Read El desierto de los tártaros Online

Authors: Dino Buzzati

Tags: #Clásico, Relato

El desierto de los tártaros (16 page)

BOOK: El desierto de los tártaros
5.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El ataúd del teniente Angustina, envuelto en la bandera, yacía bajo tierra en un pequeño recinto a un lado de la Fortaleza. Encima había una cruz de piedra blanca con su nombre escrito. Para el soldado Lazzari, un poco más allá, una cruz más pequeña de madera.

Dijo Ortiz:

—Yo a veces pienso: deseamos la guerra, esperamos la buena ocasión, la tomamos con la mala suerte porque nunca pasa nada… Y, sin embargo, ya ha visto, Angustina…

—¿Quiere decir —dijo Giovanni Drogo—, quiere decir que Angustina no necesitó la suerte? ¿Que fue bueno igual?

—Él era débil y creo incluso que estaba enfermo —dijo el comandante Ortiz—. Estaba peor que todos nosotros, efectivamente. Él, como nosotros, no se enfrentó con el enemigo, tampoco para él hubo guerra. Y, sin embargo, murió en una batalla. ¿Sabe, teniente, cómo murió?

Drogo dijo:

—Sí, estaba yo también cuando el capitán Monti lo contaba.

Había llegado el invierno y los extranjeros se habían marchado. Los hermosos estandartes de la esperanza, quizá con reflejos de sangre, habían descendido lentamente y el ánimo estaba de nuevo tranquilo; pero el cielo se había quedado vacío, el ojo buscaba inútilmente alguna cosa en las últimas fronteras del horizonte.

—Él supo morir en el momento justo, efectivamente —dijo el comandante Ortiz—. Como si le hubiera dado una bala. Un héroe, no hay más que decir. Y, sin embargo, nadie disparaba. Para todos los que aquel día estaban con él las probabilidades eran idénticas, él no tenía la menor ventaja, salvo, quizá, la de poder morir fácilmente. Pero, en el fondo, los otros, ¿qué hicieron? Para los otros fue un día más o menos como todos los demás.

Drogo dijo:

—Sí, solamente un poco más frío.

—Sí, un poco más frío —dijo Ortiz—. También usted, teniente, podía haber ido con ellos, bastaba con pedirlo.

Estaban sentados en un banco de madera, en la terraza más alta del cuarto reducto. Ortiz había ido a ver al teniente Drogo, que estaba de servicio. Entre ambos se establecía día tras día una buena amistad.

Estaban sentados en un banco, envueltos en sus capotes, las miradas abandonadas a sí mismas, en dirección al norte, donde se acumulaban grandes nubes informes llenas de nieve. Soplaba de vez en cuando el viento septentrional, helándoles las ropas encima. Las altas cimas rocosas, a la derecha e izquierda del desfiladero, se habían puesto negras. Drogo dijo:

—Creo que mañana nevará también aquí, en la Fortaleza.

—Es probable —respondió el comandante sin mucho interés, y calló.

Drogo dijo aún:

—Nevará. Siguen pasando cuervos.

—La culpa también es nuestra —dijo Ortiz, que perseguía un obstinado pensamiento—. Después de todo, a uno le toca siempre lo que se merece. Angustina, por ejemplo, estaba dispuesto a pagar caro; nosotros no, en cambio, y quizá ésa es la cuestión. Quizá pretendemos demasiado. A uno le toca siempre lo que se merece, efectivamente.

—Entonces —preguntó Drogo—, entonces, ¿qué deberíamos hacer?

—Oh, yo nada —dijo Ortiz con una sonrisa—. Yo he esperado demasiado ya, pero usted…

—Yo, ¿qué?

—Márchese mientras aún está a tiempo, regrese a la ciudad, adáptese a la vida de guarnición. Después de todo, no me parece usted del tipo de quien desprecia los placeres de la vida. Hará mejor carrera que aquí, desde luego. Y, además, no todos han nacido para ser héroes.

Drogo callaba.

