—Ahí está —dijo, aunque fuera perfectamente inútil.
Drogo pensó: «Ahora me pregunta qué me parece», y le fastidió. Pero el capitán calló.
No era imponente la Fortaleza Bastiani, con sus bajas murallas, ni hermosa en cierto modo, ni pintoresca con torres y bastiones; absolutamente nada que consolase de su desnudez, que recordase las cosas dulces de la vida. Y, sin embargo, como la noche anterior desde el fondo de la garganta, Drogo la miraba hipnotizado y en su corazón entraba una inexplicable excitación.
¿Y detrás, qué había? Al otro lado de aquel inhóspito edificio, al otro lado de las almenas, de las casamatas, de los polvorines, que cerraban la visión, ¿qué mundo se abría? ¿Cómo aparecía el reino del norte, el pedregoso desierto por el que nadie había pasado nunca? El mapa —recordaba vagamente Drogo— marcaba al otro lado de los confines una vasta zona con poquísimos nombres, pero desde lo alto de la Fortaleza se vería al menos algún pueblo, algún prado, una casa…, ¿o bien sólo la desolación de una landa deshabitada?
Se sintió repentinamente solo, y su petulancia de soldado, tan desenvuelta hasta ahora, mientras duraban las plácidas experiencias de la guarnición, con una casa cómoda, amigos alegres siempre al lado, con pequeñas aventuras en los jardines nocturnos, toda la seguridad en sí mismo le falló de golpe. Le parecía la Fortaleza uno de esos mundos desconocidos a los que nunca había pensado en serio que podría pertenecer, no porque le parecieran odiosos, sino por infinitamente alejados de su vida normal. Un mundo mucho más exigente, sin otro esplendor que el de sus geométricas leyes.
¡Oh, regresar! No cruzar siquiera el umbral de la Fortaleza y descender a la llanura, a su ciudad, a sus viejas costumbres. Éste fue el primer pensamiento de Drogo, y no importa que tal debilidad fuera vergonzosa en un soldado, estaba incluso dispuesto a confesarla si hacía falta, con tal de que lo dejaran marcharse de inmediato. Pero una densa nube se alzaba, blanca, desde el invisible horizonte del Norte, sobre las escarpas, y los centinelas, imperturbables, bajo el sol a plomo, marchaban de arriba abajo como autómatas. El caballo de Drogo soltó un relincho. Después volvió a hacerse un gran silencio.
Giovanni apartó por fin los ojos de la Fortaleza y miró a su lado, al capitán, esperando una palabra amiga. También Ortiz se había quedado inmóvil y miraba intensamente las amarillas murallas. Sí, él, que vivía allí desde hacía dieciocho años, las contemplaba, casi hechizado, como si volviera a ver un prodigio. Parecía no cansarse de remirarlas y una vaga sonrisa, de alegría y tristeza al tiempo, iluminaba lentamente su rostro.
En cuanto llegó, Drogo se presentó al comandante Matti, ayudante del coronel. El teniente de guardia, un joven desenvuelto y cordial llamado Carlo Morel, lo acompañó a través del corazón de la Fortaleza. Desde el zaguán de entrada —donde se entreveía un gran patio desierto, los dos se encaminaron por un largo corredor, cuyo final no se lograba ver. El techo se perdía en la penumbra; de vez en cuando una pequeña faja de luz entraba por finos ventanucos.
Sólo en la planta de arriba encontraron un soldado que llevaba un fajo de papeles. Los muros desnudos y húmedos, el silencio, la escualidez de las luces… Todos allí dentro parecían haber olvidado que en alguna parte del mundo existían flores, mujeres risueñas, casas alegres y hospitalarias. Todo allí dentro era una renuncia, pero ¿a qué, por qué misterioso bien? Ahora avanzaban por el tercer piso, a lo largo de un corredor exactamente idéntico al primero. Se oía, al otro lado de unos muros, el lejano eco de carcajada que a Drogo le pareció inverosímil.
