¿Por qué me había escogido?

Creí justo decir algo en favor de Alisaard.

—Debo deciros, señora, que estoy acostumbrado a tales sortilegios. —Sonreí a Alisaard, que levantó la vista algo sorprendida— No es la primera vez que he sido llamado desde más allá de las barreras que separan los mundos. Lo que me desconcierta es por qué oí la llamada dirigida a Sharadim.

—Porque Sharadim no es la persona que buscábamos —intervino Alisaard—. Debo admitir que hasta ayer me sentía dispuesta a insistir en que el oráculo nos había engañado. Estaba convencida de que ningún humano de sexo masculino poseía la afinidad con las Eldren que necesitábamos para actuar. Os conocíamos a los dos, por supuesto. Sabíamos que erais gemelos. Pensamos que el oráculo había hablado de Flamadin confundiéndole con Sharadim.

—Se han producido enconados debates sobre la cuestión —dijo en tono gentil lady Phalizaarn—. En esta misma sala.

—La penúltima noche —continuó Alisaard— intentamos otra vez llamar a Sharadim. Pensamos que el lugar más adecuado era el Terreno de la Asamblea. Éramos conscientes de la energía que fluía en nosotras en aquel momento. Más fuerte que nunca. Encendimos nuestra hoguera, enlazamos nuestros brazos y nos concentramos. Y por primera vez vimos a la persona que buscábamos. Ya supondréis a quién pertenecía aquel rostro, estoy segura.

—Visteis al príncipe Flamadin —dijo lady Phalizaarn, intentando ocultar la satisfacción que vibraba en su voz—. Y luego le visteis en carne...

—Recordamos que habíais encargado a la timonel Danifeí abordar al príncipe Flamadin si se hallaba en la Asamblea. Fuimos a buscarla y admitimos nuestra equivocación. Juntas, como podéis ver, fuimos a visitar al príncipe Flamadin. Nos vimos obligadas a actuar en secreto, dada la naturaleza de la Asamblea y el carácter brutal del capitán barón que gobierna el casco donde se hospedaban el príncipe Flamadin y su amigo. Descubrimos con total asombro que ambos estaban tratando de huir, así que les ayudamos.

—Alisaard —dijo con suavidad lady Phalizaarn—, ¿pensaste en invitar al príncipe Flamadin a Gheestenheem? ¿Le dejaste otra alternativa?

—En la excitación del momento me olvidé, señora Anunciadora Electa. Me disculpo ante todos. Pensamos que nos iban a perseguir.

—¿Perseguir?

—Los enemigos sedientos de sangre de los que Alisaard nos salvó —se apresuró a intervenir Von Bek—. Os debemos nuestras vidas, señora. Y, desde luego, habríamos aceptado vuestra invitación si nos la hubieran comunicado.

Lady Phalizaarn sonrió. También ella se había rendido a los encantos de la ancestral cortesía alemana de mi amigo.

—Sois un cortesano nato, conde Von Bek, aunque diplomático nato sería mucho más correcto.

—Me inclino por lo último, mi señora. Nosotros, los Von Bek, nunca hemos sido muy aficionados a los monarcas. Un miembro de nuestra familia llegó a pertenecer a la Asamblea Nacional francesa revolucionaria.

Más palabras que ellas no comprendieron. Yo sí, pero para los demás eran como un idioma extranjero. Von Bek aprendería un día, como yo lo había hecho, a mantener una conversación sin introducir referencias a la existencia de nuestra Tierra o a su siglo xx.

—Todavía no se me ocurre qué podéis desear de mí —dije cortésmente—. Os aseguro, mi señora, que he venido de buen grado, dado que todos los demás parecen estar en contra mía, pero seré franco con vos. No tengo el menor recuerdo de ser el príncipe Flamadin. La verdad es que llevo pocos días habitando su cuerpo. Si Flamadin posee un conocimiento que deseáis, temo que voy a decepcionaros.