—Usted ha dejado pasar ya cuatro años —decía Ortiz—. Ha conseguido cierta ventaja de antigüedad en la carrera, pero piense cuánto más le habría servido quedarse en la ciudad. Se ha apartado del mundo, nadie se acuerda ya de usted, regrese mientras aún está a tiempo.

Con los ojos clavados en el suelo, Giovanni escuchaba, mudo.

—Ya he visto otros casos —continuó el comandante—. Poco a poco se han habituado a la Fortaleza, se han quedado aprisionados aquí dentro, no han sido capaces ya de moverse. Viejos a los treinta años, efectivamente.

Drogo dijo:

—Lo creo, mi comandante, pero a mi edad…

—Usted es joven —prosiguió Ortiz— y lo será aún cierto tiempo, es verdad. Pero yo no me fiaría. Con que deje pasar otros dos años, bastan sólo dos años, retroceder le costaría demasiado trabajo.

—Se lo agradezco —dijo Drogo, nada impresionado—. Pero en el fondo, aquí en la Fortaleza, se puede esperar algo mejor. Será absurdo, pero usted, si es sincero, debe confesar…

—Quizá sí, por desgracia —dijo el comandante—. Todos, más o menos, nos obstinamos en esperar. Pero es un absurdo, basta con pensarlo un poco (y señalaba con una mano hacia el norte). De ese lado nunca podrá venir una guerra. Y ahora, además, después de la última experiencia, ¿quién quiere que lo crea aún en serio?

Hablaba así, y mientras tanto se había levantado, mirando siempre al septentrión, igual que en aquella remota mañana, sobre el borde de la altiplanicie, Drogo lo había visto mirar, fascinado, los enigmáticos muros de la Fortaleza. Habían pasado cuatro años desde entonces, una respetable fracción de vida, y nada, absolutamente nada, había sucedido para justificar tantas esperanzas. Los días habían escapado uno tras otro; unos soldados que podían ser enemigos habían aparecido una mañana en los bordes de la llanura extranjera, después se habían retirado tras inocuas operaciones limítrofes. La paz reinaba en el mundo, los centinelas no daban la alarma, nada permitía presagiar que la existencia habría podido cambiar. Igual que en años pasados, con idénticas formalidades, avanzaba ahora el invierno y los soplos del cierzo producían contra las bayonetas un débil silbido. Y allí estaba todavía el comandante Ortiz, de pie en la terraza del cuarto reducto, incrédulo respecto a sus propias y prudentes palabras, mirando una vez más la landa del norte, como si sólo él tuviera derecho a mirarla, sólo él derecho a quedarse allá arriba, no importaba con qué finalidad, y Drogo fuera un buen chico que no estaba en su lugar, que se había equivocado en sus cálculos y que mejor haría en regresar.

DIECISIETE

Hasta que la nieve de las terrazas de la Fortaleza se puso blanda y los pies se hundían en ella como en légamo. El dulce sonido de las aguas llegó repentinamente de las montañas más cercanas, aquí y allá, a lo largo de los salientes, se descubrían listas blancas verticales que centelleaban al sol, y los soldados se sorprendían de vez en cuando canturreando, como no hacían desde hacía meses.

El sol ya no corrió como antes, ansioso de ponerse, sino que empezaba a pararse un poco en medio del cielo, devorando la nieve acumulada, y era inútil que las nubes se precipitaran aún desde los hielos del norte; ya no conseguían hacer nieve, sólo podían lluvia, y la lluvia no hacía más que disolver la poca nieve que quedaba. Había vuelto el buen tiempo.

Ya se oían por la mañana voces de pájaros que todos creían haber olvidado. En compensación, los cuervos ya no estaban reunidos sobre la altiplanicie de la Fortaleza esperando los desechos de las cocinas, sino que se diseminaban por los valles en busca de comida fresca.

