Negó con la cabeza. Qué granuja engreído era, compadeciéndose de sí mismo cuando Dolly trataba de superar esa enorme pérdida. Aun así, era impropio de ella encerrarse en sí misma; Jimmy tenía miedo: era como si el sol quedase oculto tras las nubes, y así pudiese vislumbrar lo fría que sería su existencia sin ella. Por eso esta noche era tan importante. La carta que le había enviado, su insistencia en que fuese todo encopetado… Era la primera vez, desde el bombardeo de Coventry, que la veía animada y no quería estropearlo. Jimmy volvió su atención al traje. No podía creer que le quedase tan bien: cuando su padre vestía esa prenda, Jimmy tenía la impresión de que era un gigante. Ahora cabía la posibilidad de que hubiese sido solo un hombre.
Jimmy se sentó en la manta desgastada de su estrecha cama y cogió los calcetines. Uno de ellos tenía un agujero que llevaba semanas pensando en zurcir, pero le dio la vuelta para que quedase abajo y decidió que así ya no quedaba mal. Desperezó los dedos de los pies y contempló los zapatos, pulidos, en el suelo, y luego miró el reloj. Aún quedaba una hora para la cita. Se había preparado demasiado pronto. No era de extrañar; Jimmy estaba inquieto como un gato.
Encendió un cigarrillo y se tumbó en la cama, con un brazo detrás de la cabeza. Había algo duro debajo de él; metió la mano bajo la almohada y sacó
De ratones y hombres
. Era un ejemplar de la biblioteca, el mismo que había sacado en el verano del 38, pero Jimmy prefirió pagar el libro perdido antes que devolverlo. Le gustaba la novela, pero no era ese el motivo por el que se la quedó. Jimmy era supersticioso: era el libro que llevaba ese día a la orilla del mar y bastaba mirar la portada para despertar sus más dulces recuerdos. Además, era el lugar perfecto para guardar su posesión más preciada. Escondida ahí dentro, donde nadie salvo él miraría nunca, estaba la fotografía de Dolly en ese campo junto al mar. Jimmy la sacó y alisó una esquina doblada. Dio una calada y soltó el humo, mientras recorría con el pulgar el contorno de su cabello, el hombro, la curva de sus senos…
—¿Jimmy? —Su padre hurgaba en el cajón de los cubiertos al otro lado de la pared. Jimmy sabía que debía ayudarle a encontrar lo que buscaba. Sin embargo, dudó. Gracias a esas búsquedas el anciano tenía algo que hacer, y Jimmy sabía por experiencia que era bueno que un hombre estuviese ocupado.
Volvió a fijarse en la fotografía, como ya había hecho un millón de veces. Se sabía de memoria hasta el menor de los detalles: cómo ensortijaba el pelo alrededor de un dedo, la inclinación de la barbilla, esa mirada desafiante tan propia de Dolly, siempre actuando con más audacia de la que sentía («Un recuerdo mío». Y cómo olvidarla así); casi podía oler la sal y sentir el sol en la piel, el peso de su cuerpo arqueado bajo el suyo cuando la besó…
—¿Jimmy? No encuentro la cosa esa, Jim.
Jimmy suspiró y se dispuso a ser paciente.
—¡Muy bien, papá! —exclamó—. Enseguida voy. —Sonrió compungido a la fotografía: no se sentía del todo cómodo contemplando los senos desnudos de su chica mientras su padre refunfuñaba al otro lado de la pared. Jimmy guardó el retrato entre las páginas del libro y se incorporó.
Se puso los zapatos y se ató los cordones, se quitó el cigarrillo de los labios y miró alrededor de las paredes de su pequeña habitación; desde el comienzo de la guerra no había dejado de trabajar, y el papel verde descolorido estaba cubierto con impresiones de sus mejores fotografías, o al menos sus favoritas. Eran las que había tomado en Dunkerque: un grupo de hombres tan exhaustos que apenas se tenían en pie, que se pasaban el brazo sobre los hombros, uno con un vendaje sucio que le cubría el ojo, y caminaban penosamente, en silencio, con la vista en el suelo, sin pensar en nada salvo el siguiente paso; un soldado dormido en la playa, sin botas, abrazado a una mugrienta cantimplora como si le fuese la vida en ello; unos barcos a la desbandada, aviones que disparaban en las alturas y hombres que habían logrado alejarse solo para caer tiroteados en el agua al intentar escapar del infierno.
