El desierto de hielo (32 page)

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Authors: Maite Carranza

BOOK: El desierto de hielo
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Sí, debía de ser eso. Aún estaba enferma y deliraba. Me pellizqué para despertar, pero continué oyendo la conversación de Gunnar con el extraño visitante que, de pronto, se puso en pie y me señaló.

—Está retornando en sí. Será mejor que desaparezca.

Gunnar no le dio la razón.

—No puede verte.

Y comprendí que el misterioso explorador era un fantasma, muerto desde hacía años, un fantasma a quien Gunnar podía ver y oír, un fantasma que le traía noticias de su madre, un fantasma que era el esbirro de la madre de Gunnar, que por otra parte no estaba lejos de donde nos encontrábamos. Y eso era lo que no me encajaba. No podía ser. Estábamos más allá de cualquier tipo de vida civilizada. La madre de Gunnar no podía residir por casualidad cerca de nuestra cabaña.

Entonces me acordé de la dama de los ojos azules que me observaba inquisitivamente desde su retrato encumbrado. La antepasada de Gunnar no era una inuit que viajaba con su trineo y sus pieles de foca a cuestas. Era una señora principesca, altiva y hermosa. La madre de Gunnar debía de parecerse a la dueña del cofre de joyas, la propietaria del secreter, la orgullosa señora de Arna que no soportaba estar con su hijo pequeño en una vulgar granja. Y de pronto tuve una intuición de bruja: la dama del retrato era la madre de Gunnar. Y no era humana.

Era una Odish inmortal. Y la única Odish inmortal que podía habitar esos confines de hielo era la que las yeguas Omar habían nombrado y contra la que la oráculo inuit me había puesto sobre aviso. ¡La dama de hielo!

Y grité. Grité como una posesa, como una loca a la que estuviesen torturando, grité y me revolví en el camastro llorando, tirándome del pelo y aquejada de un horroroso ataque de nervios.

No podía creer lo que acababa de comprender de pronto, como un bofetón tremendo. No podía asumir de golpe la naturaleza de Gunnar. ¿Gunnar era hijo de una Odish? Gunnar, mi Gunnar. ¿Era un brujo inmortal que me había utilizado a las órdenes de su madre? ¿Gunnar quería arrebatarme a mi niña, la elegida de la profecía, y entregársela a la dama de hielo para que la sacrificase?

No podía admitir que mi viaje hacia la libertad hubiese sido un viaje hacia la traición.

Mi destino, entonces, era mucho más pavoroso de lo que todas las oráculos habían vaticinado.

Yo era como una araña atrapada en mi propia red.

Había caído en una trampa mortal y era prisionera de mi amor. Él era mi único carcelero y el desierto helado que me rodeaba eran las alambradas de esa cárcel de donde nunca conseguiría huir.

Gunnar me abrazó y golpeó mis mejillas para que recuperara el habla.

—¡Selene, Selene, despierta! Tienes una pesadilla, tranquilízate. Estoy aquí, contigo, nadie puede hacerte daño, no puede pasarte nada.

Y sus palabras mentirosas me hicieron llorar ríos de lágrimas y me deshice de llanto en sus brazos. Y cuanto más me abrazaba y me besaba intentando consolar mi desespero, más pena sentía por mí, por él y por nuestra pobre niña víctima, antes de nacer, de un amor maldito. El que nos pronosticó la bruja Bridget en el monte Domen.

* * *

La caravana se detuvo en medio del campo. Selene apagó los faros y a su alrededor se cernió la oscuridad más absoluta y la noche reinó en toda su plenitud. Luego encendió las luces del minúsculo apartamento y se dio cuenta de que Anaíd lloraba en silencio.

—Venga, ea, ¿qué te pasa ahora?

Anaíd sollozó.

—¿Soy una Odish?

—¡No eres una Odish! —gritó Selene con contundencia—. Y no vuelvas a decir eso.

