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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El detalle (6 page)

BOOK: El detalle
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Angustiado, llegué a la casa azul y le dije a Rosa que no quería almorzar. ¿Podía fiarme de ella? Decidí que no, tampoco. Subí sin prisas a mi habitación y me afané en dormir creyendo que no lo conseguiría, y me dormí incrédulo.

Soñé algo. Ahora se me ha olvidado en parte. Solo recuerdo un aire bramador salpicado de gotas de espuma, fuertes y saladas, y la presencia de alguien junto a mí. Su mirada era transparente y yo podía ver la playa tras ella, las olas enérgicas, la grava arcaica de la orilla, las trompas nacaradas de las conchas. Un regusto salitroso se me prendía en la boca mientras miraba por entre aquellos ojos. Era mirarlos y saber que no contemplaba un ser sino una búsqueda. Y desconocía si mirarlos era hallar lo que buscaba o perderlo para siempre: mi tormento residía en la terrible certeza de saber que si no miraba, nunca encontraría. Me oprimía, eso sí, una sensación agridulce de reconocimiento, de encuentro con algo tras toda una vida de distancia, una llegada amarga como una despedida. Y yo me disgustaba, porque aunque había obtenido lo que quería, ya no era. Porque aunque mi vista —fija en aquellos ojos marinos— poseía lo que buscaba, lo escapaba, lo dejaba escurrirse mirándolo (era como atrapar por un instante el viento y las olas, lograr verlos, cerrar los ojos y pensar: así son). Porque lo obtenía y lo perdía solo con mirarlo.

Desperté con el sonido de un piar frenético y un aleteo suave de pañuelos para ver a un gorrión atrapado por su propia inquietud entre el alféizar y los barrotes de mi ventana. Y como si hubiera persistido allí tan solo para que le viese y me apenase, cruzó enseguida los obstáculos y se disolvió en el aire salado.

Ya con la tarde a mis espaldas, algo más tranquilo, me dispuse a aclarar las ideas. Una, en particular, centraba mi interés: averiguar todo lo posible sobre la historia de Roquedal y sus habitantes. Sospechaba que en el pasado se hallaría la clave que relacionaba la vida del pueblo con el nombre de «Estío». ¿Tendría don Roberto, por casualidad, algún libro sobre ese tema?

Y de puro pensar, di con el recuerdo de la mención que del trastero me hizo Rosa cuando llegué: «Don Roberto ha dejado sus cosas en el trastero, para no molestarle». Me inventé un excusa fácil —la búsqueda de algunos libros de medicina que me resultaban de imperiosa necesidad— y conseguí que Rosa me diera la llave del cuartucho.

El trastero quedaba en una buhardilla picuda, un palomar que remataba la techumbre de la casa azul, un vértice sin punta señalando al cielo que impresionaba más por dentro que por fuera, separado del resto por un corto tramo de crujidos de escalera y por una puerta de madera nudosa que también se atasca incluso abierta.

En el interior, una colección de polvo y rancidez, innúmeros objetos desacordados grises como el invierno, acumulados quién sabe por quién, por qué o para qué (creí por un instante que para que yo los hallase), varillas de paraguas, llantas de bicicleta, motores, cables enroscados y dormidos, maletas, abanicos, un baúl del color de la grosella, estanterías que ya ni siquiera lo eran pero aún con libros, algunas cosas amortajadas en trapos y un armario de dos puertas. Las maletas y el baúl contenían ropa apolillada y aplastada por el tiempo, con iniciales bordadas (uve, mayormente); los libros eran viejos manuales de medicina, algunos de antes de Fleming, que supuse pertenecerían a don Roberto; las cosas bajo los trapos seguro que sí le pertenecían, pues eran cajas con ropa nueva de invierno y algunos objetos personales. Llegué por fin al armario y lo hallé cerrado con llave.

