Arriba, la habitación estaba profusamente iluminada por las velas y cálida gracias al fuego. Resultaba un misterio de qué forma se las había arreglado Marthe para subir allí, cambiar docenas de velas y encenderlas para que todavía estuvieran ardiendo a la hora de acostarse, pero la habitación no tenía ni un solo enchufe eléctrico, de modo que me sentí doblemente agradecida por sus esfuerzos.
Mientras me cambiaba en el baño detrás de una puerta parcialmente cerrada, oí los planes de Matthew para el día siguiente. Éstos incluían una larga caminata, otro largo paseo a caballo y más trabajo en el estudio.
Estuve de acuerdo con todo, siempre que el trabajo ocupara el primer lugar. El manuscrito de alquimia me estaba llamando y yo estaba ansiosa por estudiarlo más profundamente.
Subí a la enorme cama con dosel de Matthew y él ajustó las sábanas alrededor de mi cuerpo antes de apagar las velas con los dedos.
—Cántame algo —dije, observando sus largos dedos que se movían sin temor sobre las llamas—. Una canción antigua…, una que le guste a Marthe. —La pícara preferencia de ella por las canciones de amor no me había pasado inadvertida.
Guardó silencio durante algunos momentos mientras caminaba por la habitación, apagando las velas y arrastrando sombras detrás de él a medida que la habitación se iba oscureciendo. Empezó a cantar con su rica voz de barítono:
Ni muer ni viu ni no guaris,
ni mal no-m sent e si l’ai gran,
quar de s’amor no suy devis.
Ni no sai si ja n’aurai ni quan,
qu’en lieys es tota le mercés
que-m pot sorzer o decaer.
La canción estaba llena de anhelos y exhalaba tristeza. Cuando regresó a mi lado, la canción había terminado. Matthew dejó una vela encendida junto a la cama.
—¿Qué significa la letra? —busqué su mano.
—«Ni morir, ni vivir, ni curar, no hay dolor en mi enfermedad, porque no estoy lejos de su amor». —Se inclinó sobre mí y me besó en la frente—. «No sé si alguna vez lo tendré, pues toda la piedad que me hace crecer o decaer está en su poder».
—¿Quién escribió eso? —quise saber, impresionada por lo apropiado de las palabras cuando eran cantadas por un vampiro.
—Mi padre lo escribió para Ysabeau. Aunque otra persona se llevó la fama —explicó Matthew con sus ojos brillantes y una amplia y satisfecha sonrisa. Tarareó la canción entre dientes mientras bajaba. Permanecí acostada en su cama, sola, con la mirada fija en la última vela hasta que se consumió por completo.
21
E
l vampiro con una bandeja de desayuno me dio la bienvenida a la mañana siguiente después de mi ducha.
—Le dije a Marthe que querías trabajar esta mañana —explicó Matthew, levantando la tapa que mantenía caliente la comida.
—Entre los dos me estáis malcriando. —Desdoblé la servilleta, sentada en un sillón cercano.
—No creo que tu carácter corra peligro alguno. —Matthew se agachó y me dio un beso prolongado. Sus ojos estaban brumosos—. Buenos días. ¿Has dormido bien?
—Estupendamente. —Agarré el plato de sus manos mientras mis mejillas se enrojecían al evocar la invitación que le había hecho la noche anterior. Todavía sentía una punzada de dolor al recordar su amable rechazo, pero el beso de esa mañana confirmó que habíamos sobrepasado los límites de la amistad y nos estábamos moviendo en una nueva dirección.
Después de mi desayuno bajamos, encendimos nuestros ordenadores y nos pusimos a trabajar. Matthew había dejado un ejemplar del siglo XIX normal y corriente de una traducción inglesa de la Biblia Vulgata sobre la mesa junto al manuscrito.
—Gracias —le dije por encima de mi hombro mientras la sostenía en alto.
—La encontré abajo. Parece ser que la que yo tengo no es suficientemente buena para ti. — Esbozó una sonrisa burlona.
—Me niego absolutamente a utilizar una Biblia de Gutenberg como libro de referencia, Matthew. —Mi voz salió más severa de lo que quería, lo que hizo que pareciera una rígida maestra de escuela.
—Me sé la Biblia de memoria. Si quieres saber algo, simplemente pregúntame —sugirió.
—Tampoco te voy a usar a ti como un libro de referencia.
—Como quieras —dijo, encogiéndose de hombros con otra sonrisa.
Con el portátil a mi lado y un manuscrito de alquimia delante de mí, pronto estuve absorta en la lectura, analizando y registrando mis ideas. Hubo un incidente molesto cuando le pedí a Matthew algo que sirviera de peso para sujetar las páginas del libro mientras yo escribía. Rebuscó y encontró una medalla de bronce con un retrato de Luis XIV y un pequeño pie de madera que me aseguró que provenía de un ángel alemán. No estaba dispuesto a entregar esos dos objetos sin asegurarse de su devolución. Finalmente quedó satisfecho con varios besos más.
