El cuento número trece (14 page)

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Authors: Diane Setterfield

BOOK: El cuento número trece
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—¿Que ha desaparecido? ¿Adónde se lo han llevado?

La abuela Stokes se esfumó del porche trasero de su casa y un segundo después su voz estaba perforando el aire en el jardín delantero, pidiendo ayuda.

El barullo fue en aumento.

—¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?

—¡Se lo han llevado! ¡Del jardín! ¡Con el cochecito!

—Vosotros dos id por allí y vosotros por allá.

—Que alguien vaya a buscar a su marido.

Todo el ruido, todo el alboroto, delante de la casa.

Detrás todo estaba en silencio. La colada de Merrily ondeaba bajo el perezoso sol, la pala del señor Griffin descansaba plácidamente sobre la tierra removida, Emmeline acariciaba extasiada los radios plateados y Adeline le daba patadas para que se apartara y pudieran echar el trasto a rodar.

Le habían puesto un nombre. Era el vuum.

Arrastraron el cochecito por las partes traseras de las casas. Era más difícil de lo que habían imaginado. Para empezar, era más pesado de lo que aparentaba y, para colmo, iban empujándolo por un terreno desnivelado. La linde del prado tenía una ligera pendiente que forzaba al cochecito a circular ladeado. Podrían haber colocado las cuatro ruedas sobre la parte plana, pero la tierra, recién removida, era más blanda allí, y las ruedas se hundían en los terrones. Los cardos y las zarzas se enganchaban a las ruedas, frenándolas, y fue un milagro que después de los primeros metros pudieran seguir avanzando, pero las gemelas estaban en su elemento. Empujaban con todas sus fuerzas para llevar ese cochecito hasta su casa, ponían todo su empeño y apenas parecían acusar el esfuerzo. Los dedos les sangraban de arrancar los cardos de las ruedas, pero no cejaban en su propósito, Emmeline todavía entonando su balada al cochecito, acariciándolo furtivamente con los dedos, besándolo.

Por fin llegaron donde terminaban los prados y ante sus ojos apareció la casa, pero en lugar de dirigirse a ella, giraron hacía las laderas del parque de ciervos. Querían jugar. Tras empujar el cochecito hasta la cima de la ladera más larga con su infatigable energía, lo colocaron en la posición debida. Sacaron al bebé, lo dejaron en el suelo y Adeline se subió al vehículo. Con las rodillas pegadas al mentón y las manos aferradas a los lados, tenía la cara blanca. Obedeciendo a una señal de sus ojos, Emmeline empujó el cochecito con todas sus fuerzas.

Al principio el cochecito avanzó despacio; el suelo era escabroso y la ladera, allí arriba, arrancaba en suave pendiente, pero poco a poco fue ganando velocidad. El vehículo negro lanzaba destellos bajo el sol de la tarde mientras las ruedas giraban cada vez más deprisa, hasta que los radios fueron una mancha borrosa y luego incluso dejaron de verse. La pendiente se hizo más pronunciada y los baches del suelo hacían que el cochecito diera bandazos de un lado a otro, amenazando con alzar el vuelo.

Un sonido inundó el aire.

—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!

Era Adeline, aullando de placer mientras el cochecito se precipitaba colina abajo sacudiéndole los huesos y zarandeándole todos los sentidos.

De repente se vio claro lo que iba a suceder.

Una de las ruedas golpeó una roca que sobresalía del suelo. Se produjo una chispa en el momento en que el metal arañó la piedra y de pronto el cochecito ya no iba colina abajo, sino por el aire, volando en dirección al sol con las ruedas hacia arriba. El cochecito trazó una curva nítida sobre el azul del cielo, hasta el momento en que el suelo se elevó violentamente para arrebatárselo y se oyó el sonido escalofriante de algo haciéndose añicos. Con el eco de la euforia de Adeline resonando todavía en el cielo, el silencio lo cubrió todo.

Emmeline echó a correr colina abajo. La rueda que apuntaba al cielo estaba combada y medio arrancada; la otra seguía girando lentamente, perdido todo su brío.

Un brazo blanco asomó por la cavidad aplastada del cochecito negro y cayó en un ángulo extraño sobre el suelo pedregoso. En la mano había manchas moradas de zarzamora y arañazos de cardo.

Emmeline se arrodilló. Dentro del cochecito reinaba la oscuridad.