Anaíd reprimió un gemido, no quería importunar a Selene, pero sentía pena por Gunnar, por su madre, por ella misma.

—Pero... si tengo sangre Odish en mis venas.

Selene se levantó tensa y se puso a hacer estiramientos.

—Me duele todo.

—¿Por qué no contestas a mis preguntas?

—Estoy contestando a muchas de ellas, por orden, explicándote una historia complicada en la que intervienen muchas personas y el destino, el azar, la voluntad. No quieras que simplifique. La vida no es matemática, dos y dos no son cuatro.

Anaíd calló. Selene continuaba destensando los músculos; tantas horas de conducción la tenían agarrotada.

—¿Salimos a dar un paseo?

—Está muy oscuro.

—Lo necesito.

Selene era así, impetuosa. Si le apetecía salir, aunque fuese a cien grados bajo cero y en plena ventisca, lo hacía, como lo había hecho quince años antes yendo hasta el Polo Norte. Funcionaba a ráfagas, a impulsos. Saldría de la caravana lo quisiese Anaíd o no. Y esa vez no quiso quedarse sola. Se sentía frágil y asustada. Los descubrimientos sobre su posible origen la habían afectado más de lo que creía y todo se mezclaba: el rechazo de Roc, la desobediencia a su madre, el miedo a haber hecho algo terrible, su falta de entereza para afrontar su futuro y esa niebla que se iba disipando de su pasado y que le mostraba unas fotografías que no deseaba ver.

—Dame la mano —pidió inusualmente a su madre.

Selene la abrazó.

—¿Te pasa algo?

Anaíd moqueó.

—No me quiere esperar.

—¿Quién?

—Roc.

—¿Estás enamorada de Roc?

—Pero él no lo está de mí. Me dijo que soñaba con besarme, pero no me quiere esperar.

—Hay muchos chicos en el mundo.

Y decidió sincerarse con Selene mientras caminaban juntas en la oscuridad. Era como hablar consigo misma.

—No sé, estoy confusa. Me hizo un regalo esta tarde. Un niño me dio un regalo suyo.

—¿Suyo? —palideció Selene.

—Lo siento, lo siento mucho, te desobedecí. Acepté el regalo de la mano de un niño. Me pareció inofensivo.

Selene palideció aún más.

—Anaíd, nadie sabe dónde estamos. Nadie, ¿me oyes?, nadie.

Anaíd se estremeció.

—Pero nos están siguiendo.

Selene la abrazó.

—¿Tú también te has dado cuenta?

Y de pronto Anaíd ahogó un grito. Sintió una mano, una mano que le oprimía la garganta con fuerza. Boqueó desesperadamente y se desasió. Fue Selene quien, con una determinación sorprendente, sacó su atame y hendió el vacío alrededor de Anaíd. Luego se dirigieron a buen paso hacia la caravana.

—No te detengas, no mires atrás.

Una vez dentro Selene formuló un potente conjuro de protección y luego se lanzó sobre su tesoro más preciado. El cetro de poder estaba en el lugar donde lo dejaron.

Selene se dirigió a Anaíd.

—Enséñame ese regalo.

Anaíd le mostró los pendientes. Selene los reconoció.

—¡No puede ser!

—¿El qué?

—Él no puede estar aquí.

—¿Quién?

Selene miró a través de la ventana de la caravana escrutando la noche. No vio nada.

—Ahora lo sabrás. Escúchame con atención...

Capítulo 13:La osa blanca

Desde el momento en el que supe que Gunnar era hijo de la dama de hielo, mi amor por él se enfrió como la nieve que cubría nuestra cabaña. Fingí una larga convalecencia y, durante las interminables veladas en las que Gunnar leía a la luz de la lamparilla de gas creyendo que yo dormía, le observaba atentamente, con una mirada nueva, y descubría su impostura, su estudiado desenfado, su falsa apariencia de juventud.

