—Ve allí y haz un trato —sugirió Netscher—. Si la piedra te parece sospechosa, si cualquier cosa interfiere en la compra, vuelve enseguida a casa. Ellos no nos causaran problemas si realmente sólo son personas que tienen algo que vender.
El filete de Akiva parecía tan duro como Harry había imaginado, pero aquél lo abordaba con evidente entusiasmo y era el único de los tres que estaba comiendo.
—¿Cómo me pondré en contacto con ellos?
—Ellos se pondrán en contacto con usted —lo corrigió Akiva—. Les haré saber que usted viajará. El hombre que se pondrá en contacto con usted se llama Mehdi. Yosef Mehdi. —Akiva pronuncio el nombre varias veces, lentamente, hasta que Harry asintió—. Él le llevará hasta la mercancía.
—Supongamos que quiere llevarme al otro lado de la frontera.
—Es altamente probable que quiera hacerle cruzar la frontera —dijo Akiva en tono sereno—. ¿Se da cuenta de por qué es de vital importancia que la persona que se ocupe del asunto en Nueva York sea alguien en quien usted confía absolutamente?
Harry comprendió.
—Depositará el dinero que obtenga de sus donantes en el Chase Manhattan Bank, a nombre de Saúl. Cuando yo me ponga en contacto con él y le diga que voy a comprar, y a qué precio, él transferirá el dinero adonde nos indiquen los vendedores.
—Me parece perfecto —comentó Akiva.
Netscher estaba radiante de alegría; les sirvió slivovitz.
Akiva terminó de revisar una tira de grasa en busca de algún trocito inexistente de filete.
—¿De acuerdo, entonces?
—No del todo —puntualizó Harry—. Pongo dos condiciones. Primera, no haré recados secundarios para usted. No me gustan sus tejemanejes. —Akiva asintió—. Y quiero tener la oportunidad de trabajar en el manuscrito de cobre con David Leslau.
—No.
—O no iré a ninguna parte.
—Entonces me temo que no irá. David Leslau es un arqueólogo celoso y temperamental. No compartiría su trabajo. —Se miraron fijamente—. Esta es la única razón por la que me llamó, ¿verdad?
—Sí —reconoció Harry.
Akiva suspiró.
—¿Quién le dijo que es usted un regalo de Dios para todo, señor Hopeman?
Saúl Netscher sonrió.
—En realidad, lo hice yo —afirmó mientras el camarero les servía el té. Partió con los dientes un terrón de azúcar, lo chupó para absorber el té caliente y asintió en un gesto aprobador—. El mérito es mío. Este hombre aún tenía pelusa en las mejillas cuando vino a verme como amigo. Perturbado. Me sentí honrado. Él estaba terminando la
Yeshiva
, se sentía confundido. Enamorado del mundo de los diamantes y ansiando ser un erudito. ¿Sabe lo que le dije?
—Tengo la impresión de que podría adivinarlo.
—Me hablaste de Maimónides —comentó Harry.
—Sí, le hablé de Maimónides. ¿Alguna vez se preguntó, señor Akiva, por qué el negocio de los diamantes es tan propio de los judíos? Porque en la Edad Media no podíamos ser agricultores como los demás, ya que no estábamos autorizados a poseer tierras. Estábamos autorizados a ser comerciantes. Pero sólo con cosas de las que nadie más se ocupara, como los diamantes. Y establecimos una sólida tradición, de modo que en la actualidad, cuando alguien cierra una transacción con un diamante, al margen de cuál sea su religión, dirá: «
Mazel
!», y la otra parte responderá «
Mazel un Brocha
!», las palabras yidis que significan «suerte y bendición». Suerte y bendición. No está mal desearse algo así al final de una transacción comercial, ¿no le parece?
—Maimónides —le recordó Akiva en tono de cansancio.
