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Authors: Bernard Werber

Tags: #Ciencia, Fantasía, Intriga

El día de las hormigas (37 page)

BOOK: El día de las hormigas
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La segunda actitud consiste en elegir la primera fila de la primera vagoneta, abrir desmesuradamente los ojos imaginando que uno va a volar e ir cada vez más deprisa. Entonces el aficionado siente una embriagadora sensación de poder. Asimismo, si una música de
rock
duro surge de un altavoz cuando no se espera, parece teñida de violencia y de ensordecimiento. A duras penas se la soporta. Sin embargo, si uno lo desea, se puede no sufrirla sino utilizar esa energía para absorberla mejor. El oyente se halla entonces como drogado y completamente sobreexcitado por esa violencia musical.

Todo lo que desprende energía es peligroso cuando se sufre y enriquecedor cuando se canaliza en provecho propio.

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto,
tomo II

134. El culto a los muertos

Las doce últimas deístas se hallan reunidas en el último escondite improvisado junto a las fosas de abono, en Bel-o-kan.

Contemplan a sus muertas.

La reina Chli-pu-ni ha decidido matar a todas las rebeldes. Unas tras otras se han dejado prender mientras intentaban alimentar a los Dedos. Todas las no-deístas han desaparecido y el movimiento rebelde ya no está representado más que por estas pocas deístas que milagrosamente han sobrevivido a la inundación y a las persecuciones.

Ya nadie las escucha. Nadie se reúne con ellas. Se han convertido en parias y saben que, cuando las guardianas descubran su escondrijo, todo habrá terminado para ellas.

Con la punta de sus antenas tantean tres cadáveres de antiguas compañeras que se han arrastrado hasta allí para morir. Las deístas se disponen a transportarlas a la depuradora.

De pronto una de ellas se opone. Las otras la sondan, perplejas. Si no se llevan a aquellas mártires hacia la depuradora, dentro de unas horas apestarán a ácido oleico.

La rebelde insiste. La reina conserva perfectamente el cadáver de su propia madre en su aposento. ¿Por qué no obrar como ella? ¿Por qué no conservar los cadáveres? Después de todo, cuantos más haya, más demostrarán que en otro tiempo el movimiento deísta contaba con una multitud de militantes.

Las doce hormigas toquetean sus apéndices sensoriales. ¡Qué idea tan sorprendente! ¡No tirar los cadáveres…!

Todas juntas se entregan a una Comunicación Absoluta. Su hermana tal vez haya encontrado un medio de relanzar el movimiento deísta. Y conservar a los muertos es algo que agradará mucho.

Una rebelde propone enterrarlas en las paredes para evitar que difundan su olor a ácido oleico. La primera que había emitido la idea no se muestra conforme.

No, al contrario, tienen que verse. Imitemos a la reina Chli-pu-ni. Vaciemos las carnes y conservemos únicamente los caparazones huecos.

135. Termitero

Las termitas escapan por todas partes.

¡Adelante!,
grita 103 desde lo alto de «Gran Cuerno» para excitar mejor a sus cruzadas al combate.

¡Guerra sin cuartel!,
lanza 9, que también ha montado en su corcel volador.

Las artilleras aéreas disparan sin interrupción, sembrando el ácido y la muerte.

En cuanto a las termitas, se produce la desbandada. Todas zigzaguean para escapar a los monstruos de los cielos y a los disparos mortales de sus pilotos. Cada una piensa sólo en ella. Diseminadas, las termitas galopan hacia su ciudad, gran fortaleza de cemento recientemente construida en la orilla oeste del río.

El edificio es impresionante desde fuera. La ciudadela ocre está compuesta por una campana central rematada por tres torres, a su vez coronadas por seis torreones. A ras del suelo, todas las salidas están taponadas por morrillos de grava. Algunas centinelas los vigilan a través de brechas en forma de troneras.

Cuando las cruzadas cargan contra el castillo enemigo, los cuernos de los soldados termitas nasutitermes surgen de las hendiduras verticales y rocían con liga a las atacantes.

Cinco pérdidas en la primera ofensiva. Treinta en la segunda oleada. Las que disparan de arriba abajo siempre tienen ventaja sobre las que disparan de abajo arriba.

No queda otra solución, por tanto, que el ataque aéreo. Unos rinocerontes golpean los torreones con sus cuernos, los lucanos arrancan las torres invadidas por una población enloquecida, pero la liga sigue haciendo maravillas y en la ciudad termita de Moxiluxun empiezan a respirar algo.

Se cuida a las heridas. Se taponan las brechas. Se preparan los graneros en previsión de un largo asedio Se releva a las centinelas.

La reina termita de Moxiluxun no manifiesta ningún temor. A su lado, el rey discreto y mudo continúa amurallado en su misterio. Entre las termitas, los machos sobreviven al vuelo nupcial y luego permanecen en la celda real al lado de su hembra.