Tras dudar un instante decidí abrirlo. Tiré de las argollitas que adornaban sus dos puertas y, aunque una no pudo más y se me quedó en la mano, la otra trajo consigo la hoja quebrando un poco la madera gastada del pestillo. Hubo un escándalo de polvo que resolví tosiendo y esperando. Entonces abrí ambas puertas y me asomé al interior.

Allí estaban, casi ordenados. Eran objetos y no lo eran, porque eran objetos sin objeto, esfuerzos en apariencia inútiles, acertijos sin solución.

Había un disco de cerámica del tamaño de una mano adulta dividido por la mitad y con una nube grabada en ambas caras, una blanca y la otra oscura. Traía un rótulo en el borde, como las monedas: «Estío». Y dos lingotes largos y pesados pero no preciosos, cortados con la bastedad que exige el metal vulgar. En cada uno de ellos se retorcía una rama de hojas pentalobuladas y simétricas penetrada en el eje, a modo de caduceo mal simulado, por una línea quebradiza y el mismo rótulo, «Estío», grabado en la base. Y otro disco, éste más grande y abierto, broncíneo de color y de peso, semejante a los que albergan la rígida danza de Siva, pero de factura impropia, irregular, mal tallado, con una ausencia casi difícil de compás, y un rótulo diferente: «Otoño Circular». Por fin, un vasito de cristal o de un algo que en todo lo imitaba salvo en la consistencia y que —me siento culpable— se me quebró entre los dedos al cogerlo, como nieve molida. Su fondo, intacto, contenía un signo que no pude reconocer y de nuevo el nombre de «Otoño Circular».

He dicho «por fin» pero se me olvida el último, el que ahora tengo delante mientras escribo porque fue el único que me atreví a robar: un curioso mecanismo del color del cobre viejo o del hierro laboriosamente oxidado formado por una barra parabólica, como la del mundo de un astrolabio, bajo la que descansan un espejito cuadrado y la figura de un animalillo rápido (¿conejo?, ¿ratón?, ¿zarigüeya?), preparado para el salto, ambos colocados en sendos extremos de una palanca diminuta que se balancea por el centro. El artilugio tiene un nombre grabado en su base elíptica: «Estío».

No pude intuir el significado último de aquellas inutilidades enterradas tan en el fondo de la casa de don Roberto, ni siquiera el pormenor de si éste conocía o no su existencia (ya que no es oriundo de Roquedal). Una cosa sí sabía: aquel nombre —Estío— estaba secretamente vinculado con el pasado o el presente (o ambos) de Roquedal bajo la forma de una leyenda grabada en varios objetos imperfectos (relojes que no tienen horas, círculos abollados) cuyo fin me elude constantemente. Y ahora contemplo el mecanismo primario, casi infantil, del espejito y el animal: es algo más que un adorno pero no llega a revelarse utensilio. Es como si quedara a media distancia entre lo hermoso —no demasiado— y lo capaz —pero ¿de qué?—. Solo descubro un torpe vaivén de columpio que ni siquiera busca proseguir: se detiene cuando no lo empujo. ¿Es que falta alguna pieza? ¿Y qué significaba la intromisión de ese otro rótulo, ese nuevo nombre extraño, perteneciente al resto de los objetos, «Otoño Circular»?

El día de ayer murió sin respuestas. Por dos veces (que recuerde) me rondó la idea de salir al frescor marino de la noche y buscar a Rocío, que yo suponía tenía las claves y querría decírmelas, pero el tiempo se me pasó considerando si sería prudente hacerlo después de su inquietud de la noche anterior.

Tras un sueño sin ensueños me levanté hoy decidido. La consulta se me hizo inusitadamente larga y mi charla con Marta estuvo restringida a lo habitual (y sin embargo, me da la impresión de que también podría hablarle de esto y ella me explicaría). Salí a un aviso domiciliario sin complicaciones y al terminar hallé a Rocío como esperándome (esperándome realmente, según comprobé después) junto a la casa azul.

