El Cuaderno Dorado (102 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
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—No puedo estar aquí tumbado.

—No.

Pero no nos movimos. Luego él se levantó de la cama, a rastras. Y yo pensé: «¡Cómo podrá forzarse a salir de aquí! Para conseguirlo va a tener que enfurecerse», y aunque ya me lo decía la tensión que sentía en el estómago, me interesó incluso verlo. Dijo, en actitud de desafío:

—Me voy a dar un paseo.

—De acuerdo.

Me lanzó una furtiva mirada y salió para vestirse, regresando después.

—¿Por qué no me detienes?

—Porque no quiero.

—Si supieras donde voy, harías que me quedara.

Y yo, escuchando cómo la voz se me endurecía:

—Ah; ya sé que te vas con una mujer.

—Bueno, la verdad no la sabrás nunca...

—No me importa.

Había estado de pie junto a la puerta, pero entonces entró en la habitación, vacilando. Tenía un aire interesado.

Me acordé de De Silva: «Quería ver lo que pasaría».

Saul quería ver qué pasaría. Y yo también. Dentro de mí sentía, con más fuerza que cualquier otra cosa, un interés despechado, positivamente gozoso: como si él, Saul, y yo fuéramos dos cantidades desconocidas, dos fuerzas anónimas, sin personalidad. Era como si la habitación contuviera dos seres totalmente malignos que, si el uno de repente caía muerto o empezaba a gritar de dolor, el otro diría:

—¿Así es que era esto?

—No importa —dijo, ya hoscamente, pero con una hosquedad tentativa, como un ensayo o una repetición demasiado vieja para convencer a nadie—. No importa, dices tú, pero vigilas todos mis movimientos como una espía.

Yo dije con una voz alegre y vivaracha, acompañada de una risa que era como un débil jadeo moribundo (una risa que la he oído en mujeres con una fatiga nerviosa aguda y que yo imitaba):

—Me comporto como una espía porque tú me fuerzas a ello.

Se quedó callado, pero parecía como si escuchara, como si las próximas palabras que debía decir le fueran a ser sugeridas por la repetición de una grabación:

—A mí ninguna mujer del mundo puede acorralarme. Eso es algo que no ha pasado ni pasará jamás.

Aquel «no ha pasado ni pasará» le salió como un chorro precipitado, como si el disco se hubiera acelerado.

Yo dije, con la misma voz asesina, jovial y maliciosa:

—Si por acorralarte quieres decir que tu mujer sepa todos tus movimientos, entonces ya lo estás.

Me oí proferir la risa moribunda y floja, aunque triunfal.

—Esto te lo crees tú —dijo él, maligno.

—Es algo de lo que estoy muy segura.

El diálogo se había agotado y entonces nos miramos, interesados. Yo dije:

—Bueno, no tendremos que decir esto nunca más.

Y él, interesado:

—Espero que no.

Salió, aprisa, movido por la energía de aquel intercambio.