Una espía cuchichea con gestos de conspiradora lo que todo el mundo ya sabe: las hormigas rojas de Bel-o-kan han lanzado una cruzada hacia el Este y han acabado durante el camino con varias poblaciones hormiga y una ciudad abeja.

Se cuenta que Chli-pu-ni, su nueva reina, intenta mejorar la Federación con toda suerte de innovaciones, arquitectónicas, agrícolas e industriales.

Las reinas jóvenes siempre se creen más inteligentes que las viejas,
emite con ironía la vieja reina de Moxiluxun.

Las termitas muestran su aprobación mediante olores cómplices.

Es entonces cuando suena la alerta.

¡Las hormigas invaden la Ciudad!

Las informaciones que circulan entre las antenas de las soldados termitas son tan sorprendentes que su soberana no puede darles crédito.

Unos cortones —también llamados grillos-topo— han perforado los pisos inferiores. Sus patas anteriores alargadas les han permitido excavar rápidamente galerías subterráneas. Ahora avanzan en línea y, tras ellos, centenares de soldados hormiga lo saquean todo.

¿Hormigas? ¿Que han domesticado cortones?

Lo impensable es cierto. Por primera vez, gracias a ese ejército sub-terrestre, una ciudad termita es asaltada desde abajo hacia arriba. ¿Quién hubiera podido esperar una ofensiva circunvalando la ciudad para terminar perforando el suelo? Las estrategas moxiluxianas no saben cómo reaccionar.

En las salas más bajas, 103 queda maravillada ante la sofisticación de aquella ciudad termita. Todo ha sido construido con objeto de gozar de la temperatura deseada en el lugar deseado. Pozos artesianos unen a más de cien pasos de profundidad capas de agua que aportan aire fresco. El aire caliente es generado por jardines de hongos dispuestos en los pisos superiores, encima del palacio real. De ahí arrancan varias chimeneas. Algunas se elevan hacia los torreones para evacuar el gas carbónico. Otras, atrayendo el frescor de la bodega, descienden hacia la cámara real y las incubadoras.

¿Y ahora qué hacemos? ¿Atacamos las guarderías?,
pregunta una soldado belokaniana.

No, le explica 103.
Entre las termitas, es diferente. Más vale empezar invadiendo los jardines de hongos.

Las cruzadas se dispersan por los corredores porosos. En los pisos del subsuelo, las tropas moxiluxianas están ciegas. Sólo ofrecen una débil resistencia al empuje de las hormigas, pero, a medida que suben, los combates son más asoladores. Se conquista cada barrio al precio de pesadas pérdidas por ambos bandos. En la oscuridad total, cada una retiene sus feromonas identificadoras para evitar convertirse en blanco del adversario escondido.

Se necesitarán por lo menos doscientos muertos todavía para llegar a los jardines termitianos.

Para los moxiluxianos no queda otra salida que rendirse. Las termitas, privadas de hongos, son incapaces de asimilar la celulosa y morirán todas de inanición, las adultas, las crías y la reina.

Las hormigas victoriosas, ¿las matarán hasta acabar con todas, como es la costumbre?

No. Estas belokanianas son decididamente sorprendentes. En la celda real, 103 explica a la soberana que las rojas no están en guerra contra las termitas sino contra los Dedos que viven al otro lado del río. No habrían atacado Moxilusun si sus habitantes no les hubieran atacado primero a ellas. Lo único que ahora exige la cohorte mirmeceana es pasar la noche en el termitero y recibir el apoyo de las moxiluxianas.

136. Cogidos

—¡Ni hablar, no cuente con eso!

Laetitia levantó con enfado la manta que le cubría los ojos. —No pienso levantarme —farfulló— Seguro que se trata de otra falsa alarma.

Méliés la sacudió con más vigor.

—«Ellas» están ahí, casi —gritó él.

La euroasiática consintió en apartar la manta para abrir unos ojos violeta nublados. En todas las pantallas de control, centenares de hormigas avanzaban. Laetitia dio un salto, manejó los
zooms
hasta que el seudo-profesor Takagumi apareció nítidamente, con el cuerpo agitado por espasmos.

—Están desmenuzándole desde dentro —dijo Méliés en un susurro.

Una hormiga se acercó a la falsa pared y pareció aspirar con el extremo de sus antenas.

—¿Huelo otra vez a sudor? —preguntó inquieto el comisario.

Laetitia le olfateó las axilas.

—No, sólo a lavanda. No tiene nada que temer.

Aparentemente la hormiga compartía esa opinión, porque dio media vuelta para participar en la carnicería con sus compañeras.

El maniquí de plástico vibraba bajo los asaltos internos. Luego el movimiento se aplacó y ellos vieron una columna de pequeñas hormigas salir por la oreja izquierda de su muñeco.

Laetitia Wells tendió su mano a Méliés.

—Bravo. Estaba usted en lo cierto, comisario. Increíble, pero con mis propios ojos he visto a las hormigas que asesinan a los fabricantes de insecticidas. Y, sin embargo, no acabo de creérmelo.