—Ah, sí, Maimónides. El gran filósofo, escritor, abogado, médico… Y se le permitió convertirse en todas esas cosas porque tenía un hermano llamado David que compraba y vendía diamantes. Ambos crearon una pauta seguida desde entonces por docenas de hermanos judíos en todas las épocas. Uno dedicado al mercado, comerciante en diamantes, como yo. El otro dedicado a Dios, erudito o rabino, como mi hermano Itzikel. Dígame, señor Akiva, ¿sabe lo que le ocurrió al destacado intelectual cuando su hermano comerciante, David ben Maimón, se ahogó durante un viaje para comprar un diamante? —Akiva sacudió la cabeza—. Cuando Maimónides ya no tuvo a su hermano para que lo apoyara, asumió una nueva ocupación. Se convirtió también en comerciante de diamantes para ganarse el pan que le permitía ser un erudito. Y al joven que me pidió consejo le dije: «Tú no tienes un hermano. Pero en tu interior posees la, fuerza de dos hermanos». Y yo tenía razón, señor Akiva. Él es Harry Hopeman, el comerciante en diamantes. Pero también es un erudito cuyo nombre goza del respeto de otros eruditos. Si yo estuviera en su lugar, señor Akiva, no dudaría en hablar con David Leslau en nombre de él.
—Dígale a Leslau que he resuelto parte del texto del manuscrito —intervino Harry—. Puedo identificar al menos uno de los escondites.
Akiva lanzó un suspiro.
—Eso es mejor que cualquier argumento que yo pudiera inventar. —Apartó la silla de la mesa.
—Espere un momento —dijo Harry—. Usted me dijo que cuando me comprometiera, me explicaría por qué Leslau piensa que el diamante salió del Templo.
—Teniendo en cuenta que usted quiere imponerle su presencia a Leslau, le dejo a él la tarea —repuso Akiva—. Volveré a verlo dentro de unas horas. —Se marchó y los dejó mirándose, frente a los restos de la comida.
A Netscher le brillaban los ojos. Estaba amasando migas de pan sobre la mesa hasta convertirlas en gusanos grises.
—Y bien, Saúl…
—No depende de nosotros. —Netscher se encogió de hombros.
—Ni siquiera sabemos si es lo que dice ser.
—Lo es.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Le pedí pruebas. Me dijo que podía ir a la Segunda Avenida, al consulado israelí. Fui ayer por la mañana. El cónsul general y yo hemos coincidido al menos en una docena de ocasiones para recaudar fondos. Nos dimos la mano, y me gustó la colaboración. Me regaló un puro y me dijo que no sabía nada del proyecto de Akiva, pero que él era un funcionario fantástico, que merecía cualquier cooperación.
—Eso es un alivio.
—¿Sí? —El anciano lanzó una bocanada de humo—. Este puro es terrible —comentó—. Akiva es un frío
momser
un hijo de puta. Le tengo más miedo a él que a los individuos con los que vas a reunirte.
—Yo no. Supongamos que mientras me tienen en su poder, tú… bueno, la gente se pone enferma, pueden ocurrir accidentes…
—Habla con claridad. Soy un viejo con el corazón enfermo. Podría morir mientras tú estás fuera, o incluso ante esta mesa. Tienes razón. Entregaré una carta a mis abogados. Si me ocurre algo, ellos se ocuparán de que se te transfiera el dinero. —Netscher le dedicó una sonrisa agradablemente sana, nada senil—. Harry, nada de sentimientos judíos de culpabilidad. Dejándome ayudar me estás haciendo un favor, no un daño.
Harry hizo una mueca. En la mente de Netscher, ambos estaban en las almenas, agitando la
Mogen David
, la Estrella de David. No existían extremos a los que su imaginación no pudiera llegar.
—Deja de jugar con las malditas migas.
—¿Sabes lo que he estado haciendo durante veinte años? Dedicarme a los bonos de Israel. A vender trozos de papel, persiguiendo a mis amigos. He reunido un montón de dinero, más de lo que este negocio representa. Pero ¿para qué sirve el dinero de los bonos de Israel? Para el desarrollo industrial. Quizás a lo largo de los años ayudé a instalar una fábrica de cemento israelí y una de cajas de cartón. —Se le había apagado el puro y lo encendió con chupadas cortas y enérgicas—. Esto es hacer, y no sólo hacer dinero. Esto es participar, a mi edad. —Cogió la copa de coñac—. Harry, has hecho algo amable: me has permitido zambullirme en la fuente de la juventud.
—¿Sabes nadar, amigo?
Netscher lanzó una carcajada.
—
L’chaim
! —exclamó, alzando la copa.