Al oír esto, lady Phalizaarn mostró su alegría.

—No sabéis cuánto me tranquilizan esas palabras, príncipe Flamadin. La precisión de nuestro «oráculo», como Alisaard insiste en llamarlo, se ha confirmado más si cabe. Os enteraréis de todo cuando se convoque el Consejo. No debo hablar hasta que reciba instrucciones en ese sentido.

—¿Cuándo será convocado el Consejo? —le pregunté.

—Esta tarde. Gozáis de libertad para explorar nuestra ciudad o descansar. Se os han destinado aposentos. Informadnos de todo lo que necesitéis en materia de comida o ropa. Estoy muy complacida de veros aquí, príncipe Flamadin. ¡Pensaba que ya era demasiado tarde!

Nos retiramos después de estas palabras misteriosas. Alisaard nos guió a los aposentos que habían preparado para mí.

—No se os esperaba, conde Von Bek, de modo que tardaremos un poco en preparar vuestros aposentos. Entretanto, disponéis de dos habitaciones contiguas, con un sofá lo bastante grande, incluso para un hombre de vuestro tamaño.

—Esto es lo que más me interesa —exclamé al abrir la puerta. Era una enorme bañera, que me recordaba un poco las de la era victoriana, aunque no se veían cañerías conectadas a ella—. ¿Hay alguna forma de conseguir agua caliente?

La joven me indicó algo que colgaba de un lado de la bañera, y que yo había tomado por el cordón de un timbre.

—Dos tirones para agua caliente, y uno para la fría —dijo ella.

—¿Cómo llega el agua a la bañera? —quise saber.

—Por ese conducto. —Indicó una especie de espita situada cerca de un extremo—. Y por ahí arriba.

Me hablaba como si yo fuera un bárbaro al que estuviera introduciendo en las comodidades de la civilización.

—Gracias —dije—. Estoy seguro de que pronto aprenderé el funcionamiento.

El jabón que me entregó era una especie de polvo abrasivo, pero se suavizaba bastante en el agua. El primer chorro de agua caliente casi me mató. Advertí que salía tibia tirando tres veces de la cadena, pero se había olvidado de decírmelo...

Von Bek había charlado con Alisaard mientras yo me bañaba. La joven se marchó cuando le tocó a Ulrich el turno de usar la bañera. Se benefició de lo que yo había aprendido sobre la temperatura del agua. Mientras se enjabonaba, continuó parloteando alegremente.

—Le he preguntado a Alisaard si su raza y los humanos pueden reproducirse. Cree que es improbable, aunque sólo puede hablar por propia experiencia. Por lo visto, el método que utilizan es algo complicado. Dice que entra en juego «mucha química». Deben de emplear productos químicos y otros agentes. Tal vez alguna forma de inseminación artificial...

—Por desgracia, no entiendo de esos temas, pero los Eldren siempre fueron expertos en medicamentos. Lo que me intriga es cómo llegaron a separarse las mujeres de los hombres, y si esta gente desciende de la que yo conocí, o son sus antepasados.

—Me resulta difícil seguirle —admitió Von Bek.

Se puso a silbar un popular tema de jazz de su época (algunos años anterior a la mía, cuando era John Daker).

Las habitaciones estaban amuebladas en el mismo estilo presente en el resto de la Sede del Consejo, con grandes piezas de madera dura tallada, tapices y alfombras. Un enorme edredón cubría mi cama, y a juzgar por su complejidad, su confección debía de haber requerido unos cincuenta años. Había flores por todas partes, y las ventanas daban a un patio que tenía un sendero de grava, césped y una fuente en el centro. Reinaba un ambiente de tranquilidad. Pensé que sería muy grato establecerme en aquel lugar, pero sabía que no era posible. Experimenté una punzada de agonía casi física. ¡Cuánto echaba de menos a mi Ermizhad!

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