—Yo… —Los pensamientos de Dolly la ruborizaron—. Me temo que no lo sé… No fui yo quien lo encontró, solo me lo dieron para que se lo devolviese a Vivien. Por nuestra cercanía.
Él asintió lentamente.
—Me pregunto, señora Smitham…
—Señorita Smitham.
—Señorita Smitham. —Sus labios se movieron, en un atisbo de sonrisa que sirvió para ruborizarla aún más—. A riesgo de parecer impertinente, me pregunto por qué no se lo devolvió a mi esposa en la cantina del SVM. Con certeza, habría sido más conveniente para una dama ocupada como usted.
Una dama ocupada
. A Dolly le gustó cómo sonaba.
—No es impertinente en absoluto, señor Jenkins. Como sabía lo importante que es para Vivien, quería dárselo cuanto antes. Nuestros turnos no siempre coinciden, ya ve.
—Qué extraño. —Pensativo, cerró el puño en torno al medallón—. Mi esposa se presenta al servicio todos los días.
Antes de que Dolly pudiese responder que nadie iba a la cantina todos los días, que estaban anotados todos los turnos y había una señora Waddingham muy estricta, sonó una llave en la cerradura de la puerta.
Vivien estaba en casa.
Tanto Dolly como Henry miraron fijamente la puerta cerrada de la sala, escuchando los pasos en el vestíbulo. La alegría desbordó el corazón de Dolly, que se imaginó lo feliz que sería Vivien cuando Henry le mostrase el collar, cuando le explicase que Dolly se había encargado de traerlo; cómo la embargaría la gratitud y, sí, el amor, y una sonrisa radiante le iluminaría la cara y diría: «Henry, cariño. Me alegra que por fin hayas conocido a Dorothy. Llevo mucho tiempo pensando en invitarte a tomar el té, querida, pero con este ajetreo ha sido imposible». Y entonces bromearía sobre la estricta tirana de la cantina, y ambas se morirían de la risa, y Henry sugeriría que saliesen a cenar juntos, quizás a su club…
Se abrió la puerta del salón y Dolly se sentó en el borde del asiento. Henry se movió con celeridad para tomar a su esposa entre los brazos. Fue un abrazo duradero, romántico, como si él se anegase en el aroma de ella, y Dolly comprendió, con una pizca de envidia, que Henry Jenkins amaba a su esposa apasionadamente. Ya lo sabía, por supuesto, tras haber leído
La musa rebelde
, pero aquí, en el salón, observándolos, no le quedó duda alguna. ¿En qué estaría pensando Vivien, viéndose con ese doctor cuando un hombre como Henry la quería tanto?
El doctor. Dolly miró a Henry, que tenía los ojos cerrados mientras apretaba con firmeza la cabeza de Vivien contra su pecho; la estrechaba con el ardor que cabría esperar tras meses de ausencia en los que se temió lo peor; y Dolly, de repente, comprendió que lo sabía. Los nervios por el retraso de Vivien, las preguntas incómodas a Dolly, el tono frustrado con el que hablaba de su adorada esposa… Lo sabía. Es decir, lo sospechaba. Y había albergado la esperanza de que Dolly confirmase o disipase sus sospechas. «Oh, Vivien —pensó, entrelazando los dedos mientras miraba a la espalda de la mujer—, ten cuidado».
Henry se apartó al fin y alzó el mentón de su mujer para mirarla fijamente a la cara.
—¿Has tenido un buen día, mi amor?
Vivien esperó hasta que la soltó, tras lo cual se quitó el sombrero del SVM.
—Ajetreado —dijo, alisándose el pelo con unas palmaditas. Dejó el sombrero en una mesilla, junto a una fotografía enmarcada del día de su boda—. Estamos recolectando bufandas y la demanda es enorme. Está tardando más de lo que debería. —Hizo una pausa y prestó atención al ala de su sombrero—. No sabía que estarías en casa tan temprano; habría salido a tiempo para estar contigo.