Yo me levanté y pensé: «Podría enterarme de la verdad, yendo arriba a mirar su diario». Pero sabía que no lo haría, y que nunca lo volvería a hacer. Todo aquello había terminado. Me sentía muy enferma. Fui a la cocina a tomar café, pero, en cambio, me puse un poco de whisky. Miré la cocina, muy clara, muy limpia. Entonces tuve un ataque de vértigo. Los colores me parecieron demasiado brillantes, como si se hubieran calentado. Tomé conciencia de todos los defectos de la cocina, que normalmente es una habitación que me agrada: había una grieta en el esmaltado blanco y reluciente, polvo en un pasamanos, la pintura empezaba a perder color. Me invadió una sensación de ordinariez y fealdad. La cocina necesitaba ser totalmente pintada de nuevo, pero nada cambiaría que el piso fuera demasiado viejo y que las paredes se pudrieran en una casa que se pudría. Apagué las luces de la cocina y volví a la habitación. Pero no tardó en parecerme tan mal como la cocina. El rojo de las cortinas tenía un brillo ominoso y a la vez deslucido, y el blanco de las paredes estaba sucio. Me encontré dando vueltas y más vueltas a la habitación, clavando la mirada en las paredes, en las cortinas, en la puerta, repelida por la sustancia física de que estaba hecha la habitación, mientras que los colores me atacaban con su ardiente irrealidad. Miraba el cuarto, como miraría la cara de alguien a quien conociera mucho por las huellas de fatiga o tensión: a la mía o a la de Saul, por ejemplo, sabiendo lo que hay detrás de mi carita limpia y bien compuesta, o lo que hay detrás de la cara ancha, abierta y rubia de Saul, que tiene aspecto de enferma, de acuerdo, pero ¿quién imaginaría, sin haberla experimentado, la explosión de posibilidades que se despliegan por su mente? O la cara de una mujer en el tren, cuando adivino por un ceño tenso o un nudo de sufrimiento que esconde un mundo en desorden, y entonces me maravillo de la capacidad que tienen los seres humanos para mantenerse enteros ante las dificultades. Mi cuarto grande se había convertido, como la cocina, no en la concha confortable que me contenía, sino en un ataque continuo a mi atención desde cien puntos diferentes, como si cien enemigos esperaran a que me distrajera para arrastrarse a mis espaldas y atacarme. Un puño de la puerta que requería lustre, una marca de polvo sobre la pintura blanca, una raya amarillenta donde el rojo de la cortina se había descolorido, la mesa donde había escondido mis viejos cuadernos: todo me asaltaba, clamaba contra mí, con ardientes olas de náusea balanceante. Sabía que tenía que llegar hasta la cama, y de nuevo tuve que arrastrarme por el suelo para lograrlo. Me eché y, antes de dormirme, supe ya que el proyeccionista me esperaba.

También sabía lo que iba a decirme. Saber era como una «iluminación». Durante aquellas semanas pasadas de locura y de haber perdido el sentido del tiempo, había tenido estos momentos de «saber», seguidos, pero no había manera de poner en palabras la clase de saber. Sin embargo, estos momentos han tenido una fuerza tal, como las rápidas iluminaciones de un sueño que quedan al despertar, que lo que he aprendido será parte de cómo vea la vida hasta que muera. Palabras y palabras: juego con las palabras, esperando que una de sus combinaciones, incluso una casual, diga lo que quiero. ¿Tal vez sería mejor con música? Pero la música ataca mi oído interno como algo antagónico. No es mi mundo. El hecho es que la experiencia auténtica no puede ser descrita. Pienso, con amargura, que una serie de asteriscos, como en una novela anticuada, sería mejor. O un símbolo, quizás un círculo o un cuadrado. Cualquier cosa, pero no palabras. Las personas que hayan estado aquí realmente, aquí donde las palabras, las fórmulas y el orden se desvanecen, sabrán lo que quiero decir, pero no los demás. Una vez llegados a este punto, hay una ironía terrible, un terrible encogerse de hombros, y no es cuestión de luchar contra ello o de desentenderse o de si está bien o mal, sino de saber simplemente que está aquí y para siempre. Es cuestión de hacerle una reverencia, por así decirlo, con cierto tipo de cortesía, como a un antiguo enemigo: «Muy bien, ya sé que estás aquí, pero tenemos que conservar las formas, ¿no es eso? Tal vez es condición de tu existencia el que nosotros, precisamente, conservemos las formas y creemos las fórmulas; ¿has pensado en ello?».

Así que antes de dormirme «comprendí» por qué tenía que dormir y lo que diría el proyeccionista, y lo que tendría que aprender. Aunque ya lo sabía; de modo que el mismo sueño aparecía ya como palabras dichas después del acontecimiento o como un resumen, para dar énfasis, de algo que había aprendido.

En cuanto llegó el sueño, el proyeccionista dijo, con la voz de Saúl, muy sensatamente:

—Y ahora nos limitaremos a volverlo a pasar.

