—Ahora ha de venir la señora.
La litera llegó hasta el umbral de la sala y allí las mujeres que la llevaban la dejaron descansar en el suelo. La joven que la ocupaba saltó ligera y sonriendo; sus pies iban calzados con sandalias de tacones verdes. Parecía que bailaba, ligera como un copo de nieve. Hizo una inclinación ante su padre, después le abrazó las piernas y alzando la cabeza le miró dulcemente y sonriendo. Llevaba en la mano un hilo de perlas negras muy grandes. La joven abrazó al padre con los dos brazos y le pasó el hilo de perlas por el cuello. Volvió a sonreír y después dirigió sus ojos hacia Cortés, ese hombre pálido cuya nombradía había llegado hasta todos los límites. Marina se puso uno de los extremos de su vestido sobre la cabeza y se encorvó ante la princesa. Tecuichpo no conocía el miedo. Midió a Cortés con una sola mirada y de nuevo en su boca apareció una sonrisa suave, como de niño, cuando vio que el sombrero del general describía amplia curva hasta tocar el suelo en un saludo cortesano.
—¿Tú eres, pues, Malinche?
Mientras ella hablaba, Cortés la contemplaba. " ¡Tiene unos ojos tan maravillosos! ", observó Cortés para sí, cuando la mirada de la princesa se dirigió a él. Las princesas, como ella, desechan todo temor y no ponen en su rostro expresión de humildad, como las otras mujeres. Encogió los hombros dentro de su vestido ligero y vistoso, con un gesto un poco infantil. Ella, como los demás miembros de la familia de Moctezuma, tenía el color de su piel ligeramente más claro que el más común de aquellas tierras, si bien un matiz verdoso delataba a la mujer de otra raza.
—Me alegra mucho el conocer el capullo más joven de la casa imperial y celebro también que el largo viaje no la haya fatigado. El saludo delicado de Cortés sonó mate y apagado en los labios de Marina. Ambas miradas parecían tantearse. Cada uno de los dos ya tenía noticias del otro. La sombra de la leyenda de Guatemoc, de sus batallas en el sur, de sus campañas siempre victoriosas, y de la hermosura sin par de su esposa, la hija de Moctezuma, caía sobre el palacio. La fama de Malinche, por otra parte, la prueba de su poder estaba bien palpable, frente al trono de Moctezuma. Cortés vio en aquella princesa la mujer más hermosa del imperio, refinada flor de aquellas generaciones. La princesa miró primeramente la negra barba, que pareció no agradarle. Mientras llevó el sombrero, el rostro de Cortés quedaba medio oculto, pero al quitárselo pudo ver su alta frente; su cabello ligeramente peinado hacia atrás; las hebras de plata que se mezclaban con los cabellos de sus sienes; su figura regular y bien formada y los zapatos puntiagudos con los calzones negros ajustados. Sus guantes quedaban ocultos entre los pliegues de la capa. La mirada de la princesa se dirigía ahora a la cadena de oro con la medalla estilo renacimiento representando a san Jorge y el dragón. Contempló después su espada, ese instrumento extraño y largo que era inconcebiblemente fino, demasiado estrecho, para poderse llamar arma y no juguete. Todo eso duró sólo algunos segundos. Ninguno de los dos salía lo que debía de hacer. La llegada de Cortés había interrumpido unas palabras que habían encendido rosas en las pálidas mejillas de Moctezuma. La princesa había venido a ver a su padre y se encontraba con su carcelero. El ejército de Guatemoc seguía invicto y temido en las fronteras del sur. El príncipe no había mandado. llamar a los españoles, ni tampoco había estado presente cuando se hizo el juramento de fidelidad por caciques y jefes. Cortés hizo una reverencia ante la princesa e hizo sañas a los caballeros de su escolta y a Marina, indicando que nadie molestase durante el día de hoy en el palacio, pues el gran señor tenía huéspedes.
La princesa miró a Marina, cuyo nombre era conocido por todo el país. Miró su vestido, hecho de finísima tela, contempló la cruz que colgaba en su pecho y el pequeño puñal que ceñía. Se miraron mutuamente. Marina estaba pálida como un cadáver. Aún llevaba las huellas de su reciente maternidad cuando cayeron sobre ella mil cuidados y temores. Sus palabras estaban teñidas de tristeza; ahora tenía un hijo y se trataba de poder ver claro lo que traería el mañana. Su hijo era el hijo de Cortés. La princesa sonrió y le dijo:
—Tú puedes quedarte…
Marina hizo una inclinación de cabeza y sonrió a su vez. Ella también era mujer y la princesa le rogó que le mostrara el hijo que había tenido de tan maravilloso padre. Desde este día las cosas variaron mucho en el palacio. De pronto, la cosa pasaba inadvertida. Los hombres más sencillos comían golosinas, disfrutaban de mujeres. Moctezuma se sentía generoso con lo más florido de sus mujeres y de las que ya estaba cansado; las regalaba; pues casi todos los caciques que venían de lejos le traían esclavas. El cambio fue notable; hasta las miradas parecían otras.