A esas horas de sol amarillo, las calles como un inmenso trigal y el aire lleno de sal quieta, solo ella paseaba lenta, los brazos cruzados, como montando guardia. Pero no dejé de notar que las casas cercanas entreabrían sus cortinas y nos vigilaban.

—Así que no te has ido —me dijo, pero no parecía un reproche sino casi la alegría contenida de confirmar algo sospechado.

Vestía una pieza oscura salpicada de minúsculas flores verdes, las mangas y el borde inferior de la falda jovialmente ondulados, como a medio camino de un traje de sevillana. Los ojos grandes no pestañeaban: se mantenían azules y dulces mientras ella aguardaba así, los brazos cruzados, inmóvil ya, su silueta apuntando con la precisa sombra de un reloj de sol. Llegué hasta ella y dije:

—Rocío, quería hablar contigo.

—Y yo quería que te fueras.

Desvió la mirada. Pensé de pronto en una grandiosa actriz, tan seria, tan hecha a su papel, con las expresiones justas y los tonos adecuados, pero repitiendo, al fin y al cabo, un diálogo ya escrito.

Miré a mi alrededor: dos mujeres que nos miraban, de pie en un estrecho portal, retornaron a mirarse y continuaron alguna charla ficticia. Paseamos por entre las casas en dirección a la playa. No sé qué sentimientos contradictorios me surgieron para adivinar el lenguaje inverso de Rocío: quería decir «quería que no te fueras» al decir «quería que te fueras». Estaba allí para verme no viéndome. Me esperaba sin esperarme para desear mi ausencia en mi presencia. Eran palabras como reflejos en un espejo y había que emplear otro para descifrarlas. Aquel juego se me antojó más dulce que la propia verdad.

Sin preámbulos, le hablé de los objetos: el reloj de payaso que carece de horas y tiene más de seis manecillas, de los que yacían en el desván de la casa azul. Ella, sin preámbulos, habló también:

—Son objetos.

—Pero ¿para qué sirven? Se encogió de hombros.

—Nadie lo sabe.

—¿Y por qué llevan grabados los nombres de «Estío» y «Otoño Circular»?

—Supongo que porque proceden de allí, no lo sé. Te los encuentras con frecuencia por todo Roquedal

—¿Quieres decir que Estío es un lugar y Otoño Circular otro?

—Eso creo.

—¿Y por qué nadie quiere hablar de ellos, nadie los menciona?

Rocío caminaba mirando al suelo, como siguiendo huellas invisibles.

—Quizá porque no entendemos muy bien lo que sucede: no sabemos dónde están.

—Soy yo quien no lo entiende: ¿nadie ha ido nunca a Estío ni a Otoño Circular? —pregunté, incrédulo.

—Que yo sepa, nadie. Pero en Roquedal hay mucha gente que no ha ido nunca a ninguna parte y, sin embargo, nadie duda de que existe el mundo. Y que existen Estío y Otoño Circular.

Medité un instante.

—Rocío, la otra noche me dijiste que tenía que irme de aquí. ¿Por qué?

—Porque sí —contestó bruscamente. Se observaba los brazos pálidos, aún cruzados, mientras caminaba—. Los que vivimos aquí, estamos acostumbrados; pero lo que vienen de fuera y saben de estas cosas tan de repente como tú, se obsesionan y desean ir a Estío o a Otoño Circular...

—¿Y?

—Que nunca lo consiguen.

—¿Y?

Volvió a encogerse de hombros, la barbilla apoyada en el pecho, todo el cabello rubio castaño ocultando su rostro. Cuando supe que no obtendría otra respuesta, intenté sonreír.

—No te preocupes, Rocío. No estoy obsesionado con ir a Estío ni a Otoño Circular. A decir verdad, ni siquiera creo que existan. Más bien parecen leyendas antiguas, tradiciones que queréis mantener a toda costa mediante una credulidad ingenua.

