—Viva el Rey Nuestro Señor —brindó Lezo con sus amigos, quienes celebraban la distinción recibida por Lezo en su casa de Cádiz.
—¡Viva! —contestaron.
Cádiz era una bella y próspera ciudad. Tenía el particular encanto de que sus calles parecían túneles de aire fresco en verano, particularmente cuando en agosto el resto de Andalucía se calcina. La casa de Lezo, posiblemente situada en lo que es hoy la calle de Isabel la Católica, quedaba a pocos metros de distancia, hacia la bahía, del monumento erigido a San Francisco Javier en 1737, justo en tiempos del último año en que el marino permaneció en esa ciudad. A menos de doscientos metros, y en sentido contrario, está la Iglesia de San Francisco, adonde solía acudir a Misa cuando algún domingo lo cogía en el puerto. Pero lo importante era que el embarcadero le quedaba muy cerca de su residencia y podía, inclusive, trasladarse caminando al muelle y raudo embarcar hacia cualquier misión que se le confiara. Pasando el monumento, comenzaban las fortificaciones de la ciudad consistentes en una muralla erizada de cañones y dominada por baluartes, entre ellos el de la Candelaria, que pondrían a prueba al más osado aventurero o enemigo que se atreviera a incursionar dentro de la bahía con hostiles intenciones. Lezo observaría más adelante que la ventaja de Cádiz sobre Cartagena de Indias consistía en que sus fortificaciones se alzaban a una altura considerable sobre la bahía, y esto en aquellos tiempos era una ventaja importante.
Su escuadra, que era la misma Escuadra Española del Mediterráneo, se componía de otros dos buques, el San Carlos, de sesenta y seis cañones, que serviría en la defensa de Cartagena de Indias durante el ataque de Vernon, y luego sacrificado por el propio Lezo, y el San Francisco, de cincuenta y dos cañones. Con tales navíos se aprestaba el general de la Armada a patrullar las costas del mar que en otro tiempo había sido de exclusividad hispana y que hoy era navegado con impunidad por los enemigos jurados de la Corona. Poco después se le sumarían veintidós navíos más, para un total de veinticinco, que componía toda la escuadra española, dentro de la nueva política imperial de restituir a España su antiguo poderío naval.
El 9 de noviembre de 1729 había sido firmado por el embajador británico, William Stanhope, y Patiño, el tratado de Sevilla en el que se acordaba la sucesión del infante Don Carlos a los estados italianos de Livorno, Porto Ferraio, Parma y Piacenza. Esto pronto daría a Don Blas de Lezo la oportunidad de participar en una misión de alta responsabilidad que consistía en el traslado del infante Don Carlos a Italia en calidad de duque de Parma, Toscana y Placencia. El almirante Charles Wager, enviado por la corona británica, al mando de dieciséis buques de guerra, se unió a la flota española al mando de Don Esteban Marí; en total, veinticinco barcos de guerra, siete galeras y cuarenta y seis barcos de transporte, llevaron seis regimientos de soldados españoles (seis mil hombres) a las guarniciones de Parma, y al joven duque, quien se embarcó en Antibes el 22 de diciembre de 1731. Esto representó para el general Lezo una importante misión, más que todo de prestigio personal, dada la importancia del personaje custodiado.
De regreso a Cádiz, su puerto base, pronto se presentó una nueva oportunidad de brillo, cuando la corona española se vio precisada a reclamar dos millones de pesos que el Banco San Jorge le debía y no concurría a pagarlos por más esfuerzos que se hicieron en su reclamación. El marqués de Marí recibió la encomienda de destacar varios navíos de guerra a Génova para recoger los dineros depositados a nombre del Rey. Cuando la orden de zarpar hacia Génova le fue entregada, Lezo alistó seis buques que raudos entraron a su puerto y se colocaron frente al esplendoroso palacio Doria, ante la mirada atónita de los genoveses, quienes corrieron a apartarse del camino del cañón, presos del pavor, cuando vieron que largaban la bandera real sobre la popa en señal de asumir hostilidades.
—¡Arbolad la bandera de guerra! —ordenó Lezo, y su orden fue seguida por todos los buques que pronto desplegaron sobre la popa lo que era el signo indiscutible de las intenciones de la Armada.
El Senado genovés, entonces, se reunió de emergencia ante la presencia de los buques de guerra colmando el puerto, sin saber por qué estaban allí, aunque claramente intuían sus intenciones. Lezo guardó silencio y los barcos permanecieron inmóviles y amenazantes, con las banderas de guerra desplegadas. Entonces, el Senado, reunido en pleno, envió un mensaje al comandante de la escuadra inquiriendo sobre sus propósitos. El General contestó lacónicamente al mensajero:
—Decidle al Senado que aguardo impaciente el pago de dos millones de pesos por parte del Banco San Jorge que adeuda a la Real Hacienda española; que el plazo se ha vencido y la deuda ha de pagarse.
