Inquieto como estaba, probablemente no habría mirado dos veces el carné; si de él hubiera dependido, lo habría despachado con sólo pulsar una tecla, enviándolo a la insondable oscuridad del corazón de Ava. Le prestó mayor atención únicamente porque la máquina cayó en uno de sus trances al no reconocer la cadena metálica.
La cadena se componía de minúsculas esferas metálicas entrelazadas. Estaba rayada y oxidada y había perdido el cromado, pero Antar la reconoció nada más verla. Había llevado una, durante años, cuando trabajaba en Alerta Vital.
Alerta Vital era una organización sin fines de lucro, pequeña pero respetada, que servía de consultoría general de salud pública y banco de datos epidemiológicos. Había trabajado allí mucho tiempo como programador y analista de sistemas. En cierto sentido, seguía trabajando allí, aunque desde hacía mucho Alerta Vital, como tantas otras organizaciones independientes, había sido absorbida en la gigantesca división de salud pública del recién creado Consejo Hidráulico Internacional. Como la mayoría de sus colegas, Antar había sido destinado a un intrascendente trabajo «en casa» hasta que le llegara el momento de la jubilación. Técnicamente estaba en la nómina del Consejo, pero nunca había pisado sus oficinas de Nueva York. No había necesidad: se comunicaban con él a través de Ava siempre que querían, cosa que no ocurría a menudo.
Antar recordaba la época en que todo el mundo llevaba aquellas cadenitas en Alerta Vital, junto con tarjetas de servicio con código de barras; siempre le habían gustado las cadenas. Le encantaba el tacto de las esferas metálicas, pasarlas entre los dedos; parecían cuentas de minúsculos rosarios.
Meditó un momento sobre la cadena. Ya hacía años que no veía ninguna, y no lograba acordarse de cuándo aparecieron por primera vez: probablemente en los años ochenta. Por entonces ya llevaba más de diez años en Alerta Vital. Había entrado nada más licenciarse en la Universidad Patricio Lumumba de Moscú, en la época en que los rusos seguían repartiendo becas a estudiantes de países pobres; cuando Moscú era el mejor sitio para estudiar programación lineal. Alerta Vital publicó un anuncio en la prensa internacional en el que pedía un programador y analista para llevar su contabilidad desde un terminal conectado a la línea. Era un trabajo de cálculo, nada que ver con su formación. Pero por otro lado era seguro, estable y garantizado, y le ofrecía salario americano y visado seguro. Contestó enseguida, aunque no confiaba en que llegaran a dárselo: sabía que la competencia sería feroz. Pero resultó ser el tercero de la lista, y los dos que tenía delante recibieron otras ofertas.
Antar se frotó las yemas de los dedos, conmovido por una nostalgia sensorial, recordando el tacto de aquellas cadenas y aquellos carnés plastificados. Las cadenas eran de dos tamaños, según recordaba: podían llevarse colgadas al cuello o pasadas por el ojal de la solapa. Él siempre había preferido las cortas.
Le llevó tiempo teclear las respuestas a las preguntas de Ava. Entretanto, la máquina se entretenía jugando con la tarjeta, dándole la vuelta, ampliando secciones de forma aleatoria.
De pronto destelló un símbolo a través del monitor: salió disparado de una esquina y fue rodando y disminuyendo de tamaño a medida que avanzaba. Antar lo vio justo antes de que desapareciese por la otra esquina de la pantalla. Se precipitó al teclado y, despacio, lo hizo volver. Cuando tuvo el símbolo centrado, paralizó la imagen.
Hacía años que no veía el logotipo de Alerta Vital, tan familiar en otro tiempo, una imagen cuidadosamente estilizada de dos coronas de laurel entrelazadas. Y ahí lo tenía ahora, delante de él, extraído del fondo de un carné perdido. Intrigado por la aparición del símbolo, tan bien conocido y durante tanto tiempo olvidado, Antar dio la vuelta al carné. Lo puso de nuevo en pantalla, en su tamaño normal, y lo fue ampliando poco a poco. No cabía duda: se trataba de una tarjeta de servicio de Alerta Vital.
Calculó que era de mediados de los años ochenta o principios de los noventa, época en que pasaba tantas horas con hojas de cálculo que llegó a conocer a todos los que figuraban en la nómina de Alerta Vital. Mirando la mugrienta y antigua identificación suspendida frente a sus ojos, empezó a preguntarse a quién habría pertenecido. Estaba seguro de conocer el nombre; eso como mínimo. Quizá hasta podría reconocer la cara de la fotografía.
Sin pensar, tecleó una serie de órdenes. La pantalla de Ava se puso momentáneamente en blanco mientras el sistema empezaba a reconstruir la identificación, restableciendo el original. El proceso podía llevar cierto tiempo, y ya sólo le faltaban veinte minutos para terminar. Dio un brusco impulso a la silla, molesto consigo mismo. Mientras el asiento giraba, vio que había aparecido una palabra en pantalla, bajo una línea que decía: «Lugar de origen». Lanzando el pie contra el suelo, paró la silla.