Ella guardó silencio y yo volví a sonreír.

—Este sol nos hace a todos demasiado crédulos —dije—: el otro día me pareció tener una visión.

—¿Una visión?

—Una ilusión óptica.

Se detuvo y me miró directamente a los ojos. La oí murmurar apenas, como si no quisiera decirlo:

—¿Cuál?

—Creí ver la figura de una mujer calva bailando en plena calle.

Rocío había palidecido. Me dejó de mirar con aquellos ojos desmesurados y siguió caminando en silencio.

—¿Qué te pasa?

No contestó. Habíamos llegado al final del pueblo, al terraplén y el grupo de árboles que marcan el comienzo de la playa: lomos verdes y blancos de barcas de pescadores se alineaban en la arena, a lo lejos. Rocío se detuvo en el césped, bajo la sombra, y se echó allí, lenta como si en verdad fuera su nombre, sobre la hierba fresca. Quise seguirla pero me dijo, sentada:

—No. Vete. Mejor vete.

Volvía a hablarme con aquella imperiosa furia interna, aquellos invisibles estados adultos que me dejaban indefenso y niño. Pensé que era una muchacha portentosa, una maga, que con ella se podía llegar a conocer la parte extraña del amor (te pasas toda la vida amando y contemplando la luna, y nunca descubres sus caras ocultas) velada y original: un amor negativo, plata y negro, revelado en la oscuridad. Eso pensé de ella, pero no al verla allí sentada sino al oírla, al sentir los acentos apremiantes y duros que eran como órdenes de una mujer más profunda que ella. El mar la continuó, bramando lejos.

Lloraba de nuevo.

—Te has perdido, te has perdido —la oí susurrar.

Y de repente pareció recobrar una especie de vigor: se limpió la cara con las manos y la alzó para mirarme. La mirada, viniendo de ella, desde abajo, era desproporcionadamente alta y grande.

—Márchate, Marcelo, es lo mejor —me dijo con serenidad—. Pero si no quieres, hazme caso: olvida todo lo que hemos hablado. No pienses más en Estío y Otoño Circular ni en la figura que viste. No hay nada importante en eso, pero podrías obsesionarte. Deja todos los objetos que encontraste en su lugar, no te quedes con ninguno. Y, sobre todo, no te acerques al cementerio de noche. Prométeme que no te acercarás al cementerio de noche.

Aquella sarta de apresurados consejos se me antojó ridícula, pero ya he dicho en otras ocasiones que Rocío nunca da risa, ni lo que hace ni lo que dice, y no reí.

—Prometido —le dije alzando una mano—. No pensaba hacerlo de todas formas.

—Es muy importante que no lo hagas. Pero hay una última cosa...

Se levantó con rapidez, sin dejar que la ayudara, y se sacudió las briznas del vestido. Me miró casi compasivamente (tuve cerca su rostro blanquísimo, su perenne olor a jabón y agua clara, los labios rosados y naturales, sin pintar, el dulce vello de las mejillas: tan bella que quise besarla pero, por primera vez, tan niña que no lo hice).

—Lo más importante de todo: olvídame a mí.

—¿Qué?

—No quiero que nos veamos más. No me hables ni te acerques a mí a partir de ahora —se detuvo un instante y parpadeó—, aunque yo lo haga... No me hables aunque yo te hable, no me sigas aunque yo te lo pida. Es muy importante, Marcelo, por favor.

—Rocío, basta ya de tonterías. ¿Qué pretendes con todo este absurdo? ¿Asustarme? ¿Qué te pasa?

Pero ella ya se iba: siempre su espalda recta, su vestido con esa brisa de la despedida perenne, siempre esa trascendentalidad de su partida. La llamé:

—¡No voy a hacer nada de lo que me has dicho hasta que no sepa lo que pasa! ¿Me oyes?

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