»En la chimenea hay cenizas de papel que todavía están calientes. Entre ellas encontrarnos cerillas de Gallet.
»Nuestro X, no obstante, hurga en la maleta y sin duda hace lo mismo con la cartera que vuelve a colocar cuidadosamente en el bolsillo, se va, olvida cerrar la puerta y poner la llave en su sitio.
—Lo cual no impide que hayamos encontrado la llave entre la hierba.
Maigret, que no había vuelto a mirar a su interlocutor, observó ahora su rostro descompuesto.
—Venga. ¡Todavía no he terminado! Creo que nunca me encontré con un asunto tan complicado y a la vez tan sencillo. Sabemos que el que se hacía llamar señor Clément era un estafador, ¿no es así? Y ahora, vemos claramente que destruyó por sí mismo todas las pruebas de sus estafas como si estuviese esperando que se produjese un suceso importante, tal vez capital.
»¡Por aquí! Éste es el patio del hotel, y allí, a la izquierda, la habitación que Emilio Gallet quiso ocupar al mediodía y que no pudieron darle porque estaba ocupada.
»Sigamos. Al mediodía la situación era la misma que por la tarde. Necesitaba a toda costa veinte mil francos para el lunes por la mañana, de otro modo los que le hacían chantaje iban a entregarlo a la policía.
«Supongamos que hubiese conseguido que le diesen esta habitación. ¡No hubiese podido atravesar el camino de las ortigas y encaramarse al muro!
»Por consiguiente, ¡él no tenia ninguna necesidad de subirse al muro! O si usted prefiere, este acto podía ser reemplazado por otro, por otro que podía realizar en este patio.
»¿Qué podemos observar en este patio? ¡Un pozo! Usted podría decirme que tal vez quería tirarse a él. Pero yo iba a responderle que podía haberlo hecho igualmente saliendo de la habitación que ocupaba, atravesando el pasillo y acercándose al pozo para terminar en él.
»¡No! Necesitaba la combinación de un pozo y una alcoba.
—¿Qué sucede, señor Tardivon?
—Nevers al aparato.
—¿Es el inspector?
—¡El mismo!
—Venga, señor de San Hilario. Puesto que desea usted ayudarme, es justo que esté presente en todas las fases de la investigación. Siga la conversación desde este aparato. ¡Diga! Aquí el comisario Maigret. ¡No tema! Solamente quiero hacerle una pregunta que se me ha ocurrido ahora mismo. ¿Su amigo Gallet era zurdo? ¿Cómo dice? ¿Zurdo de manos y pies? ¿En el fútbol, jugaba de extremo izquierda? Está usted seguro, ¿verdad? ¡No! Esto es todo. Gracias. Un detalle más: ¿sabía latín? ¿De qué se ríe usted? ¿El último de la clase? ¿Hasta este punto? ¡Es muy curioso, sí! ¡Dígame! ¿Ha visto usted la fotografía del difunto? ¿No? Evidentemente, está muy cambiado desde que le vio usted en Saigón. El único retrato que tengo se lo hicieron cuando estaba a régimen. Pero tal vez un día de estos le presentaré a usted a alguien que se le parece mucho. ¡Gracias! ¡Sí!
Maigret colgó el aparato, rió con desgana y suspiró:
—¡Ya ve qué fácil es equivocarse! Todo lo que hemos dicho hasta aquí dependía de un detalle: que nuestro Emilio Gallet no fuese zurdo. Porque, siendo zurdo, pudo muy bien servirse del puñal contra su agresor. Ya ve qué poco se puede uno fiar de las afirmaciones del dueño de un hotel y de sus sirvientas.
El señor Tardivon, habiéndole oído, adoptó un aire ofendido.
—La cena está servida.
—En seguida voy. Tan pronto como terminemos. Además, no creo que esto sea abusar de la paciencia del señor de San Hilario. Volvamos a la alcoba del crimen —como dicen—, ¿quiere usted?
* * *
Una vez allí, dijo de repente:
—Usted conoció a Emilio Gallet. Lo que voy a decirle tal vez le haga reír. ¡Sí! Encienda la lámpara. Con este cielo tan encapotado oscurece una hora antes que de costumbre.
»¡Bien! Yo, que no le vi jamás, he pasado horas y horas, desde que se cometió el crimen, intentando imaginarlo vivo.
»Para conseguirlo, he ido a respirar el ambiente que él respiraba. Incluso he tratado con los que él convivía normalmente.
»Vea usted este retrato. Apuesto a que dirá usted como yo:
»¡Un pobre hombre!
»¡Especialmente cuando sepa que el médico no le auguraba más de tres años de vida! Un hígado deshecho. Y un corazón fatigado que no esperaba más que un pretexto para pararse.
»Quise ver vivir a mi hombre no sólo en el espacio, sino también en el tiempo. ¡No pude conseguirlo, por desgracia! Sólo obtuve datos a partir de su matrimonio, puesto que, sobre su vida anterior a esta época, él se manifestó siempre avaro de confidencias, incluso con su mujer.