El mayordomo parecía menos servil, cuando el oficial español encargado de las provisiones venía con sus eternas quejas: "Así es, señor —le decía—, y no puede ser de otra manera. No nos es posible dar nada más…" Y si no en las palabras, en el modo de decirlas había un tono de amenaza. Los sacerdotes tocaron las trompetas con más fuerza, y el viejo veterano, desde el tejado, pudo contar las veces que se dejó oír el aullido, las veces que el sacerdote se inclinó sobre la rampa llevando un corazón sangriento en la mano izquierda.
Se quejaba Orteguilla de que su señor, el emperador indio, le mandaba a menudo a recados y quedaban allí los grandes del reino hablando en voz baja y cambiando misteriosas palabras, y cuando él estaba presente mezclaban en su conversación frecuentemente palabras extrañas, pertenecientes a otro idioma, cuyo sentido sólo a los indios era conocido. El emperador no perdía mucho tiempo entre sus mujeres y escatimaba las horas destinadas a fallar pleitos que los jueces mismos fallaban en su nombre. Muy a menudo veíanse sombras que pasaban a la escasa luz de las lamparillas; otras veces, observó Orteguilla cuánta preocupación había en algunos de los rostros que pasaban, iluminados por la luz vacilante de una antorcha. A menudo prendióse fuego a algún trozo de tela de
nequem
y el aire de la habitación quedó cargado de un fuerte olor.
Algo se preparaba. Ello tenía lugar solamente en las células del cuerpo y del cerebro; las bocas y las manos estaban aún inactivas, los párpados cerrados, como si tras ellos no existiera otro deseo que la contemplación de las cosas eternas. El aire se fue enrareciendo; por la noche había gente por los pasillos y se formaban reuniones secretas. Los sacrificios seguían verificándose por medios secretos. Las víctimas eran traídas en angarillas, sacadas de un escondite. Habían traído aquí parte de los prisioneros de Guatemoc y su número disminuía de día en día. El gran señor estaba más amable que nunca; ninguna nube pasaba por su rostro. Había desaparecido de su voz aquel timbre de incolora resignación, y sus palabras sonaban de nuevo como antes. De nuevo se le vio sonreír, bromear o censurar. Se vio cómo regañaba a un centinela, que estando de guardia por la noche se había dormido y hasta había roncado fuertemente; el gran señor en persona ordenó a su capitán que relevara al centinela culpable. Burlábase a veces de su triste suerte y de su cautividad y no hacía la menor alusión a que quisiera vivir en su residencia habitual.
Todo eso se cernía en el aire. Incluso las mujeres se daban cuenta de ello. Lo veían las mujeres blancas, que no lograban consolar y calmar a los gruñones soldados cuando los estrechaban en sus brazos, y que comprendían que, por las salas y corredores del palacio, corría un aire maléfico.
Al correr los días, la situación se fue haciendo más amenazadora a ojos vistas. Las audiencias de la mañana eran ya solamente una formalidad vacía. Los capitanes, al encontrarse, se preguntaban cuáles eran las intenciones del gran señor; asían sus armas con fuerza, estaban llenos de tensión…, pero no sucedía nada, nada tangible.
Una tarde, cuando menos podía esperarse una sorpresa y los capitanes españoles estaban perezosamente echados en sus habitaciones, recibió Cortés una comunicación o recado del gran señor, con la súplica de que se sirviera visitarle acompañado de un intérprete. La verdad era que la hora era desacostumbrada.
—Te doy las gracias, Malinche, por haber acudido a mi llamada. Ahora te ruego que tomes mis palabras como si las oyeras de boca de un hermano, de un verdadero hermano tuyo. Los dioses no se han dormido sobre Anahuac. El dios de la lluvia, que tiene cabeza dé ocelote, está ante la puerta de Tenochtitlán. Nuestros dioses no se han dormido. Hablan día y noche. Hablan en el idioma de los dioses a señores y a criados, para que todos lo entiendan. Malinche: los dioses hablan de vosotros. Tienen sed y están poseídos de la cólera. No hay salvación, a no ser que os alejéis de aquí libremente y sin ser molestados. Ahora aún me escuchan y me atienden; yo procuro mantener la paz y les digo que no se ha presentado todavía el signo. Pero ellos están ya cansados de esperar y amenazan… y tal vez se atreva alguno a extender la mano hacia la corona de plumas de quetzal. Soy amigo tuyo, Malinche, y por eso te conjuro a que os dispongáis para la partida antes de que sea demasiado tarde, pues el dios de la lluvia está ante las puertas de Méjico…
—Nuestros buques fueron quemados en Vera Cruz. Haz tú que nos talen árboles, que nos preparen resina fundida y pez; así podremos terminar de construir nuestros buques y podremos partir. ¿Quieres ayudarnos, gran señor, tú que eres un verdadero amigo de mi emperador?
—Si tú quieres, mandaré escribir la orden sobre un pedazo de
nequem.
