El diario de Mamá (19 page)

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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #humor

BOOK: El diario de Mamá
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Un coche con un chófer amabilísimo, me ha dejado en el Intercontinental. No he subido a mi suite. Directamente al bar. Un gran camarero, al que dicen «el Abuelo» y yo llamo «Zurdo» me ha servido, sin que yo se lo pida, mi «whisquito» con hielo y agua. Otro, Cárdenas, al que yo llamo Paco sin llamarse Paco, me habla de Iniesta, un tipo que desconozco a qué se dedica. Y en la barra hay una pareja de abogadas, una resuelta y parlante, y otra que parece Cleopatra pero en mejor. Ana y Eva me dicen que se llaman. Un camarero, Antonio, acude a sus demandas. Estoy feliz en este rincón civilizado de Madrid. Me molesta, tan sólo, la presencia de un matrimonio japonés, excesivamente chocante. Con mi peculiar astucia, he seguido de cerca las triquiñuelas que usa ese malvado amarillo para largar a su mujer a la habitación y quedarse solo. Solicita sillas en su idioma. Ella, que come una barbaridad, al cerciorarse de la incapacidad de su marido en la consecución de butacas libres, se toma el postre, el café y se supone que enfila su rumbo hacia su cuarto. Ella es culibaja y él, un adefesio humano. Ha pasado dos o tres veces junto a mí, y huele a atún rojo. Pero tiene el atractivo del golfo oriental, especie que no domino. Abandonado en el bar por su culibaja esposa, el japonés ha solicitado al pianista «El lago de Como», y al oír sus primeros compases, se ha acercado hasta la barra y le ha pedido a una abogada su compañía para bailar.

La abogada le ha dicho que no quiere nada con los japoneses.

El japonés, para simular su derrota, se ha sentado en mi mesa, sin permiso. Y sonriente. Ha pedido otra copa y me ha agradecido, con una profunda reverencia, mi invitación.

—Váyase. No tengo ganas de estar con usted.

Mi imperativa frase no le ha afectado.

—Izaguruma ogoshi
. —«Agradezco su generosidad.»

Zurdo me mira con tristeza.

—Ha pedido en la barra un whisky.

—Que se lo sirvan en la barra.

El japonés me reverencia.

—Oshigoko Fujiyama
. —«La tengo más caliente que el Fujiyama.»

—Que se vaya.

Al oír mi petición, el japonés, perfecto dominador del español, me increpa.

—Mientlas mi señola duelme a pielna suelta yo me tilo a mujeles de laza blanca. Ayel, mismamente, me tile señóla buenísima que no me puso ningún lepalo a mis pletensiones. Ela de Colombia. Ela guapa. Ela zola, zola. Y mientlas mi señola me lo pelmita, yo con el tluco de la silla, que es el tluco del almendluco, me tilo a todas. Glacias por la bebida, señol lalo.

Un japonés muy abusón. Raro, él. Pago la cuenta y subo hasta mi suite. Delicioso lugar. Un problema tan sólo. Los que limpian las habitaciones no han reparado en un detalle. En el mueble bar, además de todas las bebidas y surtidos de chocolates, hay unas «cuquis». Son las que compré a Marsa en Ibiza. Algo ha sucedido por aquí.

Recuerdo perfectamente cuándo le compré las «cuquis». En Ibiza. Son mínimas. Color berenjena. Fermina, la planchadora y costurera, las marcó con una diminuta etiqueta en la parte trasera del elástico. Y ahí está. La M. de Marsa o de Marquesa. La vida depara muchas sorpresas, pero reconozcan que encontrar las bragas de tu mujer en una nevera de hotel puede considerarse de las mayores. ¿Qué hacen aquí las «cuquis» de Marsa? ¿Cómo han llegado? Se hallaban, hechas un burruño, entre una lata de cerveza y una botella de agua mineral sin gas. Estas «cuquis» fueron causa de un grave enfrentamiento entre Mamá y mi mujer, del cual salimos airosos.

En Conserjería están abrumados. Me han pedido toda suerte de disculpas y mucho me temo que alguna encargada de la limpieza se va a llevar un buen marrón.