»Todo lo que sé es que nació en Nantes y que vivió varios años en Indochina. Pero ni tan sólo trajo de allí una sola fotografía. ¡Ni un recuerdo! Jamás hablaba de ello.
»Es un viajante de comercio de poca importancia que posee unos treinta mil francos. A los treinta años se siente ya cansado, acabado y tiene el carácter melancólico.
»Conoce a Aurora Préjean y se le pone en la cabeza la idea de casarse con ella. Los Préjean tienen sus aspiraciones. El padre, encontrándose en una situación desesperada, no tiene recursos para sostener su periódico. ¡Pero había sido secretario particular de un aspirante al trono! ¡Alterna con príncipes y duques!
»Su hija pequeña está casada con un propietario de tenedurías.
»Nuestro Gallet, en este ambiente, desempeña un papel mezquino, y si le aceptaron fue porque accedió a colocar su pequeño capital en el asunto de
El Sol
.
»Le soportan a desgana. ¡Es un fracaso para los Préjean tener un yerno que vende objetos chapados de plata para regalos de poco valor!
»Intentan contagiarle sus ambiciones. Él no se deja convencer. No cree haber nacido para alcanzar un puesto de prestigio. Su hígado, por aquel entonces, ya no era muy brillante. Sueña con una vida apacible, en el campo, acompañado de su mujer por quien siente una profunda ternura.
»¡No obstante, su esposa también quiere empujarle a hacer algo importante! ¿Acaso sus hermanas no tienen la audacia de trataría con desprecio, como a un pariente pobre, y de reprocharle su matrimonio?
»Préjean muere.
El Sol
se hunde. Emilio Gallet sigue vendiendo sus deshonrosos objetos para regalo a los habitantes de Normandía.
»Se consuela de su trabajo pescando con caña e inventando pequeñas mejoras para sus utensilios de pesca, desmontando despertadores y relojes de pulsera.
»Su hijo ha heredado de él el aspecto físico y la enfermedad de hígado, pero tiene la ambición de los Préjean.
»Un buen día Emilio Gallet decide intentar algo. Está en posesión de los
dossiers
de
El Sol
. Se da cuenta de que montones de personas entregaban dinero en mayor o menor cantidad tan pronto como les hablaban de la causa monárquica.
»Hace una intentona. No dice nada a nadie. Probablemente, al principio, siguió con sus ocupaciones de viajante de comercio al mismo tiempo que realizaba sus primeras estafas, todavía de escaso calibre.
»Lo que rinde más es estafar. Poco tiempo después, incluso consigue comprar un terreno en la parcelación de Saint-Fargeau, y construye en él una casa.
»Aporta a su nuevo estado sus cualidades de orden y puntualidad. Como siente un miedo atroz por su familia, sigue, delante de ella, representando su papel de viajante de la casa Niel en Normandía.
»No se trata de enriquecerse. Los legitimistas no se cuentan por millones. Algunos son difíciles de sablear. Pero al fin y al cabo, Gallet consigue un pequeño bienestar del que se sentiría muy satisfecho si no le reprochasen, incluso en su propia casa, la mezquindad de sus aspiraciones.
»Quiere mucho a su esposa a pesar de sus defectos. Tal vez, incluso, quiere mucho a su hijo.
»Los años pasan. La enfermedad de hígado se hace más grave. Gallet sufre ataques que le anuncian una muerte prematura.
»Entonces, se hace un seguro de vida, lo suficientemente alto como para que los suyos puedan seguir llevando el mismo tren de vida después de su muerte. Ahora tiene más gastos. El señor Clément redobla sus visitas a las casas solariegas de la comarca en donde las viudas nobles y los gentilhombres del antiguo régimen constituyen su presa más valiosa.
»Me sigue usted, ¿verdad?
»Hace tres años, un tal señor Jacob le escribe, y cada dos meses, a plazo fijo, pide dinero a cambio del silencio.
»¿Qué puede hacer Gallet? Él es la vergüenza de la familia Préjean, el pariente lastimoso a quien solamente se manda una tarjeta de felicitación para Año Nuevo, pero que sus cuñados, que siguen un camino brillante, prefieren evitar.
»El sábado, 25 de junio, está aquí llevando en el bolsillo la última carta del señor Jacob que exige la entrega de veinte mil francos el lunes siguiente.
»Hace un momento he recorrido el camino de la estación al hotel intentando ponerme en su lugar.
»Es evidente que no se recogen veinte mil francos en un día, llamando a la puerta de legitimistas por más que se empleen ingeniosos pretextos.
»Además. ¡Ni tan sólo lo intenta! ¡Le visita a usted! ¡Dos veces! Después de su segunda entrevista con usted, solicita una habitación que dé al patio.
»¿Tuvo tal vez la esperanza de arrancarle a usted los veinte billetes? Sea como fuere, por la noche esta esperanza ya no existía.
»Y ahora. ¡Dígame qué quería hacer en esta alcoba que no consiguió y sabremos por qué subió al muro!
Maigret no levantó la vista hacia su interlocutor cuyos labios temblaban.
—Es ingenioso. Pero… Especialmente en lo que a mí me concierne. No entiendo.