Yo estaba azorada, porque temía que iba a ver la misma serie de películas de antes, pulidas e irreales. Pero esta vez, aunque eran las mismas películas, tenían otro carácter que en el sueño que llamé «realista»; tenían un carácter basto, tosco, bastante espasmódico, como una película primitiva rusa o alemana. A trozos, la película pasaba muy despacio; eran trozos muy largos que yo iba mirando, absorta, viendo detalles que en la vida no había tenido tiempo de notar. El proyeccionista decía, cuando llegábamos a algún punto que él quería que yo comprendiera:

—Eso es, señora; eso es.

Y debido a estas indicaciones suyas, yo me fijaba todavía más. Me di cuenta de que todas las cosas a las que yo les había dado trascendencia o que mi vida había acentuado, pasaban inadvertidas rápidamente, como sin importancia. El grupo bajo los eucaliptos, por ejemplo, o Ella tumbada con Paul sobre la hierba, o Ella escribiendo novelas, o Ella deseando la muerte en el avión, o los pichones cayendo muertos por el fusil de Paul; todo esto había desaparecido, había sido absorbido, se había desplazado para dejar sitio a lo que era realmente importante. De modo que contemplé, durante un rato larguísimo, fijándome en todos los gestos, a la señora Boothby en la cocina del hotel de Mashopi, con sus firmes nalgas que se proyectaban como estantes bajo el corsé apretado, con manchas de sudor en los sobacos y la cara enrojecida, mientras cortaba lonjas de carne fría de varios cuartos de animales y aves, y escuchaba a través de la pared las voces crueles y la risa todavía más cruel de la juventud. También oí el canturreo de Willi, muy cerca, detrás del oído, aquel canturreo sin tonada, desesperado y solitario; le contemplé en cámara lenta, una y otra vez, para no olvidarlo, mientras él me miraba largamente, herido, cuando yo flirteaba con Paul. Y vi al señor Boothby, al hombre corpulento de detrás del bar, mirando a su hija, junto al joven. Vi su mirada llena de envidia, aunque sin amargura; vi al joven antes de que desviara los ojos y tomara un vaso vacío para llenarlo; vi al señor Lattimer, bebiendo en el bar, cuidando de no mirar al señor Boothby, mientras escuchaba la risa de su pelirroja y bella esposa. Le vi, una y otra vez, inclinándose, tambaleándose muy borracho, para acariciar el cabello rojo y sedoso; acariciándolo, acariciándolo.

—¿Te has quedado? —me preguntaba el proyeccionista y pasaba otra escena.

Vi a Paul Tanner regresando a casa por la mañana temprano, activo y eficiente, lleno de mala conciencia; le vi mirar a los ojos de su mujer, quien estaba de pie delante suyo, con un delantal de flores, bastante azorada y suplicante, mientras que los niños tomaban el desayuno antes de ir a la escuela. Luego él se volvió frunciendo el ceño, y se fue arriba a coger una camisa limpia del armario.

—¿Te has quedado? —me dijo el proyeccionista.

Luego la película pasó muy aprisa, se encendía rápidamente, como un sueño, con caras que había visto una vez en la calle, y que había olvidado, con el movimiento lento de un brazo, con el movimiento de un par de ojos; todo decía lo mismo: la película iba entonces más lejos que mi experiencia, que la de Ella, que la de los cuadernos, porque se había producido una fusión y en lugar de ver separadamente las escenas, la gente, las caras, los movimientos, las miradas, aparecía todo junto; la película volvió a ir inmensamente despacio, se convirtió en una serie de momentos en que la mano de un campesino se doblaba para echar la semilla a la tierra, o en que una roca brillaba mientras que el agua la iba erosionando lentamente, o en que un hombre estaba de pie sobre una colina seca bajo la luz de la luna, con el fusil a punto en el brazo, o en que una mujer estaba en la cama sin dormir, a oscuras, diciendo: «No, no quiero matarme; no lo haré, no lo haré».

Como el proyeccionista ya no decía nada, le grité: «Basta ya». Pero él no contestó. Entonces yo avancé la mano para apagar la máquina. Todavía dormida, leí las palabras de una página que yo había escrito. El tema era el valor, pero no el tipo de valor que yo comprendía normalmente. Es un valor de tipo pequeño y doloroso que está en las raíces de toda vida, porque la injusticia y la crueldad están en las raíces de la vida. Y la razón por la que yo sólo había prestado atención a lo heroico y a lo bello o lo inteligente, es porque me cuesta aceptar la injusticia y la crueldad, y por eso no puedo aceptar el pequeño sacrificio, que es lo más grande de todo.

