—Señor: la vida está en tu mano. Te doy mi ciudad. En el reino del Terrible Señor yo no soy más que un infeliz diablo. Pero ¿te crees bastante fuerte para protegernos a nosotros y a los otros que os honran como dioses?
Los mejicanos, entretanto, esperaban con semblante pétreo y dominador a que los indios sujetaran y amarrasen a los españoles. Mas en vez de eso, el cacique levantó el brazo y su vara con contera de oro trazó un círculo en el aire. Los soldados rodearon a los recaudadores de contribuciones.
La multitud murmuraba. Bastaba un signo para que el milagro se realizara. "Los lobos son fuertes; los espíritus nos protegen." Eso pensaban todos. Todos esos indios eran padres o madres; todos tenían hermanos. Era una familia de cincuenta blancas ovejitas.
—A los dioses, a los dioses…
La multitud se vio inundada de apasionamiento. Se llevaron arrastrando a los mejicanos, que, intensamente pálidos, trataban de defenderse. Los arrastraban al sacrificio, a arrancarles el corazón sangriento para ofrecerlo caliente y palpitante en el altar de la diosa. La cortina de hierro que formaban las lanzas de los españoles se abatió.
—Diles, Marina, que aquí no se admiten juicios fallados por el pueblo. Que los sujeten con ligaduras y mañana se verificará al juicio. Así lo mandan las leyes de nuestro país. Por la noche, nosotros guardaremos a los presos.
La multitud retrocedió. Algunos quisieron abalanzarse contra los mejicanos. En su imaginación se habían ya prometido un magnífico sacrificio caliente y sangriento… Ahora se les mandaba esperar hasta que un tribunal de rostros pálidos diese la sentencia. Cortés levantó su copa. Quien se atreviera a interrumpir de nuevo el festín debería responder de ello. Marina se sentó a su lado. Era ya por todas partes su intérprete, la confidente del general, su mujer de confianza. La gente de Cempoal la llamaba ya por su nombre: Malintzin, que significa la pequeña Marina…, y a Cortés, cuyo nombre no podía ser pronunciado por los indios, le llamaban entre ellos
el amo de Marina
: Malinche. Así que, por eso, Cortés fue conocido en toda la Nueva España por el nombre de Malinche.
—Marina, tú nos debes abandonar ahora. Los españoles vigilan y guardan a los presos en la cámara del templo. Ve allí como si fueras una mujer de esta ciudad. Entre como si quisieras dar de comer a los presos. Les presentas manjares y hablas con ellos. Cuéntales que nosotros, los españoles, no sabíamos lo que entre estas gentes se tramaba. Que yo quería salvarlos de una muerte cierta. Que a medianoche les abrirán el calabozo. Que se fíen de mi gente, que los sacarán de aquí disfrazados. Por agradecimiento les pido solamente una cosa: que cuenten a su señor, el Terrible Señor, a quién deben su salvación y su libertad. ¿Me has comprendido? Marina titubeó unos momentos. Después afirmó:
—Tú eres mi amo y mandas. Tú no quieres que se lleve a esos hombres a la piedra de los sacrificios.
Un bote se destacó del buque "Capitana". Se llegó a la orilla remando. Allí aparecieron entonces cinco indios envueltos en capas españolas y sin corona de plumas; eran los indios, que, al amparo de la noche, habían sido ayudados a huir. Se sentaron en el bote. Los golpes secos de los reinos parecían ir midiendo el tiempo. Al cabo de una hora habían dejado atrás los límites de Cempoal; podían ya desembarcar: estaban salvados. Mañana a esta hora el Terrible Señor podría ya saber a quién debía agradecer que sus recaudadores de contribuciones no hubieran sufrido el ignominioso martirio.