—Esta prenda, señor marqués, tiene que pertenecer a la señora que abandonó ayer la habitación. Si la deposita aquí, se la enviaremos a su domicilio. A propósito, y esto sí que es una casualidad, tenemos una carta de ella pendiente de ser echada a un buzón y dirigida a usted. Es decir, que, si no le parece mal, yo le doy la carta y usted me entrega las bragas.

Me ha convencido la propuesta de trueque. Está claro que Marsa hizo lo mismo que yo. Descansar aquí antes de viajar a Sevilla. Casualidad de suite y hallazgo imprevisto. El conserje me hace entrega del documento. No hay duda, es para mí. Acudo al bar en busca de soledad para leerlo. Me dirá que espera ardientemente mi llegada a casa y que me ayudará a olvidar a Manuela poco a poco. Está en su derecho. Otra cosa es que lo consiga.

Leo y me asombro. Es ella, como era de prever. Se ha desilusionado con ella misma y vuelve a Bogotá. Le van a dar la Tarjeta Oro de Iberia, como siga a este ritmo. Me dice que no es digna de mi amor. Intuyo que algo tienen que ver con esto las «cuquis
» de
la neverita. Y se reafirma en no perderme. Tengo que indagar. Siento más curiosidad que tristeza. Las penas, más tarde. Investigo entre los camareros.

—¿Notaron ayer algo raro en una mujer muy guapa que estuvo por aquí?

—Raro no, señor. Se tomó tres ginebras seguidas y creemos que ligó con un japonés que lleva varios días alojado en el hotel y que no pierde ni una oportunidad. Está casado y hace un truco con las sillas que aburre mucho a su mujer, y cuando ésta se cansa y se sube a la habitación, entra a saco con lo que quede por aquí. Nos extrañó, porque esa mujer, además de guapa, tenía una clase enorme y era muy educada. Pero tomaron una copa y subieron juntos.

No hay que ser Sherlock Holmes para averiguar lo sucedido. Marsa vuelve de Bogotá. Duerme en el hotel. Se emborracha y está cansada del viaje. Le entra un oriental, experiencia que nunca ha tenido, le hace gracia y vive sus últimos momentos de libertad. Una muesca más. Y ella misma, descontenta con su actitud, se vuelve a Colombia castigando su frescachonería. Pero, antes de hacerlo, se deja las «cuquis» en el minibar, acción por la que se deduce que se las quitó previamente con el japonés delante. Y esa misma suite es la que me dan a mí al día siguiente. Bueno, bueno, bueno. Algún día, porque volverá, me lo contará todo con pelos y señales. Ahora sólo tengo dos objetivos. El primero, llamar a Manuela para saber como está y pedirle que vuelva a casa. Y el segundo, dar una leche al japonés. Todavía son las once de la noche, se me ha quitado el sueño, y el japonés es capaz de bajar al bar para conseguir un nuevo éxito. Asunto prioritario. A Manuela la llamaré mañana.

Un whisky J&B con hielo y agua. La mesa más apartada del bar, para dominar la perspectiva. Segundo whisky. Cuando me lo estaban sirviendo, descubro la figura del Porfirio Rubirosa en versión nipona que se acerca hasta el bar. Hay una chica, bastante mona, que toma una copa en soledad. El canalla ya le ha echado el ojo. Se acerca a su mesa y le pide una silla. Ella le hace gestos de que puede apoderarse de ella, pero también le señala el salón y le muestra más de cincuenta sillas vacías. El japonés se desconcierta un poco. Pero insiste. Hace reverencias. Cuando intuyo que la chica empieza a estar harta, la sangre bizarra de los Sotoancho me pide guerra. Y me incorporo.

—Señorita, ¿este japonés la está incomodando?

—No demasiado. Pero quiero hacerle saber que es una bobada que me quite una silla cuando hay cien a su disposición.

—Conozco al pájaro, señorita. Es un japonés obseso sexual.

—Pues eso me molesta.

—Si quiere, le doy una torta ahora mismo y delante de usted.

^Dejemos que antes se defienda.

El japonés está acorralado, sabe que me ha hablado en un español horrible, y que yo sé que entiende nuestro idioma. Le llamo la atención.

—Eh, oropéndolo, mayonesa cortada. ¿Está molestando a esta señorita?

—No. Yo pedil silla. Si ella no quieíe dal silla, otla vez selá.

