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Authors: Paulo Coelho

Tags: #Novela

El Demonio y la señorita Prym (11 page)

BOOK: El Demonio y la señorita Prym
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—Lo único que debemos hacer es llamar a la policía —dijo el terrateniente —. Está claro que ese oro no existe; creo que ese individuo pretende seducir a mi criada.

—No sabes de qué hablas porque tú no estuviste allí —respondió el alcalde —. El oro existe, la señorita Prym no arriesgaría su reputación sin tener pruebas palpables. Pero eso no cambia nada: tenemos que llamar a la policía. El extranjero debe de ser un ladrón, hay un precio por su cabeza; a buen seguro ha venido aquí a ocultar el botín de algún robo.

—¡Menuda tontería! —dijo la mujer del alcalde —.

Si fuera cierto, ese hombre procuraría ser más discreto.

—Tanto da. Debemos llamar a la policía inmediatamente.

Todos estuvieron de acuerdo. El sacerdote les sirvió unas copas de vino, para calmar los ánimos. Empezaron a pensar qué dirían a la policía, ya que, en realidad, no tenían ninguna prueba contra el extranjero; era muy posible que todo terminara con el encarcelamiento de la señorita Prym, por incitación al crimen.

—La única prueba es el oro. Sin el oro, —no hay nada que hacer.

Claro. Pero ¿dónde estaba el oro? Sólo lo había visto una persona, y ella no sabía dónde estaba escondido.

El sacerdote sugirió que organizaran grupos de búsqueda. La dueña del hotel retiró la cortina de la sacristía, que daba al cementerio; les mostró las montañas de un lado, el valle de abajo, y las montañas del otro lado.

—Necesitaríamos cien hombres durante cien años.

El terrateniente lamentó para sus adentros que hubieran construido el cementerio en ese lugar; la vista era preciosa, y a los muertos no les hacía ninguna falta.

—En otra ocasión, me gustaría hablar con usted del cementerio —dijo al sacerdote —. Le puedo proporcionar un solar mucho mayor para los muertos, cerca de aquí, a cambio del terreno que hay junto a la iglesia.

—Nadie querría comprarlo, ni vivir en un lugar donde antes reposaban los muertos.

—Tal vez nadie del pueblo, pero hay turistas que van como locos por las casas de veraneo, y sólo sería cuestión de pedir a la gente de Viscos que no dijera nada. Aportaría más dinero para el pueblo y más impuestos para el ayuntamiento.

—Tiene razón. Sólo es cuestión de que nadie diga nada. No será muy difícil.

Y, de repente, se hizo el silencio. Un largo silencio que nadie se atrevía a romper. Las dos mujeres contemplaban el paisaje, el cura se puso a abrillantar una pequeña imagen de bronce, el terrateniente se sirvió otro vaso de vino, el herrero se desató y ató los cordones de los dos zapatos. El alcalde consultaba su reloj continuamente, como si quisiera insinuar que tenía otros compromisos.

Pero nadie se movía; todos sabían que los habitantes de Viscos no dirían nada, si aparecía algún comprador interesado en el terreno que albergaba el cementerio; y lo harían por el placer de ver a un nuevo vecino en un pueblo que corría el peligro de desaparecer. Sin cobrar ni un céntimo por su silencio.

"¿Se imaginan que tuviéramos dinero?"

"¿Se imaginan que tuviéramos dinero suficiente para el resto de nuestras vidas?"

"¿Se imaginan que tuviéramos dinero suficiente para el resto de nuestras vidas y las de nuestros hijos?"

En aquel preciso momento, una ráfaga de viento cálido, absolutamente inesperado, penetró en la sacristía.

—¿Qué nos propones? —dijo el sacerdote, después de cinco largos minutos.

Todos se volvieron hacia él.

—Si la gente de Viscos no dice nada, podríamos seguir adelante con las negociaciones —respondió el terrateniente, eligiendo cuidadosamente sus palabras, de modo que pudiera ser mal interpretado, o bien interpretado, dependiendo del punto de vista.

—Son buenas personas, trabajadoras y discretas —continuó la dueña del hotel, utilizando la misma estratagema —. Hoy mismo, por ejemplo, cuando el repartidor del pan quiso saber lo que estaba pasando, nadie le dijo nada. Creo que podemos confiar en ellos.

Un nuevo silencio. Sólo que esta vez era un silencio opresivo, imposible de disfrazar. A pesar de ello, siguieron el juego, y el herrero tomó la palabra.

—El problema no está en la discreción de la gente del pueblo, sino en el hecho de saber que hacerlo es inmoral e inaceptable.

—¿De hacer qué?

—Vender tierra sagrada.

Un suspiro de alivio recorrió la sala; ya podían pasar al debate moral, porque la parte práctica había avanzado bastante.