El comandante Matti era regordete y sonreía con excesiva afabilidad. Su despacho era vasto, grande era también el escritorio, atestado ordenadamente de papeles. Había un retrato en colores del rey y el sable del comandante colgaba de un adecuado pivote de madera.
Drogo se cuadró y se presentó, mostró sus documentos personales, comenzó a explicar que no había pedido que lo destinaran a la Fortaleza (estaba decidido, en cuanto fuera posible, a pedir el traslado), pero Matti lo interrumpió.
—He conocido hace años a su padre, teniente. Un caballero ejemplar. Sin duda usted querrá hacer honor a su memoria. Presidente del Tribunal Supremo, si no me equivoco…
—No, mi comandante —dijo Drogo—. Mi padre era médico.
—Ah, ya, médico; caramba, me confundía, médico, sí, sí.
Matti pareció turbado durante un momento y Drogo notó que, llevándose a menudo la mano izquierda al cuello, trataba de ocultar una mancha de grasa, redonda, una mancha evidentemente reciente, en el pecho del uniforme.
El comandante se recobró en seguida:
—Mucho gusto en verlo por aquí —dijo—. ¿Sabe lo que ha dicho Su Majestad Pedro III?: «La Fortaleza Bastiani, centinela de mi corona», y yo agregaré que es un gran honor pertenecer a ella. ¿Acaso no está convencido, teniente?
Decía esto mecánicamente, como una fórmula aprendida hacía años, que había que sacar en determinadas ocasiones.
—Precisamente, mi comandante —dijo Giovanni—. Tiene toda la razón, pero, se lo confieso, para mí ha sido una sorpresa. Tengo familia en la ciudad, y preferiría, si es posible, quedarme allí…
—Ah, ¿conque quiere dejarnos antes aún de haber llegado, podría decirse? Le confieso que me desagrada, me desagrada…
—No es que yo quiera. No me permito discutir… Quiero decir que…
—Entendido —dijo el comandante con un suspiro, como si se tratase de una vieja historia y él supiera disculparla—. Entendido: usted se imaginaba distinta la Fortaleza y ahora se ha asustado un poco. Pero, dígame honradamente: ¿cómo puede juzgar, honradamente, si ha llegado hace unos minutos?
Drogo dijo:
—Mi comandante, no tengo nada contra la Fortaleza… Sólo que preferiría quedarme en la ciudad, o cerca, por lo menos. ¿Entiende? Le hablo confidencialmente; veo que usted comprende estas cosas, me remito a su amabilidad…
—¡Claro, claro! —exclamó Matti con una breve risa—. ¡Estamos aquí para eso! De mala gana no queremos a nadie, ni siquiera al último de los centinelas. Sólo que lo siento, me parece usted un buen muchacho…
El comandante calló un momento, como para meditar sobre la solución mejor. Entonces Drogo, volviendo un poco la cabeza a la izquierda, fijó la mirada en la ventana, abierta al patio interior. Se veía el muro frontero, amarillento como los otros y batido por el sol, con los rectángulos negros de las escasas ventanas. Había también un reloj que marcaba las dos y, en la terraza más alta, un centinela que marchaba de un lado a otro, con el fusil al hombro. Pero sobre el final de edificio, lejana, dentro de la reverberación meridiana, asomaba una cima rocosa. Se veía sólo la última punta y no tenía en sí nada especial. Mas en aquel trozo de roca estaba, para Giovanni Drogo, la primera llamada visible de la tierra del norte, del legendario reino que amenazaba a la Fortaleza. ¿Cómo era el resto? Una luz soñolienta provenía de esa parte, entre lentas humaredas de calígine. Entonces el comandante empezó a hablar de nuevo:
—Dígame —preguntaba a Drogo—, ¿usted querría regresar inmediatamente o no le importa esperar unos meses? A nosotros, le repito, nos es indiferente… desde el punto de vista formal, por supuesto —agregó, para que la frase no sonara descortés.