El mensajero regresó a la ciudad con las noticias, pero, infortunadamente, el banco no tenía cómo levantar ese dinero en tan corto plazo y solicitó, por intermedio del Senado, que se lo ampliaran. Se comprometió a pagarlos en el curso de un mes, mientras recaudaba los fondos necesarios. El mensajero volvió a la nave capitana a entregar la razón al general Lezo y éste contestó:
—El plazo está vencido y he sido comisionado para llevar a España el dinero. Decidle a vuestro Senado que el banco debe producir los dos millones o abriré fuego sobre la ciudad. Doy un plazo de veinticuatro horas para conseguir el dinero.
Pero el Senado no creyó que el comandante se atrevería a tanto, arriesgando, con ello, un conflicto internacional. Y Génova no estaba sola. Sin embargo, transcurridas tan sólo dieciséis horas sin que el dinero hubiese llegado abordo, el General ordenó abrir las poternas de los cañones, cuyas siniestras bocas apuntaban hacia la ciudad. La alarma pronto cundió y las gentes, particularmente comerciantes y notables, se congregaron para exigir a las autoridades el pago inmediato de la deuda. El dinero fue recaudado del tesoro público y el banco se comprometió a restituirlo lo más pronto posible. Pero cuando el dinero llegó a bordo escoltado por una comitiva de notables y de autoridades locales, Lezo la recibió fríamente, diciendo:
—No he de recibir el dinero hasta que en señal de desagravio las autoridades de Génova hagan un saludo excepcional a la bandera española que ondea en mis mástiles; de lo contrario, ejecutaré el plan de bombardeo.
La perplejidad de las autoridades genovesas no tuvo límites. La comitiva se precipitó a tierra a ordenar un despliegue militar sin precedentes, acompañado de banda y toda la parafernalia musical, además de salvas artilleras, para rendir honores a una bandera que no era la suya y que Lezo mandó a izar lentamente en el puerto y a la vista de todos. Era la insignia de Felipe V, usada y desplegada por la Marina en tiempos de guerra. El General contempló la ceremonia con una leve sonrisa en los labios desde la nave capitana. Satisfecho, ordenó levar anclas tocando sus propias músicas marciales a bordo de sus navíos y disparando tres salvas en señal de contento y despedida.
—Os dejo la bandera como recuerdo mío y de España —les gritó, mientras la nave se alejaba del puerto.
El año de 1732 Blas de Lezo volvería a tener la oportunidad de demostrar sus habilidades como marino, a propósito de los planes de Felipe V de recobrar para España la fortaleza africana de Orán, que se había perdido a los musulmanes. Para este propósito habrían de servir los dos millones reclamados, menos quinientos mil que Lezo había entregado al contador mayor del infante Don Carlos en Liorna. Patiño fue el encargado de dirigir esta operación, para lo cual levantó una fuerza militar compuesta de 30.000 hombres, 108 cañones y sesenta morteros, que fueron embarcados en doce barcos de guerra, siete galeras y un gran número de otras embarcaciones de transporte al mando del conde de Montemar, José Carrillo de Albornoz, quien se hizo cargo del éxito de toda la operación. El 15 de junio partió la flota de Alicante rumbo a Orán. Blas de Lezo comandaba el Santiago, navío de sesenta cañones, que formaba parte de la flota al mando inmediato del teniente general Francisco Cornejo, con Blas de Lezo como segundo comandante. El 25 del mismo mes estaban frente a Orán, aunque el asalto se efectuó el 29 por las condiciones desfavorables de la mar. Habiendo consolidado una cabeza de playa, los españoles se aprestaron a asaltar la fortaleza, cuando recibieron noticia de que Bey Hacen, jefe de la Plaza, había huido. Entrados en el fuerte, las tropas se apoderaron de 138 cañones, siete morteros y cinco bergantines. Pero aún había que deshacerse de la amenaza de Mazalquivir que dominaba las alturas. El avance español hacia el sitio intimidó lo suficiente a sus defensores, que el 2 de julio capitularon. España celebró la reconquista de Orán con gran alborozo; Montemar y Patiño recibieron el Toisón de Oro como condecoración máxima de la casa real. Pero una sorpresa esperaba a Lezo y fue la posterior alianza entre el Bey Hacen y el Bey argelino, quienes lograron reunir una importante infantería que se dispuso a asaltar Mazalquivir. El nuevo gobernador de Orán, Álvaro Navia Osorio, marqués de Santa Cruz de Marcenado, acudió a su defensa y en esa empresa perdió su vida junto con la de mil quinientos hombres. Decidió Patiño, entonces, solicitar los servicios de Don Blas, quien acudió en ayuda de los defensores con los navíos Princesa, de setenta cañones y el Real Familia, de sesenta piezas, más otros cinco barcos de guerra y veinticinco de transporte. Las nueve galeras con que el Bey de Argel bloqueaba el puerto se dieron a la fuga. No contento con esto, Lezo persiguió a la flota enemiga, hasta que en febrero de 1733 avistó la nave capitana; la persecución no se hizo esperar. El Bey de Argel huyó hacia la ensenada de Mostagán, en la costa argelina, que a la sazón estaba defendida por dos fuertes, los cuales inmediatamente abrieron fuego sobre Lezo. No obstante el peligro, Don Blas, maniobrando tan decidida como osadamente, abordó la nave enemiga, reduciendo su tripulación. El 15 de febrero de 1733, Lezo entraba victorioso en Barcelona.