Por la noche, en los dormitorios, las tablas que sostienen las mochilas, las perchas para los fusiles, las propias puertas, y hasta los hermosos muebles de nogal macizo del cuarto del coronel, todas las maderas de la Fortaleza, incluidas las más viejas, lanzaban crujidos en la oscuridad. A veces eran golpes secos como pistoletazos, parecía que algo se hacía verdaderamente pedazos, alguien se despertaba en el catre y aguzaba el oído; pero no lograba oír nada, salvo otros crujidos que susurraban en la noche.

Es el momento en que las viejas tablas resucitan una obstinada nostalgia de vida. Muchísimos años antes, en los días felices, había un flujo juvenil de calor y de fuerza, de las ramas salían haces de brotes. Después, el árbol había sido derribado. Y ahora que es primavera, infinitamente menor, una pulsación de vida. Antaño flores y hojas; hoy sólo un vago recuerdo, un poquito, para hacer crac, y después se acabó hasta el año que viene.

Es el momento en que los hombres de la Fortaleza empiezan a tener curiosos pensamientos que nada tienen de militar. Las murallas ya no son refugio hospitalario, sino que dan una impresión de cárcel. Su aspecto desnudo, las listas oscuras de los desagües, las aristas oblicuas de los bastiones, su color amarillo, no responden de ningún modo a las nuevas disposiciones de ánimo.

Un oficial —de espaldas no se puede ver quién es, y podría ser Giovanni Drogo— camina aburrido, en la mañana de primavera, por los vastos lavaderos de la tropa, desiertos a estas horas. No tiene que hacer inspecciones o comprobaciones; da vueltas sin más, sólo por moverse; por otra parte, todo está en regla, las pilas limpias, el suelo barrido y ese grifo que gotea no es culpa de los soldados.

El oficial se detiene mirando hacia arriba, a una de las altas ventanas. Los cristales están cerrados, probablemente hace muchos años que no los lavan y en las esquinas cuelgan telarañas. Nada que conforte de algún modo el ánimo humano. Sin embargo, detrás de los cristales, se consigue descubrir una cosa que parece un cielo. Ese mismo cielo —piensa quizá el oficial—, ese mismo sol ilumina simultáneamente los sórdidos lavaderos y ciertas praderas lejanas.

Las praderas son verdes y han nacido hace poco pequeñas flores de un presumible color blanco. También los árboles, como es debido, han echado hojas nuevas. Sería hermoso cabalgar sin meta por el campo. ¿Y si por un caminito, en medio de los setos, avanzase una hermosa muchacha, y cuando pasáramos a su lado a caballo nos saludase con una sonrisa? Pero qué cosa más ridícula… ¿Son admisibles en un oficial de la Fortaleza Bastiani ideas tan estúpidas?

A través de la polvorienta ventana del lavadero, por extraño que pueda parecer, se logra ver también una nube blanca de agradable forma. Nubes iguales navegan en este momento sobre la ciudad lejana; gente que pasea, plácida, las mira de vez en cuando, contenta de que el invierno haya acabado; casi todos visten trajes nuevos o remozados, las mujeres jóvenes llevan sombreros con flores y ropas de colores. Todos tienen un aire satisfecho, como si esperaran de un momento a otro cosas buenas. Al menos antaño era así, quién sabe si ahora habrá llegado una moda distinta. ¿Y si en un alféizar hubiera una guapa muchacha y cuando pasáramos por debajo nos saludase, sin ninguna razón especial, nos saludase amistosamente con una hermosa sonrisa? En el fondo son cosas ridículas, boberías de colegial.

A través de los cristales sucios se descubre, al sesgo, un trozo de muralla. También está inundado de sol, pero no se desprende de él alegría. Es la pared de un cuartel, haya sol o luna, para la muralla es absolutamente indiferente; basta con que no nazcan obstáculos a la buena marcha del servicio. La muralla de un cuartel, y nada más. Y sin embargo un día, en un lejano septiembre, el oficial se había quedado mirándola casi fascinado; entonces esas murallas parecían custodiar para él un severo aunque envidiable destino. A pesar de que no lograba encontrarlas hermosas, se había quedado inmóvil durante unos minutos, como ante un prodigio.