—Ya que debo regresar —dijo Giovanni, agradablemente sorprendido por la inexistencia de dificultades—, ya que debo regresar, me parece que será mejor en seguida.
—De acuerdo, de acuerdo —lo tranquilizó el comandante—. Pero ahora le explico: si usted quiere marcharse en seguida, entonces lo mejor será que se haga pasar por enfermo. Vaya usted un par de días a la enfermería, en observación, y el médico le dará un certificado. Por otra parte, hay muchos que no aguantan la altura…
—¿Es necesario hacerse pasar por enfermo? —preguntó Drogo, a quien no le gustaba aquella ficción.
—Necesario no, pero lo simplifica todo. Si no, tendría usted que hacer una petición de traslado por escrito, hay que mandar esa petición al Mando Supremo, el Mando Supremo tiene que responder, se requieren por lo menos dos semanas. Y, sobre todo, tiene que ocuparse de ello el coronel, y yo preferiría evitarlo. En el fondo estas cosas le desagradan, se aflige, ésa es la palabra, se aflige, como si ofendieran a su Fortaleza. Mire, si yo fuera usted, voy a serle sincero, preferiría evitar…
—Pero, mi comandante, perdone —observó Drogo—, no sabía yo eso. Si el marcharme me puede perjudicar, entonces es otro asunto.
—Ni se le ocurra, teniente, no me ha entendido usted. En ningún caso va a sufrir su carrera. Se trata sólo, ¿cómo decirlo?, de un matiz… Es cierto, y se lo he dicho de inmediato, que al coronel la cosa no le va a gustar. Pero si usted está realmente decidido…
—No, no —dijo Drogo—, si las cosas son como usted dice, quizá sea mejor el certificado médico.
—A menos que… —dijo Matti con una sonrisa insinuante, dejando la frase en suspenso.
—A menos, ¿qué?
—A menos que usted se acomode a quedarse aquí cuatro meses, lo cual sería la mejor solución.
—¿Cuatro meses? —preguntó Drogo, ya bastante desilusionado, tras la perspectiva de poder marcharse en seguida.
—Cuatro meses —confirmó Matti—. El procedimiento es mucho más regular. Ahora le explico: dos veces al año nos hacen a todos un reconocimiento médico, está prescrito formalmente. El próximo será dentro de cuatro meses. Me parece la mejor ocasión para usted. Y el certificado será negativo; a eso, si usted quiere, me comprometo yo. Puede estar absolutamente tranquilo.
»Amén de eso —prosiguió el comandante, tras una pausa—, amén de eso, cuatro meses son cuatro meses y bastan para un informe personal. Puede estar seguro de que el coronel se lo hará. Y usted sabe el valor que eso puede tener para su carrera. Pero, entendámonos, entendámonos bien: se trata de un simple consejo mío, usted es absolutamente libre…
—Sí, mi comandante —dijo Drogo—, lo entiendo perfectamente.
—El servicio aquí no es fatigoso —subrayó el comandante, casi siempre servicio de guardia. Y el Reducto Nuevo, que es un poco más comprometido, no se le confiará al principio. Nada de trabajo, no tenga miedo, si acaso más bien se aburrirá.
Pero Drogo no escuchaba apenas las explicaciones de Matti, atraído extrañamente por el recuadro de la ventana, con aquel trocito de roca que asomaba por el muro de enfrente. Un vago sentimiento que no lograba descifrar se insinuaba en su alma; quizá una cosa estúpida y absurda, una sugestión sin sentido.
Al mismo tiempo se sentía un tanto tranquilizado.
Aún le urgía marcharse, pero ya sin la angustia de antes. Casi se avergonzaba de las aprensiones experimentadas a la llegada. ¿Es que no podía estar a la altura de todos los demás? Una partida inmediata —pensaba ahora— podía equivaler a una confesión de inferioridad. Así, el amor propio luchaba con el deseo de la vieja existencia familiar.
