El descubrimiento de las brujas (9 page)

Read El descubrimiento de las brujas Online

Authors: Deborah Harkness

Tags: #Fantástico

BOOK: El descubrimiento de las brujas
7.22Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pensé en los manuscritos que había consultado durante los últimos días. Mi corazón se estremeció. Sólo había un candidato posible para atraer tanta atención.

—Si no son sus amigos, ¿cómo sabe qué es lo que quieren?

—Me entero de cosas, doctora Bishop. Tengo muy buen oído —dijo con paciencia, volviendo a su formalidad característica—. Soy también bastante observador. En un concierto, el domingo por la noche, dos brujas estaban hablando de una estadounidense, una hermana bruja, que encontró un libro en la Biblioteca Bodleiana que habían dado por perdido. Desde entonces he advertido la presencia de muchas caras nuevas en Oxford, y me incomodan.

—Es Mabon. Eso explica por qué las brujas están en Oxford. —Estaba tratando de ponerme a la altura de su tono paciente, aunque no había respondido a mi última pregunta.

Con una sonrisa sardónica, Clairmont sacudió la cabeza.

—No, no es por el equinoccio. Es por el manuscrito.

—¿Qué sabe usted sobre el Ashmole 782? —pregunté en voz baja.

—Menos que usted —respondió Clairmont, entrecerrando sus ojos hasta convertirlos en pequeñas ranuras. Eso le dio todavía más aspecto de bestia enorme y letal—. Jamás lo he visto. Usted lo ha tenido en sus manos. ¿Dónde está ahora, doctora Bishop? Usted no es tan tonta como para dejarlo en su habitación.

Me sentí consternada.

—¿Usted cree que lo robé? ¿De la Bodleiana? ¿Cómo se atreve a sugerir semejante cosa?

—No lo tenía el lunes por la noche —explicó—. Y no estaba sobre su mesa tampoco hoy.

—Realmente es observador —repliqué bruscamente—, si pudo ver todo eso desde donde estaba sentado. Lo devolví el viernes, si le interesa. —Se me ocurrió, un poco tarde, que podría haber estado hurgando entre las cosas que había sobre mi mesa—. ¿Qué tiene de especial ese manuscrito como para que usted ande husmeando entre los papeles de una colega?

Hizo una ligera mueca, pero mi victoria por atraparlo haciendo algo tan inapropiado fue oscurecida por una punzada de miedo al darme cuenta de que aquel vampiro me estaba siguiendo muy de cerca.

—Simple curiosidad —replicó, mostrando los dientes. Sarah no me había engañado: los vampiros no tienen colmillos.

—Supongo que no esperará usted que me crea eso.

—No me importa lo que usted crea, doctora Bishop. Pero debe estar alerta. Estas criaturas no bromean. Y cuando se den cuenta de que usted es una bruja muy poco convencional… —Clairmont sacudió la cabeza.

—¿Qué quiere decir? —Palidecí, aturdida.

—Es poco habitual en estos tiempos que una bruja tenga tanto… potencial. —La voz de Clairmont se redujo a un ronroneo que vibraba en la parte inferior de su garganta—. No todos pueden verlo… por el momento…, pero yo sí. Hay brillo en usted cuando se concentra. Y también cuando está enfadada. Seguramente los daimones de la biblioteca lo detectarán pronto, si no lo han hecho ya.

—Gracias por la advertencia, pero no necesito su ayuda. —Me dispuse a alejarme con gesto airado, pero él estiró rápidamente la mano y me cogió del brazo, deteniéndome.

—No esté tan segura de ello. Tenga cuidado, por favor. —Clairmont vaciló; su rostro estaba desencajado, alterando sus líneas perfectas mientras luchaba con algo—. Especialmente si ve de nuevo a ese brujo.

Detuve la mirada en su mano sobre mi brazo. Clairmont me soltó. Bajó los párpados y cerró los ojos.

Mi viaje remando de regreso al cobertizo de botes fue lento y regular, pero los movimientos repetitivos no lograron alejar mi persistente confusión e inquietud. De vez en cuando, había una mancha gris en el camino de sirga, pero nada más atrajo mi atención, salvo la gente que regresaba a su casa del trabajo en bicicleta y algún paseante con su perro.

Después de devolver el equipo y cerrar con llave el cobertizo, empecé a avanzar por el camino de sirga con paso firme.

Matthew Clairmont estaba de pie al otro lado del río, delante del cobertizo para barcos de la universidad.

Empecé a correr, y cuando miré atrás por encima de mi hombro había desaparecido.

Capítulo
5

D
espués de la cena me senté en el sofá junto a la chimenea apagada de la sala y encendí mi ordenador portátil. ¿Por qué querría un científico del calibre de Clairmont ver con tanto interés un manuscrito de alquimia —aunque se tratara de uno que estaba embrujado— como para sentarse todo el día en la Bodleiana, frente a una bruja, y revisar viejas notas sobre morfogénesis? Tenía su tarjeta de visita en uno de los bolsillos de mi bolso. La saqué y la apoyé contra la pantalla.