Pero había movimiento. Dos ojos verdes le devolvieron la mirada.

—¡Vuum! —exclamó, y sonrió.

El juego había terminado. Ya era hora de volver a casa.

Aparte de contar la historia propiamente dicha, la señorita Winter hablaba poco durante nuestras reuniones. Los primeros días le preguntaba: «¿Qué tal?» al entrar en la biblioteca, pero ella se limitaba a responder: «Enferma. ¿Qué tal usted?», con un dejo malhumorado en la voz, como si fuera boba por preguntar. Nunca respondía a su pregunta y ella tampoco lo esperaba, de modo que pronto cesaron tales intercambios. Entraba con sigilo, exactamente un minuto antes de la hora, ocupaba mi lugar en la butaca instalada al otro lado de la chimenea y sacaba mi libreta de la bolsa. A renglón seguido, sin preámbulos, ella retomaba la historia donde la había dejado. El final de esas sesiones no estaba regido por el reloj. A veces la señorita Winter hablaba hasta alcanzar una pausa natural al término de un episodio. Pronunciaba las últimas palabras y el carácter irrevocable del cese de su voz resultaba inconfundible. Seguidamente se producía un silencio tan elocuente como el espacio en blanco al final de un capítulo. Yo hacía una última anotación en mi libreta, la cerraba, recogía mis cosas y me marchaba. Otras veces, sin embargo, la señorita Winter callaba de forma inesperada, en ocasiones en mitad de una frase, y yo levantaba la vista y veía su pálido rostro tenso por el esfuerzo de contener el dolor.

—¿Puedo hacer algo por usted? —le pregunté la primera vez que la vi así, pero ella se limitó a cerrar los ojos y despedirme con un gesto de la mano.

Cuando terminó de contarme la historia de Merrily y el cochecito, guardé el lápiz y la libreta en la bolsa y mientras me levantaba dije:

—Voy a ausentarme unos días.

— No. —Su tono era severo.

—Me temo que no me queda más remedio. Esperaba pasar solo unos días y ya llevo más de una semana. No he traído todo lo necesario para una estancia prolongada.

—Maurice puede llevarla a la ciudad para que compre todo lo que necesita.

—Necesito mis libros...

La señorita Winter señaló las estanterías de su biblioteca.

Negué con la cabeza.

—Lo siento, pero debo irme.

—Señorita Lea, se diría que piensa que tenemos todo el tiempo del mundo. Quizá usted sí, pero permítame recordarle que yo soy una mujer muy ocupada. No quiero volver a escuchar que tiene que irse. Asunto zanjado.

Me mordí el labio y por un momento me acobardé, pero enseguida me repuse.

—¿Recuerda nuestro acuerdo? ¿Tres verdades? Necesito comprobar algunos datos.

Vaciló.

—¿No me cree?

Pasé por alto su pregunta.

—Tres verdades que pudiera comprobar. Me dio su palabra.

La señorita Winter apretó los labios con rabia, pero cedió.

—Puede irse el lunes. Tres días. Ni uno más. Maurice la llevará a la estación.

Estaba escribiendo la historia de Merrily y el cochecito cuando llamaron a mi puerta. Como no era la hora de cenar, me sorprendió, pues Judith nunca había interrumpido antes mi trabajo.

—¿Le importaría bajar al salón? —me preguntó—. El doctor Clifton ha venido y le gustaría comentarle algo.

Cuando entré en el salón el hombre al que ya había visto llegar a la casa se levantó. No se me dan bien los apretones de mano, de modo que me alegré cuando el hombre pareció optar por no ofrecerme la suya, si bien por un momento no supimos de qué otra manera empezar.

—Si no me equivoco usted es la biógrafa de la señorita Winter.

—No estoy segura.

—¿No está segura?

—Si me está contando la verdad, entonces soy su biógrafa; de lo contrario, no soy más que una amanuense.

—Hummm. —Hizo una pausa—. ¿Importa eso?

—¿A quién?

—A usted.

No me lo había planteado, pero consideré que su pregunta era impertinente, de modo que no contesté.

—Por lo que veo, usted es el médico de la señorita Winter.

—Sí.

—¿Por qué quería verme?

—En realidad ha sido la señorita Winter quien me ha pedido que la vea. Quiere que me asegure de que usted es totalmente consciente de su estado de salud.

—Entiendo.

