El difunto filántropo (2 page)

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

BOOK: El difunto filántropo
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Hacía más de una hora que el tren estaba en marcha cuando ella preguntó con voz al fin más humana:

—¿Cómo explicaría usted esto?

—Hasta este momento no me explico nada, señora. No sé nada. Tal como le he dicho, el crimen ha sido cometido durante la noche del 25 al 26 en el
Hotel del Loira
.

»Estamos en época de vacaciones. Para colmo, los Juzgados Provinciales no siempre tienen prisa. La Policía Judicial no ha sido avisada hasta esta mañana.

»¿Tenía su esposo la costumbre de mandarle postales?

—Cada vez que se ausentaba.

—¿Viajaba mucho?

—Alrededor de tres semanas al mes. Iba a Rouen, allí se alojaba en el
Hotel de la Poste
. ¡Hacía veinte años! Desde allí, visitaba toda Normandía, pero hacía todo lo posible por regresar a Rouen al anochecer.

—¿No tiene usted más que un hijo?

—¡Un hijo, sí! Trabaja en un banco, en París.

—¿No vive con usted en Saint-Fargeau?

—Está demasiado lejos para que pueda volver cada día. Pasa los domingos con nosotros.

—¿Puedo aconsejarle a usted que coma algo?

—¡Gracias!

Dejó caer la respuesta con el mismo tono que si hubiera recibido una impertinencia.

En efecto, no se la imaginaba mordisqueando un bocadillo como otra mujer cualquiera y bebiendo el vino entibiado en el vaso de papel impermeable de la compañía.

Se notaba que para ella la dignidad no era una palabra vacía. No debía de haber sido nunca bonita, pero tenía unas facciones regulares y, menos fría, no le hubiera faltado encanto gracias a cierta melancolía que expresaba su fisonomía y que acentuaba su manera de inclinar la cabeza hacia un lado.

—¿Por qué habrían matado a mi esposo?

—¿No sabe usted si tenía algún enemigo?

—¡Ni enemigo ni amigo! Vivimos distanciados, como todos los que han conocido una época distinta de la época brutal y vulgar de después de la guerra.

—¡Ah!

El viaje era interminable. En varias ocasiones, Maigret salió al pasillo a aspirar algunas bocanadas de su pipa. Su cuello postizo se había ablandado por acción del calor y de su transpiración abundante. Envidiaba a la señora Gallet que no se daba ni cuenta de los 33 ó 34 grados a la sombra y que mantenía exactamente la misma postura que había adoptado a la salida, como para un desplazamiento en autobús, con el bolso colocado encima de las rodillas, las manos encima del bolso y la cabeza ligeramente inclinada hacia la puertecilla.

—¿Cómo ha… ha sido asesinado ese hombre?

—El telegrama no lo dice. Creo comprender que lo han encontrado muerto por la mañana.

La señora Gallet tuvo un pequeño sobresalto y entreabrió la boca para recobrar el aliento.

—Es imposible que sea mi esposo. Esta postal es una prueba, ¿verdad? No tenía que haberme molestado.

Sin saber exactamente por qué, Maigret lamentó no haber tomado la fotografía que estaba sobre el piano, pues ya tenía dificultad en reconstruir en su memoria la parte superior del rostro. En cambio, evocaba claramente la boca demasiado amplia, la perilla espesa, los hombros mal cortados de la chaqueta.

Eran las siete de la tarde cuando el tren se paro en la estación de Tracy-Sancerre y fue preciso recorrer un kilómetro más por la carretera principal, y atravesar el puente colgante que atraviesa el Loira.

Este último no ofrecía el espectáculo majestuoso de un río, sino el espectáculo de una infinidad de riachuelos de agua corriente y ligera, deslizándose entre bancos de arena color de trigo demasiado maduro.

En uno de estos islotes, un personaje vestido de amarillo mahón pescaba con caña. Se podía ver el
Hotel del Loira
, cuya fachada amarilla se alzaba a lo largo del muelle.

Los rayos del sol eran más oblicuos, pero el aire, denso a causa del vapor de agua, seguía siendo irrespirable.

Ahora era la señora Gallet la que marcaba el ritmo de la marcha y, viendo en las proximidades del hotel a un hombre paseándose, que debía de ser un colega, Maigret frunció el ceño ante la idea de que la pareja que formaba con su compañera era del más completo ridículo.

Veraneantes con vestidos claros, especialmente familias, se sentaban a la mesa tras una vidriera donde circulaban camareras con delantal y tocado blancos.

La señora Gallet había visto el rótulo en el que el nombre del hotel aparecía rodeado de insignias de varios clubs.

—¿Policía judicial? —preguntó el hombre que paseaba, parando a Maigret.

—¿Y pues?

—Lo han llevado a la alcaldía. Dese prisa, la autopsia tiene lugar a las ocho. Tiene usted el tiempo justo.

* * *

Había llegado el momento de conocer al muerto. En aquel instante, Maigret seguía comportándose como un hombre que cumple con una obligación penosa y sin atractivo.