Para el siguiente día estaba fijado el comienzo solemne de la edificación de la ciudad. Se distribuyen herramientas. A Cortés le dieron una azada; a los altos jefes les entregaron zapapicos. El constructor de buques, con su cinta, midió y señaló la línea de los fosos. En el norte y en el sur debían abrirse sendas puertas. Alrededor se levantarían murallas con algunos baluartes. El módulo de la ciudad debía ser una cruz latina. En el punto del cruce del larguero con el travesaño, se emplazaría la catedral en una amplia plaza, donde se levantarían igualmente los edificios del gobierno, palacio del mando, casa de justicia, convento, hospital, etc. Al otro lado del mercado se levantaría la picota, y fuera de la ciudad, más allá de las murallas, se emplazarían las horcas. Una ciudad española. El capitán general, azada en mano, trabaja y suda copiosamente su frente. Con ello ha querido dar prueba de que el trabajo no es ignominia y no es afrentoso, ni aun para un hidalgo, el remover la tierra. A veces descansa unos momentos y con corazón tierno y agradecido recuerda al profesor Lebrija, que allí, en Salamanca, los había llevado a cavar. Ahora puede él enseñar a los otros cómo se hace eso; de su boca sale una canción y su ritmo es seguido por los soldados en su trabajo. Los indios contemplan admirados al semidiós que con sus propias manos forma ladrillos y tejas de la tierra arcillosa, los moldea con la mano y los coloca al sol, en el lugar que sus rayos caen con más fuerza. Al mediodía se ven ya los contornos de la ciudad. La muralla tiene ya un pie de altura, mientras los fosos se van profundizando. Los indios logran tomar el mismo ritmo. Hombres fuertes y musculosos se ven arrastrados por el ritmo del trabajo. Trabajan obstinadamente con sus sencillos instrumentos de madera y hierro. Van comprendiendo ya las palabras del intérprete y de los maestros de obras; van aumentando el número de los que se presentan a trabajar, puesto que ven que los españoles nos les hacen nada, sino que hasta ríen con ellos y bromean. Aumenta, aumenta su número y, en según qué trechos, comienzan también a trabajar mujeres, que se mezclan con los demás… Nadie quiere dejar de tomar parte en esa especie de juego nuevo y milagroso: ¡Los dioses edifican una ciudad!
Estaban en el primer malecón del nuevo puerto y hacían señas con la mano. Los marineros largaron las velas y la carabela zarpó empujada por la fresca brisa de la mañana. Los capitanes, soldados, altos jefes, todos subieron a la pequeña eminencia; muchos de ellos llevaban lágrimas en los ojos. Veían y podían distinguir aún a Alaminos con la rueda del timón en las manos; veían a Montejo y al capitán Puertocarrero sobre el puente, saludando con sus sombreros de plumas; a su lado se veían las altas coronas de plumas de cuatro indios intrépidos que marchaban en el buque hacia España en compañía de los españoles.
El licenciado murmuró entre dientes las palabras con las que un día Horacio se había despedido de las galeras de Virgilio:
"Et serves anime dimidius mes."
Parecía ya como un barquito de papel flotando en las olas… y, sin embargo, en este frágil barquito de papel iban todas las esperanzas y todos los tesoros que el Nuevo Mundo enviaba como presente al Viejo Mundo. El notario de la Corona doblaba cuidadosamente sus papeles: "Ayer tuvimos un día pesado, señor…" En efecto; en las noches anteriores se oyó el continuo correr de la pluma sobre el papel; los escribientes habían tenido que poner en limpio una y otra vez aquellas páginas. Cortés había corregido algunas palabras, dictó cartas a sus protectores y de todo hizo sacar copias, que fueron archivadas cuidadosamente por el notario. Después plantóse ante los soldados, diciéndoles:
—Estamos ante la puerta de El Dorado. Todo lo que habéis adquirido hasta hoy, mañana nos parecerá ridículamente mezquino. Por eso envío la carabela a España con el oro para nuestro señor Don Carlos. La participación de un quinto no sería suficiente para captar la benevolencia de nuestro rey. Por eso he puesto yo toda la parte que a mí me correspondía de lo que regaló el señor de ese mundo alejado: el señor Moctezuma. Esos presentes de oro deben ser nuestros embajadores ante el católico rey para que no retire su gracia y benevolencia a esos vasallos suyos del otro lado del mundo, que tal somos todos nosotros. Escuchad, señores y soldados: Lo envía a nuestro rey y señor Don Carlos vuestro general, a quien vosotros habéis elegido libremente.