—¿Cuántos años tenía usted cuándo se murió su padre?
—Doce años.
—¿Su madre vivía aún?
—Murió poco después que nací yo. Pero me gustaría saber qué tiene que ver.
—¿Le educaron a usted algunos parientes?
—No tenía ningún pariente. Soy el último San Hilario. Cuando mi padre murió, dejó solamente el dinero suficiente para pagar un colegio de Bourges en el que viví y estudié hasta los diecinueve años.
»Si no hubiese recibido una herencia inesperada de un primo del que todos habían olvidado su existencia.
—Y que vivía en Indochina, creo.
—Por allá, sí. Era un primo lejano que ni tan sólo llevaba mi apellido. Un Durarty de la Roche.
—¿A qué edad heredó usted?
—A los veintiocho años.
—¿Y de los dieciocho a los veintiocho?
—¡Viví en la miseria! ¡No me avergüenza decirlo, al contrario! Es tarde, comisario. Creo que sería mejor que…
—Un momento. Todavía no le he demostrado qué puede hacerse con un pozo y una habitación. ¿No lleva usted revólver? No importa. Tengo el mío. Tiene que haber un cordel en alguna parte. ¡Bien! Siga mis movimientos. Ato este cordel a la culata del arma. Pongamos que mide unos seis o siete metros, o más, no tiene ninguna importancia.
»Vaya a buscarme una piedra grande del camino. Una vez más, San Hilario obedeció con solicitud y trajo consigo la piedra.
—¡Con la mano derecha! —señaló Maigret—. Pasemos. Ahora ato fuertemente esta piedra al otro extremo del cordel. Podemos hacer aquí mismo la demostración, suponiendo que el alféizar de la ventana es el brocal del pozo.
»Hago descender la piedra por el otro lado, o sea, en el interior del pozo. Tengo el revólver en la mano. Disparo sobre alguien, sobre mí, por ejemplo.
»Luego lo suelto.
»¿Qué sucede? La piedra, que cuelga encima del agua, desciende hasta el fondo del pozo arrastrando consigo el cordel y el revólver atado al otro extremo.
»La policía llega, encuentra un cadáver, pero no hay el más mínimo rastro de un arma. ¿Qué conclusión saca?
—¡Que se trata de un crimen!
—¡Muy bien!
Maigret no necesitó el encendedor de su compañero, encendió la pipa con cerillas que sacó del bolsillo.
Mientras recogía las ropas de Gallet con los gestos de quien, aliviado, acaba de finalizar un largo trabajo, dijo con voz natural:
—Ahora, vaya a buscar el revólver.
—Pero… ¡si no lo ha dejado usted! Lo lleva en la mano.
—Quiero decir: vaya a buscar el revólver que mató a Emilio Gallet. ¡De prisa!
Colgó el pantalón y el chaleco en el gancho del perchero, al lado de la chaqueta brillante por el uso que se encontraba ya colgada en él.
Como Maigret le daba la espalda, San Hilario no intentaba disimular la expresión de su rostro en el que podía leerse una curiosa mezcla de angustia y de odio, y a pesar de todo, cierta seguridad.
—¿Qué espera usted?
Al fin se decidió a salir por la ventana, adelantó hacia la verja del camino de las ortigas y desapareció en el parque con tanta lentitud que el comisario, un poco inquieto, aguzó el oído.
Era la hora en que, hacia el lado del muelle, comenzaba a verse el halo luminoso de la terraza y a oírse los ruidos de cuchillos y tenedores acompañados en sordina por el murmullo de las voces de los pensionistas.
De repente se movieron las ramas al otro lado del muro. La oscuridad era tan completa que Maigret adivinó apenas la silueta de San Hilario en la parte superior de éste.
Las ramas crujieron y se oyó una llamada a media voz:
—Comisario, ¿quiere cogerlo?
El comisario se encogió de hombros y no se movió a pesar de que su compañero tuvo que rehacer el camino en sentido inverso.
Cuando entró en la habitación dejó el arma sobre la mesa. Estaba tranquilo. Ya no tenía la espalda encorvada. Puso la mano sobre el brazo de Maigret con gesto casi desenvuelto, en el que a pesar de ello se notaba una ligera torpeza.
—¿Qué diría usted de doscientos mil? Tosió un poco. Hubiera querido actuar como un gran señor, con naturalidad, pero sentía que iba enrojeciendo paulatinamente, al paso que se le secaba la garganta.
—¡Hum! Tal vez trescientos.
Cuando Maigret le miró sin emoción, sin cólera y con una ligera expresión de ironía en los ojos en tomados, se tambaleó, retrocedió unos pasos y miró a su alrededor como buscando algo a que asirse.
Se operó en él una rápida transformación. De repente, esbozó una sonrisa ligera y vulgar, mientras su rostro seguía enrojeciendo y sus pupilas brillaban de ansiedad.
Había fallado interpretando su papel de gran señor. Ahora intentaba otro más cínico, más rastrero.
—¡Peor para usted! Por otra parte, he sido muy inocente. ¿Qué puede usted hacer? ¡Ha vencido el plazo prescrito por la ley!