—Mi comandante —dijo Drogo—, le agradezco sus consejos, pero déjeme pensarlo hasta mañana.
—Muy bien —dijo Matti, con evidente satisfacción—. ¿Y esta noche? ¿Quiere que lo vea el coronel en el comedor, o prefiere dejar la cosa pendiente?
—Bueno —respondió Giovanni—, me parece inútil esconderme, y mucho más si luego tengo que quedarme cuatro meses.
—Mejor —dijo el comandante—. Así se animará. Ya verá qué gente tan simpática, todos oficiales de primera.
Matti sonrió, y Drogo comprendió que había llegado el momento de irse. Pero antes preguntó:
—Mi comandante —preguntó con voz aparentemente tranquila—, ¿puedo echar un vistazo al norte, ver qué hay al otro lado de las murallas?
—¿Al otro lado de las murallas? No sabía que le interesasen los panoramas —respondió el mayor.
—Sólo un vistazo, mi comandante, sólo por curiosidad. He oído decir que hay un desierto, y nunca he visto uno.
—No vale la pena, teniente. Un paisaje monótono, no tiene nada de hermoso. Hágame caso, ¡no piense más en ello!
—No insisto, mi comandante —dijo Drogo—. No creía que fuera un problema.
El comandante Matti unió, como para rezar, las puntas de sus dedos gordezuelos:
—Me ha pedido usted lo único que no puedo concederle —dijo—. A las murallas y a los cuerpos de guardia sólo pueden ir los militares de servicio; hay que conocer el santo y seña.
—Pero ¿ni por excepción? ¿Ni siquiera un oficial?
—Ni siquiera un oficial. Ah, lo entiendo muy bien: a ustedes, los de la ciudad, esas cosas les parecen ridículas. El santo y seña no es, por lo demás, un gran secreto allá. Aquí, en cambio, es muy distinto.
—Discúlpeme si insisto, mi comandante, pero…
—Dígame, dígame, teniente.
—Quería decir: ¿no hay ni siquiera una tronera, una ventana, por la que se pueda mirar?
—Sólo una. Sólo una, en el despacho del coronel. Desgraciadamente nadie ha pensado en un mirador para los curiosos. Pero no vale la pena, se lo repito, es un paisaje que no vale nada. Oh, ya se hartará de ese panorama, si se decide a quedarse.
—Gracias, mi comandante. A la orden —y saludó, cuadrándose.
Matti hizo un gesto amistoso con la mano:
—Hasta la vista, teniente. Y no piense en ello: es un paisaje que no vale nada, se lo garantizo, un paisaje estupidísimo.
Sin embargo, esa misma noche el teniente Morel, que salía de su servicio de guardia, llevó a escondidas a Drogo al extremo de las murallas, para que pudiese ver.
Un larguísimo corredor iluminado por escasos faroles acompañaba todo el despliegue de las murallas, de un límite a otro del desfiladero. De vez en cuando había una puerta; almacenes, talleres, cuerpos de guardia. Anduvieron unos ciento cincuenta metros hasta la entrada del tercer reducto. En el umbral había un centinela armado. Morel pidió hablar con el teniente Grotta, que mandaba la guardia.
Así, a pesar del reglamento, pudieron entrar. Giovanni se encontró en un pequeño pasadizo de tránsito; en una pared, bajo una luz, había un cuadro con los nombres de los soldados de servicio.
—Ven, ven por aquí —dijo Morel a Drogo—, más vale acabar pronto.
Drogo lo siguió por una estrecha escalera que desembocaba al aire libre, sobre las escarpas del reducto. El teniente Morel le hizo un gesto al centinela que vigilaba aquel tramo, como para indicarle que las formalidades eran inútiles.
Giovanni se encontró de repente asomado a las almenas del perímetro; ante él, inundado por la luz del ocaso, se hundía el valle, se abrían a sus ojos los secretos del septentrión.