—Lo inmoral es ver la decadencia de nuestro Viscos —dijo la mujer del alcalde —. Ser conscientes de que somos los últimos habitantes del pueblo, y de que el sueño de nuestros abuelos, de los antepasados, de Ahab, de los celtas, terminará en pocos años. Y nosotros no tardaremos mucho en abandonar el pueblo, ya sea para ir a un asilo o para implorar a nuestros hijos que cuiden de unos viejos enfermos, raros, incapaces de adaptarse a la vida de la gran ciudad, nostálgicos de todo lo que han dejado atrás, tristes porque no han tenido la satisfacción de entregar a la nueva generación el regalo que recibieron de sus padres. —Tienes razón —dijo el herrero —. Lo que es inmoral es la vida que llevamos. Cuando Viscos esté casi en ruinas, estos campos estarán abandonados o los comprarán por una miseria; llegarán las máquinas, construirán buenas carreteras. Las casas serán demolidas, almacenes de acero sustituirán aquello que fue construido con el sudor de nuestros antepasados. El campo tendrá una agricultura mecanizada, los trabajadores vendrán durante el día y de noche volverán a sus casas, que estarán muy lejos de aquí. ¡Qué vergüenza para nuestra generación! Permitimos que nuestros hijos se marcharan, fuimos incapaces de retenerlos a nuestro lado.

—¡Hemos de salvar el pueblo como sea! —exclamó el terrateniente, que tal vez era el único que saldría beneficiado con la decadencia de Viscos, puesto que podría comprarlo todo antes de revenderlo a cualquier industria importante. Pero no le interesaba vender abajo precio unas tierras en donde podía haber una fortuna enterrada.

—¿Algún comentario, señor cura? —preguntó la dueña del hotel.

—En mi religión, que es lo único que conozco bien, el sacrificio de una sola persona salvó a toda la humanidad.

Hubo un tercer silencio, pero éste fue más breve.

—Tengo que prepararme para la misa del sábado —dijo —. Podríamos quedar a última hora de la tarde.

Se pusieron de acuerdo de inmediato, se dieron cita al final del día, parecía que todos tuvieran mucha prisa, como si algún asunto muy importante los estuviera esperando.

Sólo el alcalde conservó la sangre fría.

—Lo que acaba de decir es muy interesante, un tema excelente para un buen sermón. Creo que hoy todos nosotros deberíamos ir a misa.

Chantal ya no tenía ninguna duda; se dirigía hacia la roca en forma de Y pensando en lo que haría en cuanto tuviera el oro. Volvería a casa, cogería el dinero que tenía guardado allí, se pondría ropa más resistente, bajaría por la carretera hasta el valle y haría autostop. Nada de apuestas: aquel pueblo no merecía la fortuna que había tenido al alcance de las manos. Nada de maletas, no quería que supieran que abandonaba Viscos para siempre; con sus bellas e inútiles historias, sus habitantes amables y cobardes, su bar siempre lleno de personas que hablaban siempre de lo mismo, la iglesia adonde nunca iba. Claro que cabía la posibilidad de que se encontrase con la policía esperándola en la estación de autobuses, de que el extranjero la acusara de robo, etc. Pero ahora estaba dispuesta a correr cualquier riesgo.

El odio que había sentido media hora antes se había transformado en un sentimiento mucho más agradable: la venganza.

Se alegraba de haber sido ella quien, por primera vez, había mostrado a todas esas personas la maldad que tenían escondida en el fondo de sus almas ingenuas y falsamente bondadosas. Todos soñaban con un posible crimen; pero sólo lo soñaban, porque nunca harían nada. Dormirían durante el resto de sus pusilánimes vidas repitiéndose a sí mismos que eran nobles, incapaces de cometer una injusticia, dispuestos a defender el orgullo de la aldea a cualquier precio, pero sabiendo que sólo el terror les había impedido matar a un inocente. Se alabarían a sí mismos todas las mañanas por haber mantenido la integridad, y todas las noches se arrepentirían de haber perdido su oportunidad.

Durante los próximos tres meses, en el bar, no se hablaría de otra cosa que de la honestidad y generosidad de los hombres y mujeres del pueblo. Inmediatamente después llegaría la temporada de caza, y pasarían un cierto tiempo sin tocar el tema. No era necesario que los forasteros estuvieran al corriente, puesto que, a ellos, les gustaba creer que se encontraban en un lugar remoto, en donde todos eran amigos, el bien imperaba, la naturaleza era generosa y los productos regionales que estaban expuestos a la venta en el pequeño estante —que la dueña del hotel llamaba la "tiendecita" — estaban impregnados de este amor desinteresado.

Pero la temporada de caza terminaría y después tendrían libertad para hablar de nuevo del tema.

Esta vez, debido a las muchas tardes pasadas soñando con el dinero perdido, empezarían a imaginar hipótesis para la situación: ¿por qué nadie, amparado por la oscuridad de la noche, no había tenido valor para matar a una vieja inútil como Berta a cambio de los diez lingotes de oro? ¿Por qué no había tenido lugar un accidente de caza con el pastor Santiago, quien, todas las mañanas, llevaba su rebaño a las montañas? Barajarían varias hipótesis, primero con cierto pudor, después, con rabia.