Estaban las fotografías que había tomado en Londres desde el comienzo de los bombardeos. Jimmy contempló una serie de retratos en la pared más lejana. Se levantó y fue a echar un vistazo más de cerca. Una familia en el East End cargaba los restos de sus posesiones en una carretilla; una mujer en delantal tendía la ropa en una cocina donde faltaba la cuarta pared, un espacio íntimo de repente hecho público; una madre que leía cuentos a sus seis hijos en el refugio Anderson; el panda de peluche con la mitad de la pierna arrancada; la mujer sentada en una silla con una manta sobre los hombros y una llamarada detrás de ella, donde antes estaba su casa; un anciano que buscaba a su perro entre los escombros.
Esas imágenes lo obsesionaban. A veces sentía que les estaba robando un trozo del alma, que les arrebataba un momento íntimo al tomar la fotografía; pero Jimmy no se tomaba esa transacción a la ligera: quedaban unidos, él y los retratados. Lo observaban desde las paredes y se sentía en deuda con ellos, no solo por haber sido testigo de un instante perpetuado, sino también por la responsabilidad incesante de mantener vivas sus historias. A menudo Jimmy escuchaba los sombríos anuncios de la BBC: «Tres bomberos, cinco policías y ciento cincuenta y tres civiles han perdido la vida» (qué palabras tan pulcras, tan medidas, para describir el horror que había experimentado la noche anterior), y veía las mismas líneas en el periódico, pero eso sería todo. Ya no había tiempo para nada más esos días, no tenía sentido dejar flores o escribir epitafios, pues todo ocurriría de nuevo a la noche siguiente, y a la siguiente. La guerra no dejaba espacio para el dolor personal ni los recuerdos, a los que se habituó de niño en la funeraria de su padre, pero le gustaba pensar que sus fotografías ayudarían a dejar constancia de ello. Un día, cuando ya todo hubiese terminado, tal vez esas imágenes sobrevivirían y las personas del futuro dirían: «Así fue como ocurrió».
Cuando Jimmy llegó a la cocina, su padre ya había olvidado la búsqueda de esa cosa misteriosa y estaba sentado a la mesa, vestido con pantalones de pijama y una camiseta. Daba de comer al canario las migajas de galletas rotas que Jimmy le había comprado muy baratas.
—Toma, Finchie —decía, metiendo el dedo entre las barras de la jaula—. Aquí tienes, Finchie, precioso. Qué buen muchacho. —Giró la cabeza cuando oyó a Jimmy detrás de él—. ¡Hola! Qué elegante, chico.
—En realidad, no, papá.
Su padre lo miraba de arriba abajo y Jimmy rezó en silencio para que no se diese cuenta de la procedencia del traje. A su padre no le habría importado prestárselo (era generoso en extremo), pero era probable que le trajese recuerdos confusos que lo alterarían.
Al final su padre se limitó a asentir con aprobación.
—Estás muy guapo, Jimmy —dijo, con el labio inferior temblando con emoción paternal—. Muy guapo, claro que sí. Qué orgulloso estoy.
—Muy bien, papá, poco a poco —dijo Jimmy con amabilidad—. Me voy a poner cabezón si no tienes cuidado. Y no te gustaría vivir conmigo así.
Su padre, que aún asentía, sonrió levemente.
—¿Dónde está tu camisa, papá? ¿En tu dormitorio? Voy a buscarla, no sea que te resfríes.