Posteriormente, tuvo oportunidad de recordar con detalle esta segunda toma de contacto que no podría repetirse jamás.

El pueblo era de color blanco crudo en la luz tormentosa de aquel atardecer. Gallinas y ocas atravesaban la carretera principal y a cincuenta metros, en un lugarejo oscuro, dos hombres con delantal azul herraban un caballo.

Frente a la alcaldía, algunas personas estaban sentadas en la terraza de un café. De la sombra de los toldos a rayas rojas y amarillas se desprendía un ambiente de cerveza fresca, de pedazos de hielo flotando en aperitivos olorosos, de periódicos llegados a París.

Tres automóviles estaban aparcados en medio de la plaza. Una enfermera buscaba la farmacia. En la alcaldía, una mujer fregaba el corredor enlosado de gris.

—Perdone. ¿El cuerpo?

—¡Detrás! En el patio cubierto de la escuela. La policía está allí. Puede usted pasar por aquí.

La mujer señalaba una puerta en la que estaba escrita la palabra «niñas», mientras que la palabra «niños» figuraba en el ala opuesta del edificio.

La señora Gallet marchaba delante con una entereza inesperada. No obstante, Maigret creyó adivinar que una especie de vértigo la impulsaba.

En el patio de la escuela un médico en bata fumaba un cigarrillo paseando como si estuviera esperando algo. De vez en cuando se frotaba las manos que llevaba escrupulosamente limpias.

Otras dos personas conversaban a media voz cerca de una mesa en la que había un cuerpo extendido bajo un lienzo blanco.

No gritó. Los dos hombres que conversaban se habían vuelto hacia ella sorprendidos. El doctor se puso los guantes de caucho y gritó delante de una puerta:

—¿Todavía no ha llegado la señorita Ángeles? Mientras el doctor se quitaba uno de los guantes para encender un cigarrillo, la señora Gallet permanecía inmóvil, envarada, y Maigret estaba pronto para acudir en su ayuda.

Bruscamente, ella volvió hacia él el rostro lleno de rencor y gritó:

—¿Cómo es posible? ¿Quién ha tenido el valor?

—Venga, señora. Es él, ¿verdad? Moviendo los ojos con rapidez, la señora Gallet miraba a los dos hombres, al médico con bata blanca, a la enfermera que llegaba contoneándose.

—¿Qué van a hacer? —articuló con voz más ronca.

Como Maigret, incómodo, dudaba en responder, la señora Gallet se abalanzó sobre el cuerpo de su esposo, dirigió hacia el patio y hacia los que en él se encontraban una mirada colérica, desafiante, y gritó:

—¡No quiero! ¡No quiero!

Tuvieron que llevársela a la fuerza y dejarla al cuidado de la portera que abandonó sus cubos de agua. Cuando Maigret volvió al patio cubierto, el médico tenía un bisturí en la mano, una mascarilla en el rostro y la enfermera le alcanzaba un frasco de cristal esmerilado.

Involuntariamente el comisario golpeó con el pie un sombrerito de seda negra, adornado con un nudo color malva y con una aguja de brillantes falsos.

* * *

Maigret no asistió a la autopsia. Se acercaba el crepúsculo y el médico había dicho:

—Tengo siete invitados a cenar en Nevers.

Los dos hombres eran el juez de instrucción y su secretario. El juez, después de cruzar un apretón de manos con el comisario, se limitó a decir:

—¡Hable usted con la policía local que ha comenzado la investigación! Es un caso terriblemente embrollado.

El cadáver estaba desnudo bajo el lienzo que Maigret deslizó.

El lúgubre reconocimiento duró sólo algunos segundos. El cuerpo era tal como podía imaginarse a juzgar por la fotografía: un cuerpo largo, "huesudo, un pecho hundido de burócrata, una piel muy pálida que hacía parecer más oscuros los pelos que la cubrían, a pesar de que los del pecho eran rojizos.

Sólo la mitad de la cara estaba intacta, la mejilla izquierda había sido arrancada por el disparo.

Tenía los ojos abiertos. Las pupilas, de color gris ratón, apenas estaban más apagadas que en el retrato.

—Estaba a régimen —había dicho la señora Gallet.

Bajo el pecho izquierdo se dibujaba una herida limpia y regular abierta a hoja de cuchillo.

El doctor, detrás de Maigret, se movía impaciente.

—¿Es a usted a quien tengo que dirigir mi informe? ¿A qué dirección?

—Al
Hotel del Loira
.

El juez y su secretario miraban a otra parte y callaban. Maigret, buscando la salida, se equivocó de puerta y cayó tropezando con los bancos de una de las clases de la escuela.

Hacía un fresco agradable y el comisario se entretuvo un momento delante de las cromolitografías que representaban
La siega, Una granja en invierno
y
Un día de mercado en el pueblo
.

Sobre un estante había todas las medidas de peso y de capacidad hechas de madera, de estaño y de hierro dispuestas por orden de tamaño.