Se te darán tantos hombres como necesites. Di lo que quieres y cumpliré todos tus deseos. Si quieres más oro…, lo tendrás. Si necesitas esclavos o pájaros exóticos y hermosos para tu rey, lo tendrás como pides. Si deseas nuestros libros sagrados para que tu señor pueda seguir el camino de nuestro pueblo desde Quetzacoatl hasta hoy, mis sabios los copiarán, aunque tengan que escribir ininterrumpidamente… Solamente has de comprender, Malinche, que los dioses están descontentos; no basta para aplacarlos la vida de un solo hombre y es imposible así defender vuestra vida. Y ahora vete.
Cortés refirió lo sucedido solamente a los capitanes, y por la noche celebró un consejo de guerra. El gran señor había, evidentemente, dicho la verdad, y por esta vez se había mostrado sincero amigo de los españoles.
—¡Nos puede auxiliar España, señor!
Se convino en que se tendrían dispuestos los buques en la costa. Sandoval cuidaría de buscar lo necesario; haría aserrar las maderas y coser las velas; cuando todo estuviera reunido y sólo quedara el montar las piezas, podría tomarse un ritmo lento… y esperar.
Cortés se inclinaba sobre la cuna adornada con la talla de una divinidad mejicana de ganchuda nariz. El niño chupábase un dedo, y cuando veía que le cubría con su sombra el hombre aquel vestido todo de negro, le miraba y sonreía. Marina entonaba a media voz una canción aprendida de su ama, y componía sobre el pecho del niño la cruz de filigrana que llevaba pendiente de una cadenita. Estaban los tres solos en el cuarto. En tales ocasiones, Cortés era suave y blando de carácter. Entonces Marina no era la intérprete, como se la llamaba en las cartas dirigidas a Don Carlos. Entonces era la mujer que allanaba el camino a Cortés y la que, según superstición firme de todos los españoles, de modo milagroso, le proporcionaba la suerte al general.
—¿Qué quiso decir con aquello de que el dios de la lluvia estaba ante las puertas de Méjico?
Marina le miró, pues Cortés había dicho esas palabras para sí mismo, no preguntándoselas a ella. Vio como en la frente del general pasaban los negros nubarrones de pensamientos graves. ¿Qué significaban las palabras de Moctezuma? Eran ahora las horas agradables en que el cuerpo cubierto del pesado arnés parecía huir de su tormento, refugiándose junto a aquella mujer.
—Marina, dime: ¿qué quiso decir?
—Tlaloc, el dios de la lluvia y de las tormentas, ve venir la desgracia. Cuando la siente aproximar, el dios se sienta ante la puerta de la ciudad, y durante la noche se oye su voz. Entonces se transforma a menudo en un ocelote. La puerta de la casa ante la que se coloca rechinará al abrirse para que pasen los cadáveres.
Con el velo sobre la cabeza para ocultar bien su tocado, Marina fue con su niño a ver a la princesa. Ambas mujeres estaban inclinadas sobre el primer mestizo que había venido al mundo: en Anahuac. Observaban su blanca piel y sus grandes ojos azules que hacían resaltar el blanco todavía más. El cabello era negro, pero sedoso, como nunca se había visto semejante en este país. Sus pómulos eran prominentes y su nariz veíase ya que sería una nariz india, fuerte y alta. Marina explicó que se llamaba igual que el padre de su padre: Martín. La princesa repitió: "Maltín… Maltín… " Los ojos de Marina brillaron; el nombre era corto: Martín Cortés, como su abuelo…, así lo había escrito en los papeles el sacerdote aquel.
—Escriben mientras nosotros soñamos —dijo la princesa sonriendo.
—¿Piensas acaso, señora, en aquella cuyo nombre no puede ser pronunciado en el palacio, cuya historia, empero, es conocida de todos nosotros?
—Pienso en mi tía Papan. Ella vio lo que había de suceder mientras caminaba por la senda florida de los muertos. No he ido a su casa desde entonces, pues nadie puede ir allí; pero le envié una de mis criadas con un mensaje y la contestación ha llegado esta mañana, al amanecer.
—¿Pueden los muertos instruir a los vivos en sus cosas, señora?
—Papan regresó de la región de la muerte. Sabe más que yo, más que tú, más que mi padre y más que mi esposo. Pero nadie se atreve a preguntar a Papan, pues no escatima los malos presagios. Hablo contigo y de ti espero que guardarás mis palabras sin repetirlas.
—Me has mostrado benevolencia y favor; has querido contemplar a mi hijo. ¿Podía esperar tal favor una sierva?
—Tu padre no fue criado, sino jefe. Y tú eres señora en tu casa. Tú puedes hacer más que todos los demás que estamos aquí. Me gustas y me gusta también tu amo, que no bajó los ojos cuando yo le miré.
—Mi amo nunca baja los ojos; mira a los de quien le habla; y no es posible resistirle. Todos van ante él para suplicarle o para amenazar, a veces llevan malas intenciones y acaso llevan armas en la mano…; pero cuando le miran… bajan los ojos.
—Yo hablaré con él y tú serás mi palabra y la suya.
—Señora, recibiste, decías, un mensaje de aquella que volvió del reino de la muerte
—Papan había visto buques…