Como policía adepto a las técnicas más modernas, Méliés había dispuesto en la oreja del maniquí una gota de producto radiactivo. Inevitablemente una hormiga tuvo que meter las patas en ella e impregnarse. Ahora esa hormiga les indicaría la pista a seguir. ¡Maniobra lograda!

En las pantallas, las hormigas daban vueltas en torno al maniquí y husmeaban por todas partes como para eliminar cualquier huella del crimen.

—Eso explica los cinco minutos sin moscas. Una vez realizada su fechoría, recogen a sus eventuales heridas y todo lo que podría dar cuenta de su paso. Durante ese tiempo las moscas no se atreven a acercarse.

En las pantallas, las hormigas se reunían en una larga fila india y Llegaban al cuarto de baño. Una vez allí, alcanzaron el sifón del lavabo y se adentraron todas por él.

Méliés estaba maravillado.

—¡Gracias a la red de tuberías de la ciudad, pueden penetrar por todas partes, en todos los pisos, y sin la menor violencia!

Laetitia no compartió su alegría.

—Para mí sigue habiendo demasiadas incógnitas —dijo la joven—. ¿Cómo han podido leer esos insectos el periódico, reconocer unas señas, comprender que les iba la vida en la muerte de los fabricantes de insecticidas? No lo entiendo.

—Hemos subestimado a esos animales, eso es todo… Recuerde que usted misma me acusaba de subestimar al adversario. Ahora se lo digo yo a usted. Su padre era entomólogo y, sin embargo, usted nunca ha sabido captar hasta qué punto habían evolucionado. Probablemente saben leer los periódicos y detectar a sus enemigos. Ahora ya tenemos la prueba.

Laetitia negaba la evidencia.

—¡No pueden saber leer! No nos habrían engañado durante tanto tiempo. ¿Se imagina lo que eso supone? Que lo sabrían todo sobre nosotros y, sin embargo, dejarían que las considerásemos como pequeñas cosas insignificantes que uno aplasta con el tacón.

—Veamos, de todos modos, adonde se dirigen.

El policía sacó de su estuche un contador Geiger, sensible a larga distancia. La aguja estaba parada sobre la radiactividad del producto con que se había imprentado la hormiga. Componían el aparato una antena y una pantalla donde un punto verde parpadeaba en un círculo negro. El punto verde avanzaba muy despacio.

—Lo único que tenemos que hacer es seguir a nuestra traidora —dijo Méliés.

Una vez en la calle, cogieron un taxi. Al chofer le costó comprender que sus clientes quisieran circular a 0,1 kilómetro por hora, velocidad de desplazamiento de la manada asesina. ¡Por regla general, la gente tiene tanta prisa! Tal vez aquellos dos habían cogido su taxi sólo para flirtear. Echó una ojeada a su retrovisor. No, estaban demasiado ocupados discutiendo, con los ojos clavados en un objeto extraño que tenían entre las manos.

137. Enciclopedia

CHOQUE ENTRE CIVILIZACIONES:
En el siglo XVI, los primeros europeos que desembarcaron en Japón fueron unos exploradores portugueses. Llegaron a una isla de la costa Oeste, donde el Gobierno local los acogió con mucha cortesía. Se mostró muy interesado en las nuevas tecnologías que aportaban aquellos «narices largas». Los arcabuces le gustaron sobre todo, y trocó uno a cambio de seda y de arroz.

El gobernador mandó luego al herrero del palacio copiar el arma maravillosa que acababa de adquirir, pero el obrero se mostró incapaz de cerrar el casquillo del arma. El arcabuz de marca japonesa explotaba siempre en la cara de quien lo disparaba. Por eso, cuando los portugueses volvieron a atracar en su tierra, el gobernador pidió al herrero de a bordo que enseñara al suyo a soldar la culata de tal modo que no explotara durante la detonación.

Así consiguieron los japoneses fabricar armas de fuego en gran cantidad, y en su país todas las reglas de la guerra quedaron alteradas. Hasta entonces, en efecto, sólo los samuráis se batían con el sable. El shogun Oda Nogubana creó un cuerpo de arcabuceros al que enseñó a disparar en ráfagas para detener a una caballería enemiga.

A esta aportación material, los portugueses unieron un segundo regalo, esta vez espiritual: el cristianismo. El Papa acababa de dividir el mundo entre Portugal y España. Japón le había correspondido al primero. Los portugueses enviaron al punto jesuitas que, al principio, fueron muy bien recibidos. Los japoneses ya habían integrado varias religiones y, para ellos, el cristianismo no era sino una más. La intolerancia de los principios cristianos terminó, sin embargo, por molestarles. ¿Qué era aquella religión católica que pretendía que todas las demás eran erróneas? ¿Que aseguraba que sus antepasados, a los que consagraban un culto sin fisuras, estaban asándose en el infierno so pretexto de que no habían conocido el bautismo?

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