Normalmente no se molestaba en averiguar el origen de los inventarios: venían en tales cantidades que no importaba mucho. Pero ahora sentía curiosidad, sobre todo cuando «Lhasa» apareció en la pantalla. Intentó acordarse de los años ochenta y noventa, de si por entonces Alerta Vital tenía oficina en esa ciudad. Luego observó que la palabra «Lhasa» iba precedida de un símbolo, a modo de prefijo, que indicaba que el elemento se había incorporado a la memoria en Lhasa pero había sido encontrado en otra parte.
Volvió la cabeza y vio que el pálido contorno de un enorme triángulo blanco había empezado a materializarse en el cuarto de estar, unos metros más allá. Ava había empezado a crear una proyección holográfica de la identificación reconstruida: el nebuloso triángulo representaba la esquina superior izquierda, enormemente ampliada. Se puso a tamborilear con los dedos en los brazos de la silla, preguntándose si tenía fuerzas o deseo de preguntar a la máquina dónde se había encontrado la tarjeta de identidad. Cuando algo llegaba a través de Lhasa, nunca se sabía.
Lhasa era el centro administrativo del Consejo Hidráulico Internacional en el continente asiático. En la sede del Consejo la consideraban la capital de facto de Asia, pues poseía el mérito exclusivo de ser el único centro administrativo del mundo que no estaba a cargo de una sino de varias regiones hidráulicas: la del Ganges-Brahmaputra, la del Mekong, la del sur del Yangtsé, la del Hwang-Ho. Todos los flujos de la información del Consejo relativos a la parte oriental del continente pasaban por Lhasa. Eso significaba que el carné podría haber entrado en el sistema en cualquier parte entre Karachi y Vladivostok.
Volvió a mirar atrás. Ava estaba tardando más de lo previsto: acababa de empezar con la fotografía, en el margen superior derecho de la tarjeta. Echó una mirada a la línea de información horaria. No le quedaba mucho tiempo si quería dar un paseo hasta Penn Station antes de que llegase Tara, su vecina.
Ociosamente, a la espera de que Ava completase la fotografía, tecleó otra orden pidiendo un seguimiento ordenado de los diversos lugares de procedencia de la identificación. La máquina tardó un momento más de lo habitual, pero de todos modos no pasaron más de dos segundos antes de que mostrara el nombre de la ciudad donde había aparecido el carné.
Era Calcuta.
Mientras esperaba a que Ava siguiera con la tarjeta, Antar echó la silla hacia atrás, inclinándola sobre sus ruedecillas, hasta que pudo ver la cocina por la puerta del cuarto de estar. Sobre el fregadero había una ventana y, estirando el cuello, alcanzaba a ver la parte trasera del apartamento de Tara, al otro lado del patio. Sintió alivio al ver que aún no había llegado; el apartamento estaba a oscuras.
Volvió a repantigarse en la silla, bostezando. Se le empezaron a nublar los ojos al pensar en el té dulce, oscuro y humeante que le esperaba bajo las luces de neón de la cafetería de Penn Station; en los demás parroquianos que acudían de vez en cuando: el cajero sudanés, la elegante guyanesa que trabajaba en una tienda de ropa usada de Chelsea, el joven bangladeshí del quiosco del metro. Muchas veces se limitaban a sentarse en afable silencio al fondo de la cafetería, en torno a una mesa redonda con tablero de plástico, dando sorbos de té o café en tazas de papel, mientras veían cintas de películas hindis y árabes en un pequeño televisor portátil. Pero de cuando en cuando se entablaba alguna conversación o intercambiaban información sobre un aparato que vendían en algún sitio o una nueva estratagema para no gastar fichas de metro.
Antar empezó a ir a aquella cafetería porque el dueño era egipcio, como él. No es que echara en falta hablar en árabe, ni mucho menos. Ya tenía bastante durante todo el día con Ava. Desde que la programaron para simular una actitud «descentralizada», Ava hablaba con él en el correspondiente dialecto rural del Delta del Nilo. Habían perfeccionado su capacidad de reproducir la voz, de manera que incluso podía cambiar de tono en función de lo que se dijera: de viejo a joven, de hombre a mujer. A él se le había olvidado un poco el dialecto; sólo tenía catorce años cuando salió de su pueblo para El Cairo y nunca había vuelto. En ocasiones le costaba trabajo seguir a Ava. Y a veces, en alguna expresión insólita o un giro típico, reconocía el estilo de algún pariente olvidado mucho tiempo atrás.
Era un alivio escapar de aquellas voces por la noche; salir de aquel edificio desolado y frío, enjaulado en los andamios de sus salidas de incendios de herrumbroso acero; alejarse del eco metálico de sus escaleras y corredores. Había algo tonificante, casi mágico, en caminar por aquella calle azotada por el viento hacia los pasajes brillantemente iluminados de Penn Station, en la multitud que se arremolinaba en torno a las taquillas, en el retumbar de trenes bajo los pies, en el músico callejero con su flauta de bambú, cuyo murmullo bajo y profundo vibraba en el asfalto como un latido amplificado.