Él sonrió, desdichado, pensó Dolly, y dijo:
—Quería darte una sorpresa.
—No lo sabía.
—No tenías que saberlo. Por eso es una sorpresa, ¿no? Pillar a una persona desprevenida. —La agarró del codo y giró levemente su cuerpo para que mirase hacia el salón—. Hablando de sorpresas, cariño, tienes una invitada. La señorita Smitham ha venido a saludarte.
Dolly se puso en pie, el corazón a punto de estallar. Por fin había llegado el gran momento.
—Tu amiga ha venido a verte —continuó Henry—. Hemos tenido una deliciosa charla sobre el buen trabajo que haces en el SVM.
Vivien pestañeó al mirar a Dolly, con un gesto del todo inexpresivo, y dijo:
—No conozco a esta mujer.
A Dolly se le cortó la respiración. El salón comenzó a dar vueltas.
—Pero, cariño —dijo Henry—, claro que sí. Te ha traído esto. —Sacó el collar del bolsillo y lo dejó en las manos de su esposa—. Te lo quitarías y se te olvidó.
Vivien le dio la vuelta, abrió el medallón y miró las fotografías.
—¿Por qué tenía mi collar? —dijo, con un tono tan gélido que estremeció a Dolly.
—Yo… —A Dolly le dio vueltas la cabeza. No comprendía lo que estaba ocurriendo, por qué Vivien se comportaba así; después de todas esas miradas, breves, sin duda, pero cargadas de sentimiento, de camaradería; después de todas las veces que se habían observado la una a la otra desde la ventana; después de todo lo que Dolly había imaginado para su futuro. ¿Era posible que Vivien no hubiese entendido, que no supiese lo que significaban la una para la otra, que no soñase también con Dolly y Viv?—. Estaba en la cantina. La señora Hoskins lo encontró y me pidió que se lo devolviera, cuando supo que éramos… —Cuando supo que éramos almas gemelas, excelentes amigas, espíritus afines—. Cuando supo que éramos vecinas.
Las cejas perfectas de Vivien se arquearon y observó a Dolly. Hubo un momento de cavilación y su expresión cambió, de forma sutil.
—Sí. Ahora caigo. Esta mujer es la criada de lady Gwendolyn Caldicott.
Dijo esas palabras con una significativa mirada a Henry, quien cambió de actitud al instante. Dolly recordó el desdén con el cual había hablado de su doncella, a quien habían despedido por robar. Miró esa joya preciosa y dijo:
—¿No es una amiga, entonces?
—Claro que no —dijo Vivien, como si la mera idea la repugnase—. No tengo ninguna amiga a la que no conozcas, Henry, querido. Ya lo sabes.
Miró perplejo a su esposa y asintió fríamente.
—Me pareció extraño, pero insistió mucho. —A continuación, se volvió hacia Dolly, con la duda y la irritación reflejadas en un ceño fruncido que le arrugaba la frente. Se sentía decepcionado, percibió Dolly; peor aún, su expresión estaba teñida de desprecio—. Señorita Smitham —dijo—, le agradezco que haya devuelto el collar de mi esposa, pero ya es hora de que se vaya.
A Dolly no se le ocurrió nada que decir. Estaba soñando, no cabía duda: nada de esto era lo que había imaginado, lo que se merecía, la vida que estaba destinada a vivir. Se despertaría y se encontraría a sí misma riéndose junto a Vivien y Henry mientras tomaban un vaso de whisky y hablaban de las aflicciones de la vida cotidiana, y ella y Vivien, juntas en el sofá, se mirarían la una a la otra y se reirían de la señora Waddingham, y Henry sonreiría con cariño y diría: «Qué par, qué par tan incorregible y encantador».
—¿Señorita Smitham?
Atinó a asentir, recogió el bolso y se escabulló entre ambos de vuelta al vestíbulo.
