Fue muy sencillo. Ella presentaría la demanda de divorcio y Harry no se opondría.
—Me gustaría quedarme con la casa —sugirió Harry.
Ella también adoraba esa casa, pero asintió de buena gana y elogió la consideración y el tacto de Walter al decidir que no asistiría al
bar mitzvah
.
El
bar mitzvah
dominó la vida de todos. Della se había ocupado de cada detalle: la sala de actos del templo ya estaba reservada, el menú había sido elegido y el proveedor de éste contratado. Todo estaba preparado, salvo Jeffrey Martin Hopeman, que repetía torpemente la
haftorah
como si jamás fuera a aprender la metáfora, los símbolos musicales con los que estaba marcado el manuscrito. Con un sentimiento de culpabilidad, Harry comprendió que mientras él se encontraba lejos, persiguiendo dioses extraños, su hijo lo había necesitado. Se pusieron a trabajar juntos en la
haftorah
. Se trataba de una lectura especial que se canta sólo cuando el
Sabbath
cae durante el
Sukkot
, la fiesta de la cosecha. El fragmento describe la guerra de Gog y Magog, y a Jeff incluso la traducción le resultaba incomprensible.
—¿Quién era Gog?
—El jefe de un ejército enemigo que invadió Israel desde el norte —le explicó Harry.
—¿Y quién era Magog?
—No quién, sino qué. Magog era el país del que provenía Gog. Es posible que ni siquiera fuera un país real. Tal vez sólo representa a todos los enemigos de Israel.
—¿Ni siquiera están seguros de qué trata mi fragmento?
—Una gran parte del significado se perdió a lo largo de los siglos, es un misterio —comentó Harry—. Es demasiado antiguo. Y ahí está lo realmente extraño. En contar una historia que ocurrió hace tanto tiempo.
Jeff refunfuñó.
Pero le gustaron los gorros que Harry había comprado en Mea She’arim y eligió uno azul bordado con flores pastel.
—¿Le compraste un
tallit
? —le preguntó Della.
—No se me ocurrió —admitió él.
Ella lanzó un suspiro.
—Tienes que conseguirle un
tallit
.
Así que fue a una librería judía del Lower East Side y le compró a su hijo un chal para el servicio religioso hecho en Israel.
Lo que Jeff quería como regalo para su
bar mitzvah
era evidente. Harry tropezó en diversos lugares de la casa con hojas arrancadas de revistas, que habían sido abandonadas allí para que él las descubriera: anuncios a cuatro colores que cantaban las excelencias del Remington 2436 mm, del Savage 250–3000, y del Roberts 257 mm.
—No te compraré un rifle para cazar venados —le advirtió Harry.
—¿Por qué no? Si no eliminamos a los venados, en el invierno se morirán de hambre.
—Los depredadores vuelven a aparecer. Ellos son más eficaces.
—Mucha gente se dedica a la caza.
—Algunos necesitan la carne. En ese caso lo apruebo. Si tú quieres cazar por deporte, espera hasta que yo no sea responsable de tus actos.
Le regalaron una máquina de escribir portátil. Después a Harry se le ocurrió comprarle también una caña de mosca de bambú, una maravilla que sólo pesaba aproximadamente un kilo y medía unos dos metros; pero no estaba seguro de que eso contentara a un chico que soñaba con ser cazador de ciervos.
Empezó a prestar atención a las noticias del
Times
que unos meses antes podría haber pasado por alto. En Argentina, las bandas neonazis ametrallaban y ponían bombas en sinagogas y tiendas judías, y habían secuestrado a dos familias judías para exigir el rescate. En Baviera, jóvenes antisemitas se entrenaban en grupos paramilitares. El gobierno soviético seguía enviando judíos disidentes a los manicomios. Un profesor de Wisconsin había escrito un libro en el que calificaba el holocausto de gran mistificación judía.
El Presidente condenaba a Israel por instalarse en los territorios ocupados y se unía a los rusos para exigir la creación de una patria para los palestinos. El día que se publicó la declaración conjunta, Harry fue a la caja acorazada y sacó el recipiente de vaselina en el que estaban ocultos los seis diamantes pequeños de color amarillo. Lo guardó en el mismo sitio en que lo tenía su padre. Era otro escritorio pero, al igual que Alfred Hopeman, él utilizaba el segundo cajón de la derecha para guardar sellos, clips, gomas elásticas y esos pequeños caprichos amarillos que podían salvarle la vida a uno si tenía que huir en plena noche.
La ropa sucia que había despachado en el correo de Jerusalén llegó al cabo de cinco semanas. Desenvolvió el paquete y saco el diamante amarillo de su escondite entre un maloliente calcetín y un par de calzoncillos Jockey con una mancha vergonzosa, y a la mañana siguiente fue a visitar a su agente de aduana y rellenó el formulario 3509 del gobierno de Estados Unidos, el anuncio de entrada formal, y lo llevó junto con un cheque certificado al despacho de un funcionario de la aduana llamado McCue, que se encontraba en el World Trade Center.