Y, por supuesto, estaba el té. El dueño lo hacía especialmente para ellos dos en una tetera de porcelana desportillada, espeso y dulzón, con un toque de menta: tal como Antar lo recordaba de su niñez.
Se pasó el dedo por el empapado cuello de la camisa. Hacía mucho calor aquel día: sofocante si cerraba la ventana, húmedo si la dejaba abierta. Abajo, el portal del edificio se abría y cerraba continuamente, sentía el impacto a través del suelo cada vez que lo cerraban de golpe. La gente que trabajaba en los almacenes y depósitos de los tres primeros pisos ya se estaba yendo a casa, un poco antes debido al largo fin de semana que se presentaba. Los oía en la calle, gritándose unos a otros mientras se dirigían a la estación de metro de la Séptima Avenida. Siempre sentía alivio cuando cesaban los portazos y la casa quedaba de nuevo en silencio.
Hubo una época en que el edificio sólo era de viviendas, todas alquiladas a familias; a familias numerosas, bulliciosas, de Oriente Medio y Asia central: kurdos, afganos, tayik e incluso algunos egipcios. Muchas veces se veía obligado a llamar a la puerta de sus vecinos para pedirles que hicieran menos ruido. Tayseer, su mujer, se volvió muy sensible al ruido cuando tuvo que guardar cama durante el último trimestre de embarazo. Antes nunca reparaba cuando los vecinos armaban alboroto por el patio, ni cuando los niños patinaban por los pasillos. Se había criado cerca de los entoldados zocos de Bab Zuwayla, en El Cairo: le gustaba la sensación de bazar que daba el edificio, con todos los inquilinos visitándose mutuamente y sentándose en el portal en las noches de verano, mientras los niños jugaban alrededor de la boca contra incendios. Le gustaba el edificio, aun cuando la asustase el barrio, sobre todo el denso tráfico que había a ambos lados: la autopista del Oeste a un extremo y los aledaños del Túnel Lincoln al otro. Pero quiso mudarse allí de todos modos: pensaba que sería más fácil tener un hijo en aquel edificio, con tantas mujeres y niños alrededor.
Al final dio lo mismo: ella y el niño murieron de una embolia amniótica en la trigésima quinta semana de embarazo.
Ya no quedaba ninguna de aquellas familias ruidosas y festivas que tanto habían atraído a Tayseer. Se habían ido mudando poco a poco hacia las afueras y a ciudades pequeñas por exigencias de sus negocios en expansión y su progenie cada vez más numerosa. Antar había pensado a veces en mudarse también, pero sin mucha convicción.
Al principio creía que el edificio volvería a llenarse después de la marcha de sus vecinos, igual que había sucedido en generaciones anteriores, cuando una oleada de emigrantes se iba y otra venía. Pero en algún momento se había modificado la tendencia: un cambio en la planificación urbana impulsó a los propietarios del edificio a transformar los apartamentos vacíos en locales comerciales.
Pronto los únicos inquilinos que quedaron fueron antiguos residentes de cierta edad, como él: gente que no tenía medios para mudarse de sus apartamentos de renta protegida. Cada año había menos gente en el edificio, mientras que los almacenes crecían.
Su vecino de al lado vivía en la casa desde antes de que llegara Antar. Era un consumado jugador de ajedrez y afirmaba ser pariente de Tigran Petrossian. Antar jugaba con él de cuando en cuando, siempre perdía de mala manera.
Entonces, un verano —¿hacía quince o veinte años?—, el jugador de ajedrez empezó a decaer. Ya no podía jugar; apenas tenía fuerzas para mover las piezas. Llegaron sus sobrinos de Carolina del Norte, donde se había establecido el resto de su familia. Vaciaron su apartamento y lo cargaron todo en un camión amarillo de mudanzas. Antes de marcharse regalaron a Antar un juego de ajedrez de bronce, como recuerdo; aún lo tenía en alguna parte. Desde la ventana del cuarto de estar, Antar había visto cómo se llevaban en el camión al jugador de ajedrez.
Luego fue la mujer del piso de abajo. Vivía en la casa desde los años sesenta, cuando llegó a Estados Unidos procedente de Azerbaiyán. Había envejecido en aquel apartamento, tras haber traído dos hijos al mundo; no tenía adónde ir, sobre todo después de que empezó a fallarle la vista. En aquel espacio familiar aún podía arreglárselas sola; en cualquier otro sitio se habría encontrado perdida. Sus hijos le permitieron quedarse, cediendo a sus ruegos y en contra de sus deseos. Iban a verla cada dos meses, en avión, desde la pequeña ciudad del Medio Oeste donde vivían. Se ocuparon de que una tienda del centro le llevase comida dos veces por semana.
Y un día la asesinó el repartidor, golpeándola en la cabeza con una sartén de hierro fundido. Fue Antar quien descubrió el cadáver. Se había acostumbrado al ritmo de sus movimientos y, cuando pasó un día entero sin oír el familiar golpeteo de su bastón, comprendió que había pasado algo.