Henry Jenkins la siguió, dudando brevemente antes de abrirle la puerta de par en par. Su brazo le cortó el camino y Dolly no tuvo más remedio que quedarse donde estaba y esperar a que se decidiese a dejarla marchar. Tuvo la impresión de que Henry estaba pensando qué decir.
—¿Señorita Smitham? —Habló como hablaría a una niña tonta o, peor aún, a una criada insignificante que había olvidado cuál era su lugar, entregada a fantasías rebuscadas y sueños de una vida que no le correspondían. Dolly fue incapaz de mirarlo a los ojos; se sintió desfallecer—. Sal corriendo, sé buena —dijo—. Cuida de lady Gwendolyn y no te metas en más problemas.
Caía el crepúsculo y, al otro lado de la calle, Dolly vio a Kitty y Louisa, que llegaban del trabajo. Kitty alzó la vista y su boca dibujó una «O» al ver lo que estaba ocurriendo, pero Dolly no tuvo ocasión de sonreír, saludar o alegrar la cara. ¿Cómo hacerlo, ahora que todo estaba perdido? ¿Cuando todos sus deseos, todas sus esperanzas habían sido aplastados con tal crueldad?
Universidad de Cambridge, 2011
Había dejado de llover y la luna asomaba entre jirones de nubes. Tras haber visitado la biblioteca de la Universidad de Cambridge, Laurel estaba sentada frente a la capilla de Clare College, a la espera de ser atropellada por un ciclista. No un ciclista cualquiera; tenía en mente a uno en concreto. El oficio de vísperas estaba a punto de terminar; había escuchado en un banco situado bajo un cerezo durante media hora, embelesada por el órgano y las voces. En cualquier momento, sin embargo, todo se detendría y por las puertas saldría la gente, en busca de sus bicicletas apiladas en las rejillas de metal al lado de la entrada, y partiría en todas direcciones. Uno de ellos, esperaba Laurel, sería Gerry; era algo que siempre habían compartido, su amor por la música (ese tipo de música que les permitía vislumbrar respuestas a preguntas que desconocían hasta ese momento) y, en cuanto llegó a Cambridge y vio los carteles que anunciaban el oficio de vísperas, supo que esa era la mejor oportunidad de encontrar a su hermano.
En efecto, pocos minutos después de la asombrosa conclusión de
Regocijo en el cordero
, de Britten, mientras el público comenzaba a salir en parejas y grupos por las puertas de la capilla, un hombre caminaba solo. Una figura alta y desgarbada, cuya aparición en lo alto de las escaleras dibujó una sonrisa en los labios de Laurel, pues una de las bendiciones más sencillas de la vida era, sin duda, conocer a alguien tan bien que bastaba una mirada fugaz para identificarlo incluso al otro lado de un patio a oscuras. La figura subió a la bicicleta y se impulsó con un pie, tambaleándose un poco hasta adquirir ritmo.
Laurel salió a la calle cuando se acercó, saludando y llamándolo por su nombre. Casi la derribó antes de pararse y mirarla perplejo a la luz de la luna. La sonrisa más encantadora iluminó su rostro y Laurel se preguntó por qué no venía de visita más a menudo.
—Lol —dijo—. ¿Qué haces aquí?
—Quería verte. He intentado llamarte; te he dejado mensajes.
—El contestador —Gerry negaba con la cabeza— no dejaba de pitar y esa maldita lucecita roja no paraba de encenderse y apagarse. No funcionaba, creo… Lo tuve que desenchufar.
Era una explicación tan propia de Gerry que, a pesar de lo exasperante que había sido no poder hablar con él, de lo mucho que le había preocupado que estuviese molesto con ella, Laurel no pudo más que sonreír.
—Bueno —dijo—, así tengo una excusa para visitarte. ¿Ya has ido a cenar?
—¿Cenar?
—Ingerir alimentos. Una engorrosa costumbre, lo sé, pero intento hacerlo todos los días.