Aurora Consurgens
era uno de los textos más hermosos de la tradición alquímica, una meditación sobre la figura femenina de la sabiduría así como una exploración de la reconciliación química de fuerzas naturales opuestas. El texto en la copia de Matthew era casi idéntico a las versiones que había consultado en Zúrich, Glasgow y Londres. Pero las ilustraciones eran muy diferentes.
La artista, Bourgot Le Noir, había sido una verdadera maestra en su arte. Cada iluminación era precisa y estaba ejecutada a la perfección. Pero su talento no estaba simplemente en el dominio técnico. Sus representaciones de los personajes femeninos indicaban una sensibilidad diferente. La Sabiduría de Bourgot estaba llena de fuerza, pero también había algo suave en ella. En la primera ilustración, donde la Sabiduría protegía la personificación de los siete metales con su capa, tenía una expresión de orgullo feroz, maternal.
Había dos miniaturas —tal como Matthew había asegurado— que no estaban incluidas en ninguna copia conocida del
Aurora Consurgens
. Ambas aparecían en la parábola final, dedicada a la boda química del oro y la plata. La primera acompañaba las palabras pronunciadas por el principio femenino en el cambio alquímico. Con frecuencia representada como una reina vestida de blanco con emblemas de la luna para mostrar su asociación con la plata, había sido transformada por Bourgot en una criatura hermosa y terrorífica con serpientes plateadas en lugar de pelo, su cara ensombrecida como una luna eclipsada por el sol. En silencio leí el texto que la acompañaba, traduciendo el latín al inglés: «Vuélvete a mí con todo tu corazón. No me rechaces porque esté oscura y en sombras. El fuego del sol me ha cambiado. Los mares me han envuelto. La tierra ha sido corrompida debido a mi trabajo. La noche cayó sobre la tierra cuando me hundí en la profundidad cenagosa, y mi sustancia quedó escondida».
La Reina Luna sostenía una estrella en una palma extendida. «Desde las profundidades del agua te grité y desde las profundidades de la tierra llamaré a aquellos que pasan junto a mí — continué traduciendo—. Búscame. Mírame. Y si encuentras a otro que sea como yo, le entregaré el lucero del alba». Mis labios formaban las palabras y la iluminación de Bourgot le daba vida al texto en la expresión de la Reina Luna, que mostraba tanto su miedo al rechazo como su tímido orgullo.
La segunda imagen única aparecía en la página siguiente y acompañaba a las palabras pronunciadas por el principio masculino, el áureo Rey Sol. Se me erizó el pelo de la nuca ante la representación de Bourgot de un pesado sarcófago de piedra, con su tapa apenas abierta para descubrir un cuerpo dorado tendido en su interior. Los ojos del rey estaban cerrados en paz, y había una expresión de esperanza en su rostro, como si estuviera soñando con su liberación. «Saldré ahora y recorreré la ciudad. En sus calles buscaré a una mujer pura con la que me casaré —leí—, con hermoso rostro, cuerpo todavía más hermoso, vestimentas espléndidas. Ella apartará la piedra de la entrada de mi tumba haciéndola rodar y me dará las alas de una paloma para que pueda volar con ella a los cielos para vivir durante toda la eternidad y llegar al reposo». El pasaje me hizo recordar el amuleto de Betania de Matthew, el diminuto ataúd de plata de Lázaro. Busqué la Biblia.
—Marcos 16, Salmos 55 y Deuteronomio 32, línea 40. —La voz de Matthew resonó en el silencio, soltando referencias como concordancias bíblicas automáticas.
—¿Cómo sabes lo que estaba leyendo? —Me giré en mi asiento para poder verlo mejor.
—Estabas moviendo los labios —respondió, sin apartar la mirada de la pantalla de su ordenador mientras sus dedos golpeaban las teclas.
Apreté los labios y volví al texto. El autor se había servido de todos los pasajes bíblicos que se correspondieran con la historia alquímica de la muerte y la creación, parafraseándolos y uniéndolos entre sí. Arrastré la Biblia sobre el escritorio. Estaba encuadernada en cuero negro y una cruz dorada adornaba la tapa. La abrí en el Evangelio de Marcos, recorrí el capítulo 16. Allí estaba, Marcos 16, 3: ·Se decían unas a otras: ―Quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro?‖ª.
—¿Lo has encontrado? —preguntó Matthew con delicadeza.
—Sí.
—Bien.
La habitación quedó en silencio otra vez.
—¿Dónde está la línea sobre el lucero del alba? —A veces mi formación pagana se convertía en un serio problema profesional.
—Apocalipsis 2, línea 28.
—Gracias.
—Ha sido un placer. —Desde la otra mesa me llegó una risa ahogada. Incliné mi cabeza sobre el manuscrito y la ignoré.
Al cabo de dos horas de leer letra gótica diminuta y de buscar las referencias bíblicas correspondientes, estaba más que dispuesta a ir a cabalgar cuando Matthew sugirió que era hora de hacer una pausa. Como premio adicional, prometió contarme durante el almuerzo cómo había conocido al fisiólogo del siglo XVII William Harvey.
—No es una historia demasiado interesante —había protestado Matthew.