Su padre arrastró los pies tras él, pero se detuvo en medio del pasillo. Todavía estaba ahí cuando Jimmy volvió de la habitación, con una expresión desconcertada en el rostro, como si tratara de recordar por qué se había levantado. Jimmy lo agarró del codo y lo guio con cuidado a la cocina. Le ayudó a ponerse la camisa y a sentarse en su asiento habitual; se confundía si utilizaba otro.
La tetera seguía medio llena y Jimmy la volvió a poner a hervir. Era un alivio tener gas de nuevo; unas noches atrás una bomba incendiaria alcanzó la red de suministro y el padre de Jimmy lo pasó mal por tener que acostarse sin su taza de té con leche. Jimmy echó una porción bien medida de hojas de té, con cuidado de no excederse. Quedaban pocas existencias en Hopwood y no quería arriesgarse a quedarse sin té.
—¿Vas a volver a tiempo para la cena, Jimmy?
—No, papá. Hoy voy a salir hasta tarde, ¿recuerdas? Te he dejado unas salchichas en la cocina.
—Vale.
—Salchichas de conejo, qué se le va a hacer, pero te he encontrado algo especial para el postre. Jamás lo adivinarías: ¡una naranja!
—¿Una naranja? —Un recuerdo fugaz iluminó la cara del anciano—. Una vez tuve una naranja en Navidad, Jimmy.
—¿De verdad, papá?
—Cuando yo era un chiquillo, en la granja. Qué naranja más grande y hermosa. Mi hermano Archie se la comió cuando yo no miraba.
La tetera comenzó a silbar y Jimmy la retiró del fuego. Su padre lloraba en silencio, como siempre que mencionaba a Archie, su hermano mayor, muerto en las trincheras hacía veinticinco años o más, pero Jimmy hizo caso omiso. Con el tiempo había aprendido que las lágrimas de su padre por las penas de antaño se secaban tan rápido como venían, que lo mejor era continuar con buen humor.
—Bueno, esta vez no, papá —dijo—. Nadie se va a comer esta salvo tú. —Sirvió un buen chorro de leche en la taza de su padre. Le gustaba el té con mucha leche, una de las pocas cosas que no escaseaban gracias al señor Evans y a las dos vacas que tenía en el granero, al lado de su tienda. El azúcar era otra historia, y Jimmy echó una pequeña ración de leche condensada en su lugar. Lo removió y llevó la taza en un platillo a la mesa—. Escucha, papá, las salchichas están hechas en la sartén para cuando tengas hambre, no es necesario que enciendas el fogón, ¿está bien? —Su padre movía las migas de Finchie por el mantel—. ¿Está bien, papá?
—¿Qué has dicho?
—Tus salchichas ya están cocinadas, no enciendas el fogón.
—Muy bien. —Su padre bebió un sorbo de té.
—Tampoco hace falta abrir los grifos, papá.
—¿Qué has dicho, Jim?
—Yo te ayudo a limpiarte cuando vuelva.
Su padre miró a Jimmy, perplejo por un instante, y dijo:
—Estás muy guapo, muchacho. ¿Vas a salir esta noche?
—Sí, papá. —Jimmy suspiró.
—A un lugar elegante, ¿a que sí?
—Solo voy a ver a alguien.
—¿Una amiga?
Jimmy no pudo contener una sonrisa ante la discreción de la palabra escogida por su padre.
—Sí, papá. Una amiga.
—¿Alguien especial?
—Mucho.
—Tráela a casa un día de estos. —Los ojos de su padre reflejaron por un momento su vieja astucia y picardía y Jimmy sintió una súbita nostalgia del pasado, cuando él era el niño y su padre era quien lo cuidaba. Se avergonzó de inmediato: tenía veintidós años, por el amor de Dios, ya estaba mayor para añorar la infancia. Su vergüenza no hizo sino aumentar cuando su padre sonrió, entusiasta pero inseguro, y dijo—: Trae a esa joven a casa una noche, Jimmy. Deja que tu madre y yo veamos si es bastante buena para nuestro hijo.