En Internet, debajo de un enlace de una novela de misterio sin ninguna relación con él y los inevitables accesos a las redes sociales, una serie de listas biográficas parecía prometedora: su página web como parte del cuerpo docente, un artículo en Wikipedia y enlaces a los actuales miembros de la Royal Society.

Hice clic en la página web del cuerpo docente y resoplé. Matthew Clairmont era uno de esos profesores a los que no les gustaba poner ninguna información —ni siquiera académica— en la red. En la web de Yale, con una visita se podía conseguir información, contacto y un currículo completo prácticamente de todos los miembros del cuerpo docente. Era evidente que Oxford tenía una actitud diferente con respecto a la privacidad. No era de extrañar que un vampiro enseñara allí.

No había ningún enlace con Clairmont en el hospital, aunque éste figuraba en su tarjeta. Escribí «John Radcliffe Neurociencia» en la ventana de búsqueda y me condujo a una página general de los servicios del departamento. Pero no había ninguna referencia a ningún médico; sólo una larga lista de temas de investigación. Hice clic sistemáticamente en cada título y finalmente lo encontré en una página dedicada al «lóbulo frontal», aunque no había información adicional.

El artículo de Wikipedia no me ayudó mucho más, y el sitio de la Royal Society no fue mejor. Todo lo que parecía apuntar a algo útil en la página principal estaba escondido detrás de las contraseñas. No tuve suerte imaginando cuáles podrían ser el nombre de usuario y la contraseña de Clairmont y me fue denegado el acceso a cualquier cosa tras mi sexto intento fallido.

Frustrada, introduje el nombre del vampiro en los buscadores de revistas científicas.

—Bien. —Me eché hacia atrás satisfecha.

Matthew Clairmont podía no estar muy presente en Internet, pero era indudablemente activo en la bibliografía académica. Después de hacer clic en una ventana para ordenar los resultados por fecha, obtuve su historial intelectual.

Pero mi sentimiento de triunfo inicial se desvaneció. No tenía un historial intelectual. Tenía cuatro.

El primero empezaba con el cerebro. Gran parte de él me superaba, pero Clairmont parecía haber conseguido una reputación científica y médica al mismo tiempo con el estudio de cómo el lóbulo frontal del cerebro procesa los impulsos y los deseos. Había hecho algunos avances muy importantes relacionados con el papel que los mecanismos neuronales tienen en las respuestas de satisfacción retardada, conectados con la corteza prefrontal. Abrí una nueva ventana de navegación para ver un diagrama anatómico y comprobar de qué parte del cerebro se trataba.

Hay quienes sugieren que toda investigación científica es una autobiografía ligeramente velada. Mi pulso se sobresaltó. Dado que Clairmont era un vampiro, yo esperaba que la satisfacción retardada fuera algo en lo que destacaría.

Unos cuantos toques de ratón más me dejaron claro que el trabajo de Clairmont tomaba un sorprendente giro apartándose del cerebro para ocuparse de los lobos…, lobos noruegos, para ser más exactos. Debía de haber pasado una buena cantidad de tiempo en las noches escandinavas durante el transcurso de su investigación, lo cual no era ningún problema para un vampiro, teniendo en cuenta su temperatura corporal y su capacidad de ver en la oscuridad. Traté de imaginarlo con un anorak y la ropa de varios días, con una libreta de notas en medio de la nieve, pero no lo logré.

Después de eso, aparecieron las primeras referencias a la sangre.

Mientras el vampiro estaba con los lobos en Noruega, había empezado a analizar su sangre para determinar grupos de familia y patrones genéticos. Clairmont había aislado cuatro clanes entre los lobos noruegos, tres de los cuales eran autóctonos. Al cuarto pudo rastrearlo en el tiempo hasta llegar a un lobo procedente de Suecia o Finlandia. Llegó a la conclusión de que había una sorprendente cantidad de apareamientos entre manadas que daba como resultado un intercambio de material genético que influía en la evolución de la especie.

En ese momento estaba rastreando rasgos genéticos en otras especies animales y también en seres humanos. Muchas de sus publicaciones más recientes eran técnicas: métodos para colorear muestras de tejido y procesos para utilizar ADN particularmente antiguo y frágil.

Agarré un mechón de mi pelo y tiré con fuerza de él con la esperanza de que la presión aumentara la circulación de la sangre e hiciera que las terminaciones nerviosas de mis cansadas neuronas funcionaran con normalidad otra vez. Aquello carecía de sentido. Ningún científico podía producir tal cantidad de trabajos en tantas disciplinas diferentes. Sólo la adquisición de los conocimientos necesarios requeriría más de una vida,
por lo menos de una vida humana
.

Un vampiro podría conseguirlo, si hubiera estado trabajando en temas como ésos durante varias décadas. ¿Qué edad tenía Matthew Clairmont detrás de esa cara de treinta y tantos?

Me levanté y preparé té para servirme una taza. Con la taza humeante en una mano, rebusqué en mi bolso hasta que encontré mi móvil y marqué un número con el pulgar.

Una de las mejores cosas de los científicos es que llevan siempre sus teléfonos consigo. Y también que contestan al segundo timbrazo.

—Christopher Roberts.