Cuando la gente se volvió para mirarlos, Harry se dio cuenta de que no le importaba. Cogió su copa y se preguntó si se sentiría mas seguro si aún pudiera creer que la mano pecosa podía doblar barras de hierro.
—
L’chaim
. Por la vida, Saúl —dijo sinceramente.
—¿Qué haré con el
bar mitzvah
? —le preguntó Della.
—Estaré de acuerdo con cualquier decisión que tomes.
Ella guardó silencio.
—Si pudiera, Della, lo planificaría contigo. Pero debo irme sin falta. Esto no puede postergarse.
—El
bar mitzvah
tampoco. Al menos llama a tu hijo para despedirte —señaló ella en tono amargo.
—¿Podrías decirme si Jeff Hopeman está en su habitación? —le preguntó al chico que lo atendió.
—¿Hopeman? … Eh, piernas pecosas, es para ti.
Harry sonrió. El también tenía muchas pecas de nacimiento.
—¿Sí?
—Jeff, soy papá.
—Hola.
—¿Cómo estás?
—Estoy muy bien. ¿Viniste a la escuela la semana pasada?
—Bueno, en realidad, sí.
—Wilson pensó que eras tú.
—¿Quién?
—Wilson. El tío de la habitación de al lado. ¿Por qué no te quedaste?
—… Estabas ocupado con el béisbol.
—¿En esa tontería de entrenamiento? Podría haberlo dejado.
—No quería molestarte, y tampoco podía esperar. Escucha, tengo que salir de viaje. Por negocios.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—No tengo fecha de regreso. Me quedaré el tiempo necesario.
—¿Estarás de vuelta dentro de dos semanas?
—No lo sé. ¿Por qué?
—Porque entonces terminan las clases. —Jeff vaciló—. No quiero ir al campamento. Mamá dice que tal vez tú podrías ponerme a trabajar.
—Es una idea fantástica —dijo Harry con cautela—. Pero si surgen obstáculos en las negociaciones, el viaje podría tenerme ocupado una buena parte del verano.
—De todos modos, ¿adónde vas?
—A Israel.
—¿Podré ir yo cuando se acaben las clases?
—No —dijo Harry con firmeza.
—Me tratas como a un bebé. —La voz de su hijo se quebró de rabia—. No puedo cazar, tengo que ir a ese campamento de verano. Ese campamento es espantoso.
—Éste será el último año que vayas. Te lo prometo.
Jeff no contestó.
—Te iré a ver cuando regrese, y podremos hablar un poco más sobre el trabajo. ¿De acuerdo?
—Sí.
—Adiós, Jeff.
—Adiós.
Volvió a llamarlo en cuanto colgó.
—Oye. ¿Qué te parece si cuando terminan las clases vas a trabajar para Saúl Netscher? Aprenderás algo en su casa. Cuando yo regrese, empezarás a trabajar conmigo. ¿Trato hecho?
—¡Trato hecho!
—Lo arreglaré todo con Saúl. Él estará encantado de tenerte en su casa, pero te hará trabajar como un burro. Harás recados, barrerás, engrasarás la maquinaria. Cualquier cosa.
—¡Es realmente fantástico, papá! ¿Podré aprender a tallar?
—Eso lleva años, ya lo sabes. Y es muy difícil.
—Si tú lo hiciste, yo también puedo hacerlo.
Él se echó a reír.
—De acuerdo. Cuídate. Te quiero, hijo.
—Yo también te quiero —respondió el chico con deferencia.
Harry lanzó un suspiro.
Tres días antes de marcharse, recibió un sobre blanco con el correo de la mañana. No había nada que indicara quién era el remitente, pero pudo adivinarlo. Se trataba de un informe sobre el hombre con el que se iba a reunir en Israel.
Hamid Bardissi, también conocido como Yusuf Mehdi. Nacido el 27 de noviembre de 1919 en Sigiul, Egipto. Hijo de Salye (Mehdi) y de Abu Yusuf Bardissi Pasha. Su padre fue embajador de Egipto en Gran Bretaña durante tres años (1932–1935) y gobernador militar de la provincia de Asiut de 1924 a 1928. Desde joven, Abu Yusuf Bardissi Pasha fue amigo y consejero de Ahmed Fuad Pasha, que en 1922 se convirtió en el primer rey de Egipto cuando Gran Bretaña retiró su protectorado.