—Hay cien sillas vacías.

—Pelo me gusta sen taime en silla enríente de mujel guapa.

—Como la de ayer.

—Como la de ayel. La de ayel, muy diveltida. Antes de folnicación, jugamos al blagas-básquet. Ablimos puelta del minibal y desde la cama lanzamos las blagas de ella a su inteliol. Ganó ella por cinclo a tles. Señolita, ¿usted juega al blagas-básquet?

—No, y le ruego que se vaya de aquí inmediatamente.

—Ya ha oído a la señorita.

Dicho y hecho. La visión del bragas-básquet me enfureció, notablemente. Medí sus fuerzas y su aspecto. No tenía pinta de profesor de judo, ni de samurai, ni de kamikaze. Un japonés muy vulgar. Soy flojo de piernas, pero tengo unos brazos muy largos y las manos, firmes. Cuando quiso darse cuenta, el japonés estaba en el suelo. Lío mayúsculo. El nipón quiso reaccionar, y se lanzó contra mí. Un toque de cadera muelle y flexible por mi parte desbarató su ataque, y aprovechando que pasaba junto a mí como un Victorino, tomé rápidamente un cenicero de la mesa y lo hice añicos sobre su cabeza pescadora, que también olía a atún rojo. Este tío es capaz de usar un champú de atún rojo. El japonés, yacente y malhumorado. La joven solitaria, sonriente y entregada. Los camareros, aplaudiendo mi vigor. Dos vigilantes de seguridad se lo llevaron, a rastras.

—¡Copas para todos. Están invitados! —ululé como si fuera Charles Bronson.

Algarabía. Si no amara tanto a Manuela, esta noche podría jugar al bragas-básquet con la monísima solitaria del bar. Pero un hombre sabe dominarse.

Una hora más tarde, ganaba cinco a dos a la monísima solitaria del bar al bragas-básquet en mi habitación. Se llama
Sussy
.

Las nueve de la mañana. Sussy yace en la cama. Su derrota en el bragas-básquet la ha dejado derrumbada. Beso su espalda, le escribo una nota y bajo en busca del taxi que me lleve a la estación de Atocha. Previamente me cercioraré de que el japonés no anda por ahí buscándome para vengar el honor del Emperador. No está el japonés. Pago y al taxi.

—¡Atocha, por favor!

Tengo billete para el AVE de las diez, cuyo único defecto es que hace parada en Puertollano. ¡Qué le vamos a hacer!

Las nueve de la mañana. Tomás, aguarda en el Jeep a Julia. Va a enseñarle La Jaralera. Julia le hace esperar diez minutos. Está despampanante. La tía Fermina hace gestos con la mano. Tomás le responde con una butifarra. ¡Adelante!

Las nueve de la mañana. Don Crispín, revestido de dulce y a punto de principiar la Santa Misa de todos los días. Las nueve y un minuto. Saca la cabeza y cuenta el número de feligreses. Cinco. Fermina, Flora, Guada, Pepillo y María. El monaguillo oficial, en su primer día de trabajo, ha fallado. «Mal empezamos», se ha dicho don Crispín. Y, dicho esto, ha acudido al ara.

Las nueve de la mañana, las ocho en España, exceptuando las islas Canarias, que en tal caso serían las siete, y el móvil de la Princesa Gertrude Von Hohenloezern vibra en su mesilla de noche. Ayer enterraron al Príncipe Alexander Mauricius, su amado padre. Se le caen los techos y las paredes del castillo de Holstein-Bassenweiss. Depresión profunda. De no haber fallecido su padre, también se le caerían los techos y paredes del castillo de Holstein-Bassenweiss, porque se caen solos. Su madre, la Princesa Anna Carlota, se pasó tres pueblos por la noche: «Inútil. Estamos en la ruina. Te mando a España para que pegues un braguetazo y vuelves con las manos vacías.»

Son las nueve de la mañana, las ocho en España, cuando vibra el móvil.

—¿Está bien mi flor de las cumbres?

—Feliz porque hablo contigo. ¿Qué tal el viaje, mi amor?

—Nutrido de incidentes. Tormenta sobre Sevilla, noche en Madrid, puñetazo a un japonés y estoy en el AVE. Marsa se ha marchado. El entierro, ¿qué tal?

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