—Tal vez no para ti. Pero ¿para una historiadora de la ciencia? Es lo máximo a lo que puedo aspirar en cuanto a cercanía con el hombre que llegó a la conclusión de que el corazón era una bomba.
No habíamos visto el sol desde que llegamos a Sept-Tours, pero a ninguno de los dos nos importó. Matthew parecía más relajado y yo estaba asombrosamente feliz de estar fuera de Oxford. Las amenazas de Gillian, la fotografía de mis padres, incluso Peter Knox…, todos se iban alejando a medida que iban pasando las horas.
Cuando salimos a caminar por los jardines, Matthew charló animadamente sobre un problema en el trabajo que implicaba una parte de la cadena de ADN que debía haber estado presente en una muestra de sangre, pero no estaba. Bosquejó un cromosoma en el aire en un esfuerzo por ser más claro en su explicación, señalando el área en cuestión, y asentí con la cabeza a pesar de que la parte central del asunto siguió siendo un misterio para mí. Las palabras continuaron saliendo de su boca, y puso un brazo sobre mi hombro, atrayéndome hacia él.
Dimos la vuelta en una línea de setos. Un hombre de negro estaba apostado en el exterior del portón que habíamos atravesado en nuestro paseo del día anterior. La forma de apoyarse sobre un castaño, con la elegancia de un leopardo que merodea, indicaba que se trataba de un vampiro.
Matthew me arrastró para colocarme detrás de él.
El hombre se apartó elegantemente del tronco rugoso del árbol y se dirigió hacia nosotros. El hecho de que se trataba de un vampiro fue entonces confirmado por su piel anormalmente blanca y sus inmensos ojos oscuros, realzados por su chaqueta de cuero negra, vaqueros y botas también negros. A aquel vampiro no le importaba llamar la atención. Su expresión lobuna era la única imperfección en un rostro por lo demás angelical, con facciones simétricas y pelo oscuro que se rizaba hasta el cuello. Era más bajo y más ligero que Matthew, pero el poder que transmitía era innegable. Sus ojos enviaron una profunda frialdad por debajo de mi piel, donde se extendió como una mancha.
—Domenico —dijo Matthew tranquilamente, aunque su voz era más fuerte que de costumbre.
—Matthew. —La mirada que el vampiro le dirigió a Matthew estaba llena de odio.
—Han pasado muchos años. —El tono informal de Matthew indicaba que la aparición repentina del vampiro era un acontecimiento cotidiano.
Domenico parecía pensativo.
—¿Cuándo fue la última vez? En Ferrara? Estábamos ambos luchando contra el papa…, aunque por razones diferentes, si mal no recuerdo. Yo estaba tratando de salvar Venecia. Tú intentando salvar a los templarios.
Matthew asintió lentamente con la cabeza, con los ojos fijos en el otro vampiro.
—Supongo que tienes tener razón.
—Después de eso, amigo mío, parece que desapareciste. Compartimos tantas aventuras en nuestra juventud: en los mares, en Tierra Santa. Venecia estaba siempre llena de diversiones para un vampiro como tú, Matthew. —Domenico sacudió la cabeza como si sintiera pena. El recién llegado parecía veneciano… o un cruce impuro entre un ángel y un demonio—. ¿Por qué no viniste a visitarme al pasar de Francia a alguno de tus otros refugios?
—Si te ofendí, Domenico, seguramente fue hace demasiado tiempo como que nos preocupemos por ello ahora.
—Quizás, pero hay una cosa que no ha cambiado en todos estos años. Siempre que hay una crisis, hay un Clermont cerca. —Se volvió hacia mí y una expresión de codicia apareció en su rostro—. Ésta debe ser la bruja sobre la que tanto he oído hablar.
—Diana, vuelve a casa —dijo Matthew bruscamente.
La sensación de peligro era palpable, y vacilé, pues no quería dejarlo solo.
—Vete —insistió. Su voz era tan afilada como una espada.
Nuestro vampiro visitante descubrió algo por encima de mi hombro y sonrió. Una brisa helada me rozó al pasar y un brazo frío y duro se entrelazó con el mío.
—Domenico —vibró la musical voz de Ysabeau—. ¡Qué visita tan inesperada!
Él hizo una reverencia formal.
—Mi señora, es un placer verte con tan buena salud. ¿Cómo supiste que yo estaba aquí?
—Te olfateé —respondió Ysabeau desdeñosamente—. Vienes aquí, a mi hogar, sin ser invitado. ¿Qué diría tu madre si supiera que te portas de esta manera?
—Si mi madre todavía estuviera viva, podríamos preguntarle —replicó Domenico con una brutalidad apenas disimulada.
—Maman, lleva a Diana de vuelta a la casa.
—Por supuesto, Matthew. Os dejaremos para que podáis hablar. —Ysabeau se volvió, arrastrándome a mí con ella.
—Me iré más rápidamente si me permites entregar mi mensaje —advirtió Domenico—. Si tengo que volver, no lo haré solo. La visita de hoy era una cortesía para ti, Ysabeau.