Así había sido su vida hasta entonces: llena de aventuras, pletórica de vicisitudes y plena de satisfacciones. Su última aventura sería en Cartagena de Indias, cuatro años más tarde, ante el escenario de guerra más espectacular que ocurriría en aguas americanas, y casi en cualesquiera aguas, desde los tiempos de Felipe II. Don Blas de Lezo zarpaba de Cádiz hacia Cartagena el 3 de febrero de 1737 al mando de una flotilla de galeones y buques de guerra en lo que sería la última carrera de Indias. Permanecería en esa ciudad desde abril del 37 hasta el 7 de septiembre de 1741, fecha en que agonizaba y moría víctima del desengaño y la peste. En estos cuatro años habría de preparar las defensas de aquella plaza para contener la mayor Armada que el mundo había visto en dos siglos, desde la Armada Invencible, y que le tomaría otros dos para volver a verla en Normandía.
Empieza la batalla
El ánimo que faltó a los de Portobelo me habría sobrado para contener su cobardía.
(Carta de Blas de Lezo al almirante Vernon)
Vuestros insultos quedarán mejor respondidos con la boca de mis morteros.
(Respuesta del almirante Vernon a Blas de Lezo)
D
e acuerdo con los planes del virrey Eslava, los ingleses deberían atacar haciendo primero un desembarco por La Boquilla, inutilizando las baterías de Crespo y Mas, cruzando el Caño del Ahorcado y avanzando hacia La Popa donde él había dispuesto que los esperarían seiscientos hombres que, tras la empalizada y corral de piedra, defenderían sus posiciones con diez cañones. Sus hombres conservarían la ventaja, dado lo elevado del terreno, lo cual también favorecería la acción de los artilleros; de otro lado, la fusilería, tras los parapetos construidos, los mantendría inmovilizados el tiempo suficiente para que la artillería diera buena cuenta de ellos. El foso excavado también serviría de talanquera contra el invasor. Tal como el Virrey lo había dispuesto, la escuadra del almirante Torres cogería a Vernon por la espalda, impidiéndole reembarcar sus fuerzas en retirada, las cuales también serían cortadas con los 180 hombres que tendría dispuestos en Cartagena para que, saliendo de las murallas, les cerrasen el paso en el Caño, reforzados por cuatrocientos marinos de Don Blas de Lezo quien, a su vez, saldría de la bahía para complementar la escuadra de Torres, cerrándole uno de los flancos al almirante Vernon y aprisionando su escuadra. Obligado a retirarse por la única salida que le quedaría, Vernon abandonaría sus buques de transporte, los cuales serían hundidos por la escuadra combinada española de Lezo y Torres. Este sería el momento en que daría la carga final con sus seiscientos soldados defensores de La Popa, ayudados por trescientos del San Felipe y doscientos cincuenta del fuerte Manzanillo que se sumarían al esfuerzo. Es decir, 1.150 hombres se lanzarían sobre los invasores y serían cortados por los 580 de la retaguardia. Las tropas desembarcadas por Vernon tendrían que rendirse y la victoria sería enorme para las armas de España y del Virrey; su gloria también. Esto previsto, envió hacia Santa Marta un correo por tierra, tan pronto se divisaron las primeras velas enemigas en el horizonte, con el propósito de que éste siguiera hacia La Habana a avisar al almirante Torres de que el temido ataque había llegado.