De pronto comprendía muchas de las cosas que había ido pasando por alto: su dilatada experiencia, su sabiduría, su cosmopolitismo y su infinita paciencia. Para alguien que había vivido cien vidas como él y conservaba intactas su belleza y su fuerza, las virtudes que otorgan los años lo impregnaban de un halo de seductor misterioso, aunque supuse que en realidad para él ya nada podía tener importancia o trascendencia.

Gunnar hablaba en primera persona de los vikingos y lo hacía con conocimiento de causa puesto que él mismo fue rey, comerciante, berseker y navegante. Gunnar fue el rey Olafr que enamoró y sedujo a la bella escalda Helga, cuyos huesos se revolvían en su tumba buscando a su amado. La tumba del rey Olafr estaba vacía, puesto que Olafr no murió, simplemente se transformó en Karl, Franz o Ingar. Ingar, el navegante y ballenero que Kristian me recordaba. Ingar no era el abuelo de Gunnar, era Gunnar. Y Gunnar fue el pequeño Harald, a quien atendió Arna en la granja islandesa, cuando los primeros colonos fundaron sus casas y llevaron consigo a sus animales y sus familias. Pero eso debió de ocurrir hacía centenares de años.

Desde entonces Gunnar había recorrido el planeta cientos de veces, hablado infinidad de lenguas, leído miles de libros, amado a millares de mujeres.

¿Qué era yo en medio de esa dilatada experiencia? ¿Qué podía significar un amorío más, un hijo más, un viaje más para alguien que ha recorrido todos los mares y los rincones infinitos de la geografía terrestre y humana?

Me sentí mal, muy mal.

Me hizo creer en el amor. Me hizo sentir la locura, el deseo, la entrega y... todo era mentira. En sus brazos me convenció de que los dos éramos un solo ser..., pero era mentira.

Gunnar sólo quería concebir a la elegida para entregársela a su madre. Gunnar, como el espíritu del explorador, probablemente carecía de voluntad. Era un soldado de la dama de hielo. Actuaba por imperativos maternos y nunca se enamoró de mí ni de la dulce Meritxell.

Era un monstruo.

Estaba claro cómo habían ocurrido los hechos. Se trataba de cambiar la causa y el efecto. No fue Meritxell quien se enamoró de Gunnar, sino que Gunnar engañó a Meritxell y luego me engañó a mí.

Mi sentido de la culpa se diluyó completamente y pasé a considerarme víctima de Gunnar. No podía entender su doble juego de enamorarnos simultáneamente a Meritxell y a mí, pero una cosa me resultaba evidente: Gunnar era mi enemigo y me quería quitar a mi pequeña. Y atando cabos caí en otra obviedad. Mi hija, la pequeña loba que según la vidente ciega Omar era la elegida de la profecía, tenía sangre Odish. Yo misma llevaba sangre Odish en mi cuerpo y daría a luz a una pequeña Odish. Y ésa era la sangre Odish que habían detectado las brujas Omar del clan de la yegua y contra la que pretendían exorcizarme aun a costa de sacrificar a mi bebé. Así pues, huyendo con Gunnar, yo había salvado a mi pequeña y había velado para que la profecía se cumpliese.

¿Y mi niña? ¿Cómo sería? Aunque me había educado en el rechazo a las Odish y había sido aleccionada para temerlas y odiarlas, no pude trasladar ese sentimiento a mi hija. Mi maternidad era mucho más ancestral, antigua y primitiva que todos los convencionalismos entre tribus y facciones. Pasase lo que pasase, la querría.

El tiempo fue avanzando inexorable y yo no me sentía con fuerzas para luchar contra el miedo y la tristeza. La debilidad de mi cuerpo era un lastre. Pasaba las horas tendida en el camastro, dormitando, hibernando, sufriendo en silencio y preguntándome una y otra vez por qué Gunnar me había hecho creer que me amaba.