—Chris, soy Diana Bishop.

—¡Diana! —La voz de Chris tenía un tono cariñoso, y había música sonando de fondo—. Me enteré de que has ganado otro premio por tu libro. ¡Felicidades!

—Gracias —dije, cambiando de posición en mi asiento—. Ha sido totalmente inesperado.

—No para mí. Es un trabajo excelente. Y hablando de eso, ¿cómo va la investigación? ¿Ya has terminado de escribir el tema central?

—Me falta mucho todavía —respondí. Eso era lo que debería estar haciendo, no persiguiendo vampiros en Internet—. Escucha, disculpa que te moleste en el laboratorio. ¿Tienes un minuto?

—Por supuesto. —Gritó para que alguien bajara el ruido. Pero siguió con el mismo volumen—. Espera. —Se oyeron ruidos amortiguados, luego silencio—. Así está mejor —dijo tímidamente—. Los nuevos alumnos vienen con mucha energía al principio del semestre.

—Los estudiantes universitarios siempre tienen mucha energía, Chris. —Sentí una ligera punzada, pues echaba de menos las clases y los nuevos estudiantes.

—Tú ya lo sabes. Pero ¿cómo estás tú? ¿Qué necesitas?

Chris y yo nos habíamos hecho cargo de nuestros puestos en el cuerpo docente de Yale el mismo año, y se suponía que él no iba a conseguir la titularidad. Se me adelantó en un año al recibir una beca MacArthur para su brillante trabajo como biólogo molecular.

No se comportó como un genio distante cuando le hice una llamada inesperada para preguntarle por qué un alquimista podría describir dos sustancias calentadas en un alambique como ramas que crecen de un árbol. Nadie más en el departamento de Química había mostrado interés en ayudarme, pero Chris envió a dos estudiantes de doctorado a conseguir los materiales necesarios para repetir el experimento y luego insistió en que fuera al laboratorio personalmente. Observamos a través de las paredes de un vaso de precipitados de cristal cómo un grumo de barro gris pasaba por una gloriosa transformación y se convertía en un árbol rojo con cientos de ramas. Desde entonces éramos amigos.

Respiré hondo.

—He conocido a alguien el otro día.

Chris gritó alborozado. Durante años me había estado presentando hombres que había conocido en el gimnasio.

—No se trata de ningún idilio —me apresuré a decir—. Es un científico.

—Un encantador científico es precisamente lo que necesitas. Necesitas un desafío… y una vida propia.

—Mira quién habla. ¿A qué hora te fuiste del laboratorio ayer? Además, ya hay un científico encantador en mi vida —bromeé.

—No cambies de tema.

—Oxford es una cuidad tan pequeña que no puedo evitar seguir encontrándomelo. Y él parece estar todo el tiempo dando vueltas por aquí. —No era exactamente así, pensé, cruzando los dedos, pero se aproximaba mucho—. He echado una mirada a su trabajo y entiendo la mayor parte, pero debo de estar perdiéndome alguna cosa porque hay algo que no encaja.

—No me digas que es astrofísico —dijo Chris—. Ya sabes que la física no es mi fuerte.

—Se supone que eres un genio.

—Lo soy —replicó de inmediato—. Pero mi genio no incluye los juegos de cartas ni la física. Nombre, por favor. —Chris trataba de ser paciente, pero, para él, ningún cerebro se movía a suficiente velocidad.

—Matthew Clairmont. —Su nombre se me quedó atascado en la garganta, como el olor a clavo la noche anterior.

Chris dejó escapar un silbido.

—El escurridizo y solitario profesor Clairmont. —Se me puso la piel de gallina en los brazos— . ¿Qué le has hecho? ¿Le has hechizado con esos ojos tuyos?

Dado que Chris no sabía que era una bruja, su uso de la palabra «hechizado» fue totalmente fortuito.

—Admira mi trabajo sobre Boyle.

—Bien —se burló Chris—. ¿Le lanzaste una mirada con esos enloquecedores ojos claros y él pensó en la ley de Boyle? Es un científico, Diana, no un monje. Y un científico importante, para ser exactos.

—¿De verdad? —repliqué con voz apenas audible.

—De verdad. Fue un fenómeno, igual que tú, y empezó a publicar cuando todavía era un estudiante. Buen material, nada de tonterías. Trabajos que uno estaría feliz de firmar, si lograra producirlos a lo largo de toda una carrera profesional.

Revisé mis notas, garabateadas en un bloc de papel amarillo rayado.

—¿Ése fue su estudio de los mecanismos neuronales y la corteza prefrontal?

—Veo que has hecho los deberes —dijo en tono de aprobación—. No seguí demasiado los trabajos iniciales de Clairmont, lo que me interesa son sus trabajos sobre química, pero sus publicaciones sobre los lobos tuvieron mucha repercusión.

Other books

2 A Deadly Beef by Jessica Beck
Portland Noir by Kevin Sampsell
Harold Pinter Plays 2 by Harold Pinter
The Starch Solution by McDougall, John, MD
The Forbidden Promise by Rose, Helena
Perfect Mate by Jennifer Ashley
Happy by Chris Scully