Gerry se mesó esa maraña de pelo oscuro, como si tratase de recordar.
—Vamos —dijo Laurel—. Yo invito.
Gerry caminó con la bicicleta al lado y hablaron de música mientras se dirigían a una pequeña pizzería construida en un boquete del muro con vistas al Arts Theatre. El mismo lugar, recordó Laurel, donde vio, siendo adolescente,
La fiesta de cumpleaños
, de Pinter.
Estaba tenuemente iluminado, a la luz de unas candelas que parpadeaban en unas ampollas de cristal sobre los manteles a cuadros rojos y blancos. El lugar se encontraba lleno de comensales, pero Gerry y Laurel se sentaron a una mesa libre al fondo, justo al lado del horno de la pizzería. Laurel se quitó el abrigo y un joven de larga cabellera rubia, que formaba tirabuzones en las sienes, les tomó el pedido: pizzas y vino. Volvió en cuestión de minutos con una botella de Chianti y dos vasos.
—Bueno —dijo Laurel, que sirvió el vino—, no sé si atreverme a preguntarte en qué has estado trabajando.
—Hoy mismo he terminado un artículo sobre los hábitos alimentarios de las galaxias adolescentes.
—Hambrientas, ¿no?
—Muchísimo, parece.
—Y mayores de trece años, supongo.
—Un poco. Entre tres y cinco mil millones de años después del Big Bang.
Laurel observó a su hermano, que habló con entusiasmo acerca del telescopio de la ESO en Chile («Es para nosotros lo que un microscopio para los biólogos») y explicó que esas vagas manchas en el cielo eran en realidad galaxias distantes, y había algunas («Es increíble, Lol») cuyo gas parecía no rotar («Ninguna teoría actual lo predice»), y Laurel asintió, si bien se sintió un poco culpable porque en realidad no estaba escuchando en absoluto. Pensaba en cómo, cuando Gerry se entusiasmaba, sus palabras se atropellaban, como si su boca fuese incapaz de seguir el ritmo de esa mente prodigiosa; cómo se detenía para respirar solo cuando no le quedaba más remedio; cómo abría las manos de forma expresiva y estiraba los dedos, pero con precisión, como si sostuviese estrellas en las yemas. Eran las manos de papá, pensó Laurel al mirarlo; los pómulos de papá y la misma mirada amable detrás de las gafas. De hecho, había mucho de Stephen Nicolson en su único hijo. No obstante, Gerry había heredado la risa de su madre.
Dejó de hablar y se bebió el vaso de vino de un trago. A pesar del nerviosismo que atenazaba a Laurel debido a esta búsqueda, en especial por la conversación que se avecinaba, era tan sencillo estar con Gerry que le hacía anhelar algo que no sabía explicar. Recordó cómo solían ser las cosas entre ellos, y deseó saborear ese eco lejano antes de echarlo a perder con su confesión.
—Y ¿qué viene a continuación? —dijo—. ¿Qué puede competir con los hábitos alimentarios de las galaxias adolescentes?
—Voy a crear el mapa más reciente de todo.
—Veo que sigues contentándote con objetivos pequeñitos.
Gerry sonrió.
—Va a ser pan comido… No voy a incluir todo el espacio, solo el cielo. Solo unos quinientos sesenta millones de estrellas, galaxias y otros objetos, y ya.
Laurel sopesaba ese número cuando llegaron las pizzas y el aroma del ajo y la albahaca le recordó que no había comido desde el desayuno. Almorzó con la voracidad de una galaxia adolescente, convencida de que jamás un alimento había sido tan sabroso. Gerry le preguntó acerca de su trabajo y, entre bocado y bocado, Laurel le habló del documental y la nueva versión de
Macbeth
que estaba filmando.
—O, al menos, dentro de poco. Me he tomado un tiempo libre.
Gerry alzó una mano enorme.
—Espera… ¿Tiempo libre?
—Sí.