Al verlo, McCue sacudió la cabeza.
—¿Sigue contrabandeando, señor Hopeman?
Había hecho lo mismo varias veces. Aunque técnicamente violaba la ley, la aduana comprendía que lo hacia por razones de seguridad, y Harry siempre se presentaba a pagar los aranceles de importación, el cuatro por ciento del precio de compra en el caso de las piedras de menos de medio quilate, y el cinco por ciento del precio en el caso de gemas más grandes.
Acto seguido se reunió con Saúl Netscher, que examino la gema con tristeza.
—¡Ah, qué grande! ¿Estás seguro de que no es el Diamante de la Inquisición?
Harry asintió.
—¿Entonces dónde demonios está ese diamante?
—No lo sé.
—¿Qué le digo a la gente que puso el dinero?
—La verdad. Yo puedo devolverles el dinero ahora, o ellos pueden esperar a que yo venda este diamante. Si deciden lo último, deduciré mis gastos y compartiré los beneficios con ellos —sugirió con aire taciturno.
Llovió durante cuatro días seguidos; fue una incesante lluvia de otoño. Luego, la subida del barómetro arrastró el aire frío desde Canadá, y cuando salió el sol volvió el verano. Lo que había sido verde se llenó de color. Harry sintió un repentino deseo de ver un ciervo. El huerto estaba salpicado de manzanas caídas, fermentadas como les gustaban a las collalbas. Había huellas por todas partes, y excrementos que indicaban que se estaban alimentando bien, pero esa mañana recorrió el sendero del río sin ver nada más que pájaros y ardillas; los ciervos eran como los policías: nunca los encuentras cuando los necesitas.
Su hijo salió de la casa y lo encontró sentado cerca de orilla, apoyado contra un árbol. Todo iba bien entre ellos. Él y Della habían compartido la difícil tarea de explicarle la situación. En la medida de sus posibilidades, Jeff comprendía lo que le estaba ocurriendo a la familia y qué cosas no cambiarían. El chico se sentó a su lado. Las hayas se habían vestido de color pardo, los abedules y los álamos de amarillo. Los robles y los arces estaban salpicados de rojo y naranja, y un montículo de ceniza blanca se había vuelto casi púrpura, y se veían zumaques esparcidos en distintos sitios, como antorchas. Todo quedaba reflejado en las aguas en movimiento.
—He estado pensando en lo que haría si alguna vez intentaran arrebatarnos este lugar porque somos judíos —dijo.
Jeff pareció confundido.
—¿Lo harían?
—No lo creo —tiró una piedra al agua—. Pero en otros sitios ha ocurrido, y muchas veces. En Israel aprendí algo. Si alguna vez ocurriera aquí, te compraría ese rifle Y otro para mí.
—Yo no lo usaría contra la gente.
—Para eso son los rifles —reflexionó en tono sereno—. Matan a los animales y matan a la gente. —Para un padre era terrible ver lo que estaban haciendo sus palabras, pero miró el rostro de Jeff.
—¿Quieres decir que no les permitirías hacernos lo que quisieran, como ocurrió en Europa?
Harry asintió.
Jeff metió la cabeza entre los hombros.
—Sería mejor luchar. No me gustaría… Pero querría estar contigo —tocó el brazo de Harry—. De veras, papá.
—Lo sé.
Cuando regresaron a la casa, había decidido coger los seis diamantes pequeños de su escondite y venderlos. Los hombres que estaban dispuestos a morir para defender su tierra no necesitaban hacer planes de huida.
Esa noche cubrió la mesa de lapidario con una toalla para protegerla de la grasa y sacó el tarro de vaselina del cajón del escritorio. Las seis piedras eran pequeñas y su color hacía que resultara más difícil encontrarlas entre la vaselina, de modo que tuvo que emprender la sucia tarea de buscarlas con los dedos. El enorme estrás estaba exactamente debajo de la superficie, como un guardián; lo cogió, hundió los dedos alrededor del hueco y, uno a uno, recuperó los diamantes.
Eran muy bonitos. Se venderían muy bien para hacer sortijas de compromiso.
Al limpiarlos descubrió que la vaselina dejaba una película nebulosa que nublaba su fuego. La única nafta que tenía era el combustible del encendedor; puso un poco en un bol y la película se separó perfectamente. Estaba secando los diamantes cuando por alguna razón el estrás le llamó la atención.
La mitad inferior estaba pintada de dorado y cubierta de grasa, pero enseguida vio algo que no le había resultado evidente cuando tenía doce años y encontró por primera vez el recipiente de vaselina.
No era un estrás.
Se quedó de pie delante de la piedra, canturreando, y tuvo miedo de cogerla.
Apenas pudo controlar su ansiedad lo suficiente para retirar la vaselina de la piedra.