Su traición era lo que más me dolía y me sentía sola y abandonada en medio de la nada. Nunca había sentido tanta desolación. Nunca había estado tan sola. Nunca había sido tan desgraciada.

Gunnar se tumbaba a mi lado y me acariciaba con dulzura, y una parte de mí quería abandonarse y la otra lo rechazaba con todas sus fuerzas aunque sin poder manifestarlo. Y yo, en medio de ambas, presa de la angustia y el desespero, con ganas de llorar y hasta de morir, sentía que sin la luz del sol me iba apagando y que necesitaba creer en algo para que mi llama no se consumiese de pena.

Gunnar se preocupó. Lo oí discutir una noche con el explorador. Por supuesto, su preocupación poco o nada tenía que ver con el amor. Era una preocupación egoísta. Yo era algo así como una vaca y él tenía comprometido el ternero. Quería alimentarme y lustrar mi piel hasta el final para obtener un buen precio por la mercancía.

Me partía el alma.

—La dama se impacienta —avisó el explorador de voz ronca.

Inmediatamente Gunnar, con voz mucho más susurrante, se incorporó de su asiento.

—Ha esperado miles de años, bien puede esperar unos meses.

El explorador señaló mi vientre.

—Puede haber problemas.

Gunnar le indicó silencio y abrió la puerta de la cabaña invitándolo a salir.

Y yo me di cuenta de que estaba sola, de que por primera vez en mucho tiempo nadie me controlaba. Moví un brazo, el otro, una pierna, la otra. Luego me incorporé con mucho cuidado, me levanté de la cama, mareada, y me arrodillé junto a mi bolsa para recuperar mi atame y mi vara. Hacía días que quería hacerlo. Pero al meter mi mano en el doble fondo de la bolsa me quedé lívida. Imposible. La puse boca abajo y la agité frenéticamente. No cayó nada. Me puse a cuatro patas para buscar debajo de las baldas, y tampoco encontré nada. Volví a hurgar en todos los rincones de mi bolsa de viaje. Nada. Entonces regresó Gunnar.

—¡Selene! ¡Estás bien!

Su voz sonaba sincera. Cualquiera hubiera dicho que su alegría por mi recuperación era auténtica. Decidí que, si él era capaz de mentir con tanto aplomo, yo también. Me llevé la mano al vientre, fingiendo un espasmo.

—Tengo dolores.

Gunnar se sorprendió. Puso su mano sobre mi tripa. Calló y esperó.

—No tienes contracciones.

Un mes antes hubiera pensado que la sabiduría de Gunnar era infinita. Ahora sabía que Gunnar habría puesto esa misma mano sobre montones de vientres y que posiblemente había asistido a multitud de partos. Por eso sabía con tanta precisión cómo tratarme y estaba tan sereno. Pero no podía acusarlo de eso, ni de nada. Entre nosotros sólo reinaba la mentira y la falsedad. Ni siquiera podía darle a entender que buscaba mi vara y mi atame. Si él los había escondido, yo los encontraría, pero para ello tenía que alejarlo de la cabaña.

A Gunnar enseguida le llamó la atención ver mi bolsa vacía en el suelo.

—¿Buscabas algo?

Improvisé con acierto:

—Mis pastillas para la tensión. ¿No las has visto? Estaban en mi bolsa. Son para evitar una subida de tensión; si se me dispara, sufriré un parto prematuro.

Gunnar arrugó el entrecejo.

—¿Tienes problemas de tensión?

Necesitaba algo contundente, definitivo.

—Antes de conocerte estuve a punto de morir una vez. Mi tensión se disparó hasta veintidós, y el médico me dijo que llegado el momento tendría que vigilar el final de mis embarazos si no quería perder a la criatura. Creo que tengo dolores.

Gunnar palideció.

—¿Y por qué no me lo dijiste?

Touché. Había dado en el clavo. Me estaba doctorando en mentir.

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