Un oficial vaga por los lavaderos desiertos, otros están de servicio en los diversos reductos, otros cabalgan por la pedregosa explanada, otros están sentados en los despachos. Ninguno logra comprender bien qué ha sucedido, pero las caras de los demás le ponen los nervios de punta. Siempre las mismas caras, piensa instintivamente, siempre las mismas palabras, el mismo servicio, los mismos documentos. Y mientras tanto fermentan tiernos deseos, no es fácil establecer con exactitud qué querría uno, desde luego no aquellas murallas, aquéllos soldados, aquellos toques de corneta.

Corre entonces, caballito, por el camino de la llanura, corre antes de que sea tarde, no te detengas, aunque estés cansado, antes de ver los prados verdes, los árboles familiares, las moradas de los hombres, las iglesias y los campanarios.

Y entonces, adiós Fortaleza, detenerse aún sería peligroso, tu fácil misterio se ha derrumbado, la llanura del norte seguirá estando desierta, nunca jamás vendrán los enemigos, nunca jamás vendrá nadie a asaltar tus pobres murallas. Adiós, comandante Ortiz, melancólico amigo que ya no eres capaz de apartarte de esta bicoca; y como tú otros muchos, os habéis obstinado demasiado tiempo esperando, el tiempo ha sido más rápido que vosotros, y no podéis empezar de nuevo.

Giovanni Drogo sí, en cambio. Ningún compromiso lo retiene en la Fortaleza. Ahora regresa a la llanura, vuelve a entrar en el consorcio de los hombres, no será difícil que le den algún encargo especial, acaso una misión en el extranjero en el séquito de un general. En estos años, mientras él estaba en la Fortaleza, habrá perdido muchas buenas ocasiones, pero Giovanni es todavía joven, le queda todo el tiempo posible para remediarlo.

Adiós, pues, Fortaleza, con tus absurdos reductos, tus soldados pacientes, tu señor coronel que todas las mañanas, sin que lo vean, escruta con el anteojo el desierto del septentrión, pero es inútil, nunca hay nada. Un saludo a la tumba de Angustina; quizá fue el más afortunado de todos, al menos él murió como un verdadero soldado, mejor, en cualquier caso, que en el probable lecho de un hospital. Un saludo a su habitación; después de todo Drogo durmió honestamente en ella cientos de noches. Otro saludo al patio, donde también esta noche, con las formalidades de costumbre, se alinean las guardias entrantes. El último saludo a la llanura del norte, vacía ya de ilusiones.

No lo pienses más, Giovanni Drogo, no te vuelvas hacia atrás ahora que has llegado al borde de la altiplanicie y el camino está a punto de hundirse en el valle. Sería una estúpida debilidad. La conoces piedra a piedra, podría decirse, la Fortaleza Bastiani, desde luego no corres peligro de olvidarla. El caballo trota alegremente, el día es bueno, el aire tibio y ligero, la vida aún larga por delante, casi está aún por empezar; ¿qué necesidad habría de echar un último vistazo a las murallas, a las casamatas, a los centinelas de turno en el borde de los reductos? Se vuelve así lentamente una página, se extiende al lado opuesto, agregándose a las otras ya acabadas, por ahora es sólo una capa fina, las que quedan por leer son, en comparación, un montón inagotable. Pero de todos modos siempre es una página gastada, mi teniente, una porción de vida.

Desde el borde de la pedregosa altiplanicie, Drogo, en efecto, no se vuelve a mirar, sin una sombra de vacilación espolea el caballo cuesta abajo, no intenta volver ni un centímetro la cabeza, silba una canción con pasable desenvoltura, aunque le cueste trabajo.

BOOK: El desierto de los tártaros
5.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dancing in the Dark by Mary Jane Clark
A Soul for Trouble by Crista McHugh
Ratner's Star by Don Delillo
The Blue Movie Murders by Ellery Queen
Business Stripped Bare by Richard Branson
Sunny's Kitchen by Sunny Anderson