Había sido tallada como un encantador
briolette
. La disposición de las facetas era muy parecida al diseño del haz de la piedra de Mehdi. Pero este diamante había sido tallado incluso antes que el de Mehdi, en una época anterior en la que no sabían mucho sobre técnicas sofisticadas.
Las dos terceras partes inferiores de la piedra estaban cubiertas por la pintura; con mano temblorosa, Harry raspó la capa dorada de la base, haciendo una abertura, y la lavó rociándola con la nafta.
Cuando encendió la lámpara de la base del microscopio y sostuvo la piedra por encima de ella, la estructura interna del cristal llenó la lente.
El color era soberbio, dorado pero más cálido que el oro.
Intenso como la luz del sol. Condensado en la piedra.
Un fuego maravilloso.
Pureza.
Terminaba en una súbita tonalidad lechosa y una brutal oscuridad que atravesaba el
culet
.
Antes de ver la nube supo qué diamante era.
—¡Esto es lo que intentabas decirme! —le dijo a su padre.
Se sentó ante la piedra.
Y la tocó.
Y a través de sus dedos se puso en contacto con el recuerdo y la promesa del Templo de Jerusalén.
Con el prolongado silencio de la
genizah
del valle del Achor.
Con la sagrada
Maksura
de la mezquita de Acre.
Con el pecado de sangre de la Inquisición española.
Con la sagrada majestad del pontificado.
Todo eso, suspendido y contenido, durante más tiempo del que había vivido su padre, en un recipiente de gelatina.
Enseguida se dio cuenta de que estaba haciendo ruido.
Sonidos delirantes.
En la planta superior se abrió la puerta de la habitación de los Lawrenson.
—Te digo que es él. Tal vez está enfermo —oyó que el ama de llaves le decía a su esposo.
Oyó los pasos de Sid Lawrenson, que bajaba la escalera.
A pesar de la hora que era, Harry cogió el teléfono.
—La piedra de Mehdi es la que fue robada del Museo del Vaticano —le informó a Saúl.
—¡Dijiste que no era el Diamante de la Inquisición!
—Y no lo es. Se trata de dos diamantes distintos. Quiero devolver éste a Roma. ¿Tu gente volvería a donarlo al Vaticano? Yo renuncio al dinero de mis gastos.
Netscher estaba indignado.
—¿Qué estás pidiendo? Ellos estuvieron de acuerdo en comprar algo importante para la historia de los judíos. Me dirán que vaya a buscar un puñado de católicos ricos.
—Escucha, Saúl, obtendrán más de lo que pagaron por él.
—Siguió hablando en tono convincente.
—Hay catorce donantes —dijo Netscher por fin, mareado—. Con doce de ellos tal vez pueda hacer algo, aunque me resultará difícil. Pero hay dos que no querrán donarlo a la Iglesia católica bajo ningún concepto.
—Entonces yo pondré las dos partes que faltan —afirmó Harry.
—Eso es mucho dinero. ¿A ti qué te importa si vuelven a poner o no el diamante en la mitra del papa?
—Después de todo, es una propiedad robada. Es… una obligación de la familia. —Detestó a Peter Harrington por haber evaluado su conciencia con tanta precisión—. Diles que serán admitidos en una ceremonia papal. Tú puedes convencerlos, Saúl —insistió Harry suavemente.
Netscher lanzó un suspiro.
Monseñor Peter Harrington se reunió con él en Roma y lo llevó directamente a la Santa Sede.
Harry había enviado un telegrama al cardenal Pesenti, comunicándole simplemente que un grupo de filántropos había comprado el diamante amarillo robado y que él había ido para devolverlo al Museo del Vaticano.
El cardenal Pesenti se acercó majestuosamente para recibirlo.
—
Molte grazie
—murmuró—. ¡Qué generoso y amable! —Los hizo pasar a su despacho. Cuando estuvieron sentados ante la mesa del refectorio, y Harry sacó el diamante de su maletín, el cardenal lo sostuvo con expresión casi incrédula—. Le doy gracias a Dios porque Él lo ha enviado para devolver el Ojo de Alejandro a la mitra de Gregorio, señor Hopeman.
—No es el Ojo de Alejandro, Eminencia.
El cardenal quedó desconcertado.
—En su telegrama decía que nos devolvía el diamante robado.
—Esta es la piedra que yo compré en Israel… el diamante que los ladrones de joyas arrancaron de la mitra que estaba en su museo. Pero no es el diamante que fue tallado por Julius Vidal, mi antepasado, y luego donado a la Iglesia.
—No comprendo.
—El diamante que tiene usted en la mano había sido utilizado para sustituir al original, Eminencia. Mucho tiempo antes del robo moderno.
Lo miraron fijamente, desalentados.
Peter Harrington sacudió la cabeza.
—Llevamos excelentes registros descriptivos. Me resulta difícil creer que pudiera realizarse semejante sustitución.