El notario leyó la lista de todos los objetos en voz alta y clara.
El tesorero ponía sus sellos. Se oía la voz de Godoy, que iba entregando y comprobando:
Dos cadenas de oro adornadas de piedras preciosas.
Cien onzas de pepitas finas de oro.
Una figura de ave, manufacturada de plumas de quetzal entrelazadas, con el pico y alas de oro puro, rodeada toda la figura por una serpiente de oro.
Una cabeza de aligator, de oro macizo y de gran tamaño.
Una gran rueda de oro que representa el zodíaco a la manera india.
Dieciséis rodelas de oro con piedras preciosas y plumas.
Un disco lunar de plata.
Bolas de oro para juegos.
La pluma rascaba el papel; los soldados lo contemplaban serios. Se despedían de cada uno de aquellos objetos antes de que lo metieran en el saco marino. Alvarado abrió su bolsa, rebuscó en ella y sacó lentamente un pedazo de oro y lo miró, mientras se dibujaba su nombre bajo el texto del protocolo. Los soldados fueron estrechando el círculo alrededor; se habían dejado ganar por el entusiasmo. Cada uno de ellos por turno regala algo: un dije, un adorno, una pepita de oro; algo en fin por lo cual un día se lo habían jugado todo, habían matado por decirlo así; ahora lo entregaban con altanería, como regalo generoso a su rey, regalo del aventurero rico al rey pobre.
Al siguiente día obsequió a sus enviados. En un estuche de madera ricamente tallado metió dos volúmenes en los que había ido haciendo sus apuntaciones y trasladado al papel sus impresiones en un español florido, a semejanza de lo que hizo julio César. Antes de la salida del sol despertó de nuevo a los mensajeros, les dio los informes acerca de la fundación de la ciudad de Vera Cruz, mientras el padre Olmedo enviaba un libro indio, en forma de abanico, plegado en acordeón y, en cuyas páginas de final piel de ciervo, miles y miles de dibujos de imágenes de ídolos estaban bailando.
—No olviden vuestras mercedes el informar que desde el tiempo del almirante Colón, nunca habían sido hallados en el hemisferio occidental pueblos que supieran escribir de un modo o de otro, Su real Majestad se digne escuchar mi súplica y que me envíe frailes de la Orden de San Francisco que durante el viaje pueden ir trabando conocimiento por medio de estos dibujos con la vida del Nuevo Mundo.
"Os suplico que, después de la llegada, no os presentéis en la Corte sin visitar antes la casa de mi padre en Medellín. Esa pequeña bolsa está destinada a mis padres: algunas joyas, esmeraldas, rubíes, turquesas y algunas perlas negras para que mi madre pueda adornarse el peinado. ¡Cómo os envidio! ¡Vosotros veréis de nuevo mi ciudad natal…! Mi padre tiene por todas partes conocidos y de ellos los hay grandes señores; posiblemente os podrán en algún momento servir de ayuda. Todos confesaron y comulgaron y el padre Olmedo hizo a cada uno de ellos el signo de la cruz sobre la frente. Los botes partieron seguidamente hacia la carabela que estaba destinada a ser la primera golondrina del Nuevo Continente… Ortiz dio la orden y sus trompetas y cuernos dejaron oír una melodía piadosa. A bordo se oyeron voces de mando. El primer piloto dio la voz de levar anclas. Las velas se inflaron; el pendón de Castilla se desplegó en el tope mayor y junto a él el grimpolón de Cortés. Más abajo, dos banderas más pequeñas con las armas de Montejo y de Puertocarrero. Sonaron los cuernos y la costa se llenó de soldados que saludaban con emoción aquella carabela que navegaba ya hacia la patria.