Jimmy se agachó para besar a su padre en la cabeza. Ya no se molestaba en explicar que su madre se había ido, que los había dejado solos hacía más de una década por un tipo con un coche elegante y una casa enorme. ¿Para qué decírselo? El viejo era feliz pensando que acababa de salir para esperar en las colas del racionamiento y ¿quién era Jimmy para recordarle la realidad? La vida ya era bastante cruel; no era necesario que la verdad la estropease aún más.
—Cuídate, papá —dijo—. Voy a cerrar con llave al salir, pero la señora Hamblin, la vecina, tiene la llave y te ayudará a ir al refugio cuando empiece el bombardeo.
—Nunca se sabe, Jimmy. Ya son las seis y ni rastro de Adolf. Quizás se ha tomado la noche libre.
—No apostaría por ello. Hay una luna llena que parece la linterna de un ladrón. La señora Hamblin vendrá a buscarte en cuanto suene la alarma.
Su padre jugueteaba con el borde de la jaula de Finchie.
—¿Todo bien, papá?
—Sí, sí. Todo bien, Jimmy. Diviértete y deja de preocuparte tanto. Este vejestorio no va a ir a ninguna parte. No me pasó nada en el último, no me va a pasar nada en este.
Jimmy sonrió y tragó ese bulto que últimamente llevaba siempre en la garganta, una bola de amor y tristeza a la que no podía dar palabras, una tristeza que abarcaba mucho más que a su padre enfermo.
—Así se habla, papá. Que disfrutes del té y de la radio. Estaré de vuelta antes de que notes que me he ido.
Dolly se apresuraba por una calle en Bayswater, a la luz de la luna. Dos noches atrás había caído una bomba en una galería de arte con un ático lleno de pinturas y barnices, y su dueño ausente no había tomado ninguna medida, por lo que todavía era un caos: ladrillos y trozos de madera carbonizada, puertas y ventanas arrancadas, montañas de cristales rotos por todas partes. En la azotea del número 7, donde solía sentarse, Dolly había visto el incendio, las llamaradas imponentes a lo lejos, feroces y espectaculares, que enviaban columnas de humo contra el cielo encendido.
Dirigió la linterna tapada al suelo, esquivó un saco de arena, casi se tropezó con un agujero causado por una explosión y tuvo que esconderse de un guardia diligente en exceso cuando tocó el silbato y le dijo que debería ser una chica sensata y entrar: ¿es que no veía esa luna de bombarderos en lo alto?
Al comienzo, Dolly había tenido miedo de las bombas como todo el mundo, pero últimamente disfrutaba al salir durante un bombardeo. Cuando se lo dijo, a Jimmy le preocupó que, después de lo ocurrido a su familia, Dolly buscara compartir su destino, pero no se trataba de eso, en absoluto. Era algo estimulante, y Dolly experimentaba una curiosa ligereza, un sentimiento muy similar a la euforia, al correr a lo largo de las calles por la noche. No habría querido estar en ningún otro lugar salvo en Londres; esta era su vida, esta guerra, nada así había ocurrido antes, y probablemente nunca volvería a suceder. No, Dolly ya no tenía ni pizca de miedo de ser alcanzada por una bomba; era difícil de explicar, pero, por alguna razón, sabía que no era ese su destino.
Afrontar el peligro y descubrir que no sentía miedo era emocionante. Dolly estaba radiante, y no era la única; una atmósfera especial se había apoderado de la ciudad y a veces parecía que todos en Londres estaban enamorados. Esta noche, no obstante, si se apresuraba entre los escombros era por algo que trascendía la emoción habitual. En realidad, no necesitaba ir corriendo: había salido con tiempo, tras administrar a lady Gwendolyn sus tres copitas de jerez de cada noche, que bastaban para abandonarla en los brazos de un sueño gozoso y dejarla ahí incluso en medio de los ataques aéreos más estrepitosos (la anciana era demasiado grandiosa y melancólica para acudir al refugio), pero Dolly estaba tan emocionada por lo que había hecho que caminar le resultaba físicamente imposible; impulsada por la fuerza de su propia audacia, podría haber corrido cien millas sin cansarse.