Con científica e impávida claridad, procedió con sus explicaciones. En pocas palabras me dijo el nombre de la enfermedad que estaba matando a la señorita Winter, los síntomas que padecía, el grado de su dolor y aquellas horas del día en que los fármacos enmascaraban el dolor con mayor y menor eficacia. Mencionó otras afecciones que la señorita Winter padecía, todas ellas lo bastante graves para poder matarla si no fuera porque la otra enfermedad se adelantaría a todas. Y expuso, hasta donde pudo, la posible progresión de la enfermedad, la necesidad de racionar los incrementos de las dosis a fin de contar con una reserva para más adelante, cuando, según sus palabras, lo necesitara de verdad.

—¿Cuánto tiempo? —pregunté en cuanto terminó con su explicación.

—No puedo decírselo. Otra persona ya habría perecido. La señorita Winter posee una naturaleza fuerte. Y desde que usted está aquí… —Se detuvo como quien sin querer está a punto de desvelar una confidencia.

—¿Desde que yo estoy aquí...?

Me miró y pareció dudar. Finalmente se decidió a hablar.

—Desde que usted está aquí parece encontrarse un poco mejor. Ella dice que es el poder anestésico de la narración.

No supe qué pensar. Antes de poder hacerlo, el médico prosiguió:

—Tengo entendido que se marcha...

—¿Por eso le pidió que hablara conmigo?

—Solo quiere que entienda que el tiempo es de vital importancia.

—Puede decirle que lo comprendo perfectamente.

Finalizada la entrevista, me sostuvo la puerta y cuando pasé por su lado, se dirigió a mí una vez más, en un susurro inesperado:

—¿El cuento número trece? Me pregunto si...

En su rostro por lo demás impasible capté un destello de la impaciencia febril del lector.

—No ha dicho nada al respecto —dije—, pero aunque lo hubiera hecho, no estaría autorizada a contárselo.

Los ojos del médico se enfriaron y un temblor viajó desde su boca hasta el recodo de la nariz.

—Buenas tardes, señorita Lea.

—Buenas tardes, doctor.

El doctor y la señora Maudsley

E
n mi último día, la señorita Winter me habló del doctor y la señora Maudsley.

Dejar verjas abiertas y entrar en casas ajenas era una cosa, pero llevarse un cochecito con un bebé dentro era algo muy diferente. El hecho de que el bebé, cuando lo encontraron, no se hallara en peor estado como consecuencia de su desaparición temporal no cambiaba las cosas. La situación se les había ido de las manos, y era preciso actuar.

Los aldeanos no se veían con ánimos de plantear el asunto directamente a Charlie. Tenían entendido que las cosas en la casa eran extrañas y les producía cierto temor acercarse a ella. Es difícil determinar si era Charlie o Isabelle o el fantasma lo que les instaba a mantenerse alejados, así que decidieron ir a hablar con el doctor Maudsley. Este no era el médico cuya tardanza pudo ser la causa o no de la muerte en el parto de la madre de Isabelle, sino otro doctor que llevaba ocho o nueve años ejerciendo en el pueblo.

Aunque ya no era joven, pues mediaba los cuarenta años, el doctor Maudsley irradiaba juventud. No era alto ni demasiado musculoso, pero parecía vital y fuerte. En comparación con el cuerpo, sus piernas eran largas y solía caminar con paso rápido sin esfuerzo aparente. Como andaba más deprisa que nadie, ya se había acostumbrado a descubrirse a sí mismo hablando al aire y a volverse para encontrar a su compañero de paseo unos metros más atrás, resoplando en su esfuerzo por no quedar rezagado. Su energía física rivalizaba con su gran actividad mental. Se podía escuchar el poder de su cerebro en su voz, que era queda pero rauda, con facilidad para encontrar las palabras justas para la persona justa en el momento adecuado. Su inteligencia se advertía en los ojos: castaños y muy brillantes, como los de un pájaro, observadores, penetrantes, coronados por una cejas fuertes y cuidadas.

Maudsley tenía el don de contagiar su energía, una virtud muy buena para un médico. Al oír sus pisadas en el camino y su llamada a la puerta, los pacientes ya empezaban a encontrarse mejor. Y además caía bien. La gente decía que él ya era de por sí un tónico. Se preocupaba por que sus pacientes vivieran o murieran, y si vivían —y así era casi siempre— deseaba que vivieran bien.

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