Al cabo de un año, todos se odiarían mutuamente: el pueblo había tenido una oportunidad y la había dejado escapar. Preguntarían por la señorita Prym, que había desaparecido sin dejar rastro, tal vez llevando consigo el oro que el extranjero había escondido. Hablarían mal de ella, la huérfana, la ingrata, la pobre chica a la que todos se esforzaron por ayudar cuando murió su abuela, que trabajaba en el bar porque no había podido agenciarse un marido y desaparecer, que dormía con huéspedes del hotel, normalmente hombres mucho mayores que ella, que lanzaba miradas seductoras a todos los turistas mendigando una propina extra.

Se pasarían el resto de sus vidas entre la autoconmiseración y el odio; Chantal era feliz, ésa era su venganza. Jamás olvidaría las miradas de las personas que había alrededor de la furgoneta, implorando su silencio por un crimen que nunca se atreverían a cometer, para después volverse en su contra, como si fuera ella la culpable de que toda esa cobardía hubiera salido, finalmente, a la luz.

"Abrigo. Los pantalones de cuero. Me pongo dos camisetas, ato el oro a mi cintura. Abrigo. Los pantalones de cuero. Abrigo..."

Ya se encontraba delante de la roca en forma de Y. Junto a ella estaba la rama que había utilizado para cavar la tierra dos días antes. Saboreó por un instante el gesto que la transformaría de persona honrada en ladrona.

Nada de eso. El extranjero la había provocado, y recibiría su merecido. No estaba robando, sino cobrando su salario por desempeñar el papel de portavoz de aquella comedia de mal gusto. Se merecía aquel oro —y mucho más — por haber visto las miradas de asesinos sin crimen alrededor de la furgoneta, por haber vivido allí toda su vida, por las tres noches sin dormir, por su alma que ahora estaba perdida, si es que existe el alma y la perdición.

Cavó la tierra que ya estaba blanda y vio el lingote. Al verlo, también oyó un ruido.

La habían seguido. Automáticamente, echó un puñado de tierra en el agujero, consciente de que se trataba de un gesto inútil. Después, se volvió, dispuesta a contar que estaba buscando el tesoro en ese sendero porque sabía que el extranjero iba a pasear por allí y que hoy había notado que la tierra estaba removida.

Pero lo que vio la dejó sin habla, porque no le interesaban los tesoros, los pueblos decadentes, la justicia, ni la injusticia: sólo la sangre. La mancha blanca en la oreja izquierda.

El lobo maldito.

Se encontraba entre ella y el árbol más próximo; era imposible pasar por delante del lobo. Chantal permaneció completamente inmóvil, hipnotizada por los ojos azules del animal; su cabeza trabajaba a un ritmo frenético pensando cuál debía ser su siguiente paso. La rama: demasiado débil para contener la embestida del lobo; subir a la roca en forma de Y: demasiado baja; no creer la leyenda y asustarlo, tal como haría con cualquier otro lobo que apareciera solo: demasiado arriesgado. Más le valía creer que todas las leyendas tienen siempre una verdad escondida.

"Castigo."

Un castigo injusto, como todo lo que le había sucedido en la vida. Parecía como si Dios la hubiera elegido para demostrar su odio por el mundo.

Instintivamente, puso la rama en el suelo y, en un movimiento que le pareció eterno por lo lento, se protegió el cuello con los brazos; no podía dejar que el lobo se lo mordiera. Lamentó no llevar puestos los pantalones de cuero; el segundo lugar de más riesgo sería la pierna, por donde circula una vena que, una vez rota, la dejaría sin sangre —en diez minutos; o al menos eso era lo que decían los cazadores para justificar sus botas altas.

El lobo abrió la boca y gruñó. Un gruñido sordo, peligroso, de quien no amenaza sino que ataca. Ella mantuvo la mirada fija en sus ojos, aunque el corazón se le salía por la boca, porque ya le estaba enseñando los dientes.

Todo era cuestión de tiempo; o la atacaba o se iba, pero Chantal sabía que atacaría. Estudió el terreno, buscó alguna piedra suelta que pudiera hacerla resbalar, pero no vio ninguna. Decidió salir al encuentro del animal; la mordería, correría con el lobo agarrado a su cuerpo hasta el árbol. Debería ignorar el dolor.

Pensó en el oro. Pensó que en breve volvería a buscarlo. Alimentó todas las esperanzas posibles, cualquier cosa que le diera ánimos para enfrentarse a la carne desgarrada por colmillos afilados, el hueso visible, la posibilidad de caer y ser mordida en el cuello.

Se preparó para correr.

En ese instante, como en una película, vio que alguien aparecía por detrás del lobo, aunque estaba a una distancia considerable.

El animal también olisqueó la otra presencia, pero no movió la cabeza, y ella mantuvo la mirada fija. Parecía que era precisamente la fuerza de sus ojos lo que evitaba el ataque, y no deseaba correr ningún riesgo; si había alguien más, las posibilidades de sobrevivir aumentaban, a pesar de que eso le costaría, finalmente, su lingote de oro.

La presencia de detrás del lobo se inclinó silenciosamente y después caminó hacia la izquierda. Chantal sabía que allí había otro árbol, por el que era fácil trepar. En ese momento, una piedra cruzó el aire cayendo cerca del animal. El lobo se giró con una agilidad nunca vista, y salió disparado en dirección a la amenaza.

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