Vivían en aquellos campos donde imperceptiblemente iba saliendo de la nada la nueva ciudad de Vera Cruz; algunos se hospedaban en la vecina Cempoal. Las tribus de los totonecas vivían dispersas por los alrededores y, quien tuviera trato con ellos, podía enterarse de las antiguas relaciones internas de aquellos establecimientos. La tienda del general se había convertido en una verdadera cancillería. El obeso cacique iba instruyendo a los españoles en la administración y dependencia de las tribus. Hacía comparecer ante él a los jefes de las aldeas.
Iban y venían mensajeros. Llegaban noticias del soberano del Sur, de Moctezuma, desde más allá de las montañas. Había que enviarle las contestaciones. Se honraban mutuamente con presentes; pero las comunicaciones entre ellos eran ambiguas y a veces contradictorias. Tan pronto daba las gracias el Terrible Señor por la protección que los españoles habían dispensado a sus recaudadores, como se acordaba del mal humor de los dioses sedientos…
El poder exótico y perezoso que se extendía ante ellos no los dejaba aproximar. Todo lo que podían lograr de él era oro y palabras. El Terrible Señor no dejaba que los españoles entraran en sus dominios. El campamento estaba en fermentación. Aquellos hombres, cuando el entusiasmo no los convertía en héroes, cuando la emoción del momento no les subía a la garganta, se sentían posesos de la codicia; se tornaban glotones, eróticos, pendencieros y jugadores hasta la muerte. Los descontentos forjaban planes alrededor de las hogueras nocturnas. Algunos fueron en botes, a escondidas, a los buques que parecían estar adormecidos suavemente en la bahía. Cortés se constituyó un tribunal para juzgar a un español de cara larga y melancólica. "Quisiera no saber escribir." Eso fue todo lo que dijo el general cuando metió la pluma en la tinta para firmar la sentencia. Redoblaron los tambores y el cuerpo de aquel español de cara larga y melancólica se tambaleó en el aire y así permaneció colgado de la horca hasta la noche.
Al siguiente día, Cortés dejó una guarnición en Vera Cruz y trasladó su cuartel general a Cempoal. No estaba así tan cercano al mar, con lo que disminuía la tentación; además la comarca era rica, había menos mosquitos… y más mujeres. Era hora, por otra parte, de extender la fe de Cristo entre los totonecas.
Por las noches se celebraban serias conferencias entre Cortés y Olmedo. Cuando el campamento quedaba quieto y silencioso el inteligente asturiano pasaba a la tienda de Cortés para tomar juntos una taza de cacao. Hablaban sin testigos. "¿Por qué queréis bautizar con pólvora, don Hernando?" Esa era una pregunta que se repitió muchas veces. Con ella Olmedo predicaba la suavidad y refrenaba a Cortés, cuando éste quería romper a golpes todos los ídolos.
Aquel día, después de la ejecución, ambos se sentaron también para conversar. Ambos tenían aún grabada en sus retinas la visión de Escudero con las manos crispadas agarrando sus vestiduras y clamando piedad, gracia; pero sus palabras habían sido ahogadas por el redoble de los tambores.
—Vos sabéis tan bien como yo, padre, que de todo eso tienen la culpa los buques. Ya los antiguos decían que un buque era siempre nostalgia. Al ver las carabelas, les venía inevitablemente el pensamiento de volver a Cuba con el oro que ya tenían. Pensaban con anhelo en su tierra. Un jefe de conspiración va y viene, la cosa crece. Por la noche, cuando no los oyen los capitanes, se reúnen… Por eso fue preciso establecer nuestro campamento en Cempoal. Por lo menos aquí no ven el mar ni los buques.