El comisario se secó el sudor. Cuando franqueaba el umbral de la puerta se encontró con el inspector de policía de Nevers que andaba buscándole.

—¡Bien! ¡Al fin ha llegado usted! Espero ir a reunirme con mi esposa a Grenoble. Imagínese usted que ayer, cuando nos llamaron, yo estaba a punto de salir de vacaciones.

—¿Ha encontrado usted algo?

—¡Absolutamente nada! Ya verá usted que es un caso inverosímil. Si quiere que cenemos juntos le daré más detalles, si es que se les puede llamar detalles. ¡No han robado nada! ¡Nadie ha visto ni oído nada! Bien astuto será quien pueda decir por qué este infeliz ha sido asesinado. Sólo hay una particularidad que sin duda no conducirá muy lejos. Cuando se alojaba en el
Hotel del Loira
, cosa que hacía de vez en cuando, se inscribía a nombre de señor Clément de Orleans, rentista.

—¡Vamos a tomar un aperitivo! —propuso Maigret.

Se acordó del ambiente tentador de la terraza que desde el primer momento le había parecido un refugio soñado.

No obstante, cuando se encontró en ella delante de medio vaso de cerveza completamente empañado, no experimentó la satisfacción prevista.

—¡Es la investigación más decepcionante que se pueda imaginar! —suspiraba su compañero—. ¡Ya me dará usted su opinión! ¡No hay nada a que agarrarse! Tampoco hay nada que salga de lo corriente, excepto que este hombre ha sido asesinado.

Durante algunos minutos continuó hablando en este tono sin darse cuenta de que el comisario no le escuchaba en absoluto.

Hay personas a las que no se ha encontrado más que una vez por la calle y de las que, a pesar de todo, no puede olvidarse la fisonomía. De Emilio Gallet, Maigret había visto solamente una fotografía, la mitad del rostro y el cuerpo pálido.

La fotografía era el recuerdo que tenía más claro en su espíritu.

Precisamente intentaba vivificarla, quería imaginarse al señor Gallet a solas con su esposa en el comedor de Saint-Fargeau o saliendo de la ciudad para ir a tomar el tren a la estación.

A instantes, como un relámpago, la parte superior del rostro se le aparecía más clara. Maigret creyó recordar que tenía bajo el párpado unas ojeras cárdenas.

—¡Apuesto que es una enfermedad de hígado! —exclamó a media voz.

—En cualquier caso, no ha muerto de una enfermedad de hígado —respondió, humillado, el inspector de Nevers—. ¡Una enfermedad de hígado no se le lleva a nadie la mitad de la cara ni le atraviesa tampoco el corazón!

Las lámparas de una barraca de feria de tiro al blanco se iluminaron en medio de la plaza, en la que un tiovivo de caballitos de madera estaba desmontado.

II
Un joven con gafas

No quedaban más que dos o tres grupos rezagados en las mesas. De las habitaciones del primer piso salían las protestas de algunos pequeños a los que obligaban a acostarse.

Se oyó una voz de mujer detrás de una ventana abierta:

—¿Has visto al señor gordo, eh? ¡Es un policía! Si no eres bueno, te meterá en la cárcel.

Durante la comida Maigret paseaba la mirada de acá para allá por la estancia, mientras oía sin atención un zumbido pertinaz. Era el inspector Grenier de Nevers, que hablaba por placer de hablar.

—¡Ah!, ¡si al menos le hubieran robado algo!, sería todo de una simplicidad casi infantil. Estamos a lunes. El crimen ha sido cometido durante la noche del sábado. Era la fiesta del pueblo. En estos días, además de los feriantes —de los que desconfío por principio—, se ve merodear a gente de todas clases. ¡Usted no conoce el campo, señor comisario! Tal vez hay en él peores tipos que en los bajos fondos de París.

—En resumen —interrumpió Maigret—, si no hubiera sido día de fiesta, el crimen se hubiera descubierto inmediatamente.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que gracias al tiro al blanco y a los petardos nadie oyó los disparos. ¿No me ha dicho usted que Gallet no ha muerto a causa de la herida que recibió en la cabeza?

—El médico lo afirma. La autopsia ha de confirmar esta hipótesis. La víctima recibió en primer lugar un balazo en la cabeza. Pero parece ser que hubiera vivido aún dos o tres horas. Inmediatamente después recibió una cuchillada en el corazón y la muerte fue instantánea. El cuchillo ha sido encontrado.

—¿Y el revólver?

—¡Lo hemos buscado inútilmente!

—¿El cuchillo estaba en la habitación?

—A algunos centímetros del cadáver. La muñeca izquierda del señor Gallet presenta algunas equimosis. Sin duda ha sido él quien, sintiéndose herido, ha empuñado el arma precipitándose contra su agresor. Pero estaba débil. El asesino lo ha sujetado por la muñeca, se la ha retorcido y ha hecho penetrar en el pecho la hoja del cuchillo. Es mi opinión, y también la del doctor.

—¡Así pues, sin la fiesta, no cabe duda de que Gallet no hubiese muerto!

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