Leí estas palabras que había escrito yo y a las que yo misma me oponía. Se las enseñé a Madre Azúcar, y le dije:

—Estamos de nuevo con la brizna de hierba que sacará la cabeza por entre los trozos de acero oxidado, mil años después de la explosión de la bomba y de que la corteza de la Tierra se haya derretido, porque la fuerza de la voluntad de una hierba es igual a la del pequeño y doloroso sacrificio. ¿No es así?

(Yo sonreía con sorna en el sueño, sin querer caer en la trampa.)

—¿Y qué?

—La cuestión es que no creo que esté dispuesta a hacer demasiado caso a esa condenada hierba, ni siquiera en estos momentos.

A esto ella sonrió, sentada en el sillón, cuadrada y tiesa. Estaba de bastante mal humor a causa de mi lentitud, porque yo nunca, ni una sola vez, comprendía de qué se trataba. Sí, parecía una ama de casa impaciente porque se le había perdido algo, o alguien a quien las cosas no le salen según el horario previsto.

Entonces me desperté. La tarde estaba ya avanzada. Sentía frío. Me sentía como la mujer con el blanco pecho acribillado de crueles flechas masculinas. Me dolía la necesidad que sentía de Saul y necesitaba injuriarle y quejarme contra él, llenarle de insultos. Entonces él diría: «¡Oh, pobre Anna!». Y haríamos el amor.

Un cuento o una novela corta, cómica e irónica: una mujer, horrorizada por su capacidad de rendirse ante un hombre, decide liberarse. Resueltamente toma dos amantes, duerme con ellos alternando las noches: el momento en que haya recobrado la libertad será cuando pueda decirse que ha gozado con los dos igualmente. Los dos hombres sienten instintivamente la presencia del otro: uno, celoso, se enamora seriamente de ella; el otro se torna desprendido y en guardia. A pesar de su resolución, ella no puede evitar enamorarse del hombre que se ha enamorado de ella, y sentirse frígida con el que está en guardia. A pesar de todo, a pesar de que está desesperada porque se siente «menos libre» que nunca, declara a los dos que se ha emancipado totalmente, que por fin ha conseguido el ideal de sentir pleno placer emocional y físico con los dos a la vez. El hombre desprendido y en guardia se interesa al oír aquello y hace comentarios objetivos e inteligentes sobre la emancipación femenina. El hombre de quien ella en realidad está enamorada, injuriado y espantado, la deja. Se queda con el hombre a quien no ama y que no la ama, con el que mantiene inteligentes conversaciones psicológicas.

La idea de esta historia me intrigó, y empecé a pensar cómo la debería escribir. Pero ¿cómo cambiaría si usara a Ella en vez de a mí misma? Hacía una temporada que no había pensado en Ella, y me di cuenta que, naturalmente, durante aquel tiempo había cambiado; se había puesto más a la defensiva, por ejemplo. La imaginé con un cambio de peinado: se lo volvía a atar en la nuca, severamente, y vestía de un modo distinto. La contemplé paseándose por mi habitación y empecé a imaginarme cómo se comportaría con Saul; con mayor inteligencia, me parece, que yo; con más aguante, por ejemplo. Al cabo de un rato, me di cuenta de que hacía lo que ya había hecho otra vez; estaba creando a «la tercera»: a la mujer que era mejor que yo. Podía señalar exactamente el punto en que Ella dejaba de ser real, dejaba de ser como era, y cómo se comportaría dado su carácter, pasando a una personalidad de una gran generosidad, imposible en ella. Pero esta nueva persona, que yo iba creando, no me desagradaba; pensaba que era muy posible que estas cosas maravillosas y generosas que nos acompañan imaginativamente tomaran vida, simplemente porque las necesitamos, porque nos las imaginamos. Luego me eché a reír ante la diferencia entre lo que me imaginaba y lo que de hecho era, lo que era en realidad Ella.

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