Hamid Bardissi nació diez meses antes que Faruk, el hijo del rey Fuad. Casi desde el principio, fue el constante compañero de juegos que se le asignó al príncipe. Estudiaron juntos. A los dieciséis años acompañó a Faruk a la Real Academia Militar de Woolwich, en Inglaterra. Cuando sólo llevaban allí un trimestre, se reclamó su presencia en Egipto a causa de la muerte de Fuad.
En 1939, cuando Bardissi Pasha murió, Hamid Bardissi heredó 7.500 feddans de tierras algodoneras (equivalente a 3.150 hectáreas, o 7.780 acres). Se casó dos veces, como estaba autorizado a hacer según la ley musulmana, pero dejó de vivir con su primera esposa en 1941. La segunda esposa, con la que se casó en 1942, murió al año siguiente mientras daba a luz a un niño muerto.
Aunque nunca tuvo un trabajo oficial, Bardissi era temido y odiado por todos como el hombre de Faruk. Destruyó a sus rivales políticos sin vacilar y se le atribuyó el haber corrompido el Partido Wafd, que pasó de ser un movimiento antimonárquico virulento al frente político de Faruk. Según se informó, tanto el rey como él fueron condenados por asesinato por los hermanos musulmanes. Si esto es así, probablemente fue evitado por el golpe de Estado que apartó a Faruk del trono en 1952.
El 26 de julio de 1952, cuando Faruk se encontró frente al ejército del general Naguib en el Palacio Ras al Tin y aceptó abdicar, su hombre Bardissi se encontraba en Bélgica, recuperando un pequeño pero selecto grupo de gemas pertenecientes a la colección de Faruk que se había exhibido en Amberes en la Cuadragésimo Sexta Exposición Gemológica Internacional. Bardissi firmó un recibo por siete diamantes enormes; tres rubíes rojos transparentes que hacían juego, cada uno de un peso entre nueve y diez quilates; un cuarto rubí descrito como «del tamaño de un huevo de paloma, entregado por Gustavo III de Suecia en 1777 a Catalina II de Rusia»; y una bandeja que contenía «piedras históricas»… gemas con antecedentes supuestamente interesantes pero con poco valor intrínseco.
Bardissi nunca regresó a Egipto, donde aún existe una orden de detención contra él. Sus tierras fueron confiscadas por el Estado en 1954.
Según se informó, el rubí de Catalina II ha formado parte de la colección del Tesoro Iraní en Teherán desde 1954, pero el gobierno iraní no confirma ni niega este dato. La Colección del Tesoro Iraní nunca está abierta para la inspección.
Los tres rubíes que hacían juego fueron vendidos en 1968 a un hombre de negocios de Tokio llamado Kayo Mikawa. Es casi seguro que pertenecen a la colección de Faruk. Cuando fue interrogado por la Interpol, Mikawa dijo que había comprado las piedras en Londres a un hombre llamado Yusuf Mehdi.
La Interpol se puso en contacto con el gobierno de Egipto, de quien tiene una solicitud de información permanente con relación a Bardissi. Dado que Egipto y Gran Bretaña no tienen tratado de extradición, los egipcios no pudieron tomar medidas.
Mehdi reconoció ante los ingleses que él era Bardissi. Les mostró a las autoridades una carta de Faruk con matasellos de Cannes, del 18 de noviembre de 1953, que afirmaba que las gemas eran propiedad personal de él y no del gobierno egipcio, y que traspasaba la propiedad de las joyas y de otros artículos a Bardissi como recompensa a los buenos y leales servicios prestados. Bardissi convenció a las autoridades británicas de que él era reclamado como figura política y no como delincuente, y que lo condenarían a muerte si lo devolvían a Egipto.
Fue puesto en libertad.
Después de eso, desapareció de la vista. Evidentemente, piensa que su vida aún corre peligro. Pero a principios de año, en Ammán, un hombre que dijo llamarse Yusuf Mehdi se puso en contacto con varios individuos conocidos por sus simpatías y contactos con Occidente, y planteó el tema de la posible venta de las gemas.
El caso de Hamid Bardissi se considera en El Cairo como «abierto pero en suspenso».