El Corsario Negro (10 page)

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Authors: Emilio Salgari

BOOK: El Corsario Negro
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—Wan Stiller, Carmaux y el negro.

—¡Debí sospecharlo!... ¿Cómo ha logrado su cooperación?... Los filibusteros que desobedecen las órdenes de sus jefes son fusilados.

—Estaban convencidos de no desagradar a su comandante. Se habían dado cuenta de que usted me amaba en secreto.

—¡Cuánto cariño hay en estos rudos hombres!... Desafían la muerte por la felicidad de sus jefes. Y, sin embargo..., quién sabe cuánto puede durar la felicidad —agregó con acento triste.

—¿Por qué, caballero? —preguntó la joven, inquieta.

—Porque dentro de un par de horas el amanecer me obligará a dejarla.

—¿Tan luego?... ¡Apenas nos hemos visto!... —exclamó la joven, sorprendida.

—Cuando despunte el sol en el horizonte me lanzaré al frente de seiscientos hombres contra los fuertes que protegen a mi mortal enemigo.

—¡Volverá a desafiar la muerte!... —exclamó la duquesa, aterrorizada.

—Señora, la vida de los hombres está en las manos de Dios.

—Deberá jurarme que será prudente.

—Desde hace dos años sólo vivo para castigar a un infame.

—¿Pero qué ha hecho ese hombre para que lo odie así?

—Me ha matado a tres hermanos y ha cometido vil traición.

—¿Cuál?

El Corsario no respondió. La joven lo miraba con angustia. De pronto él se sentó a su lado y le dijo:

—Escúcheme y podrá juzgar si mi odio se justifica o no. Han pasado diez años, pero lo recuerdo como si fuera ayer: en Flandes acababa de estallar la guerra de 1686 entre Francia y España. Luis XIV, sediento de gloria, invadió las provincias conquistadas por el terrible Duque de Alba. Luis XIV, que ejercía en esa época gran influencia sobre el Piamonte, pidió ayuda al duque Victorio Amadeo II, quien no pudo negársela y le envió tres de sus más aguerridos regimientos: los de Aosta, Niza y Marino. En este último servíamos como oficiales mis tres hermanos y yo. Mi hermano mayor tenía treinta y dos años y el menor, que sería más tarde el Corsario Verde, apenas veinte.

"Cuando llegamos a Flandes, las armas aliadas triunfaban, obligando a los españoles a retroceder hacia Anvers. Pero un día nuestro regimiento, que había avanzado hasta la desembocadura del Escalda, fue rodeado por un enemigo diez veces superior que atacaba para reconquistar posiciones. No nos quedaba otra alternativa que morir o rendirnos. Como nadie hablaba de rendición, juramos dejarnos sepultar antes que arriar la gloriosa bandera de los valientes duques de Saboya.

"Al mando del regimiento, Luis XIV había puesto a un viejo duque flamenco, que se decía era un experimentado y valeroso guerrero. Él dirigía la defensa. Durante quince días y quince noches los asaltos se sucedieron con gravísimas pérdidas para los españoles, que no podían conquistar el viejo fuerte donde nos habíamos fortificado. Mi hermano mayor, con su gallardía, valor y destreza en las armas, era el alma de la defensa. Esto hizo nacer una sorda envidia en el corazón del comandante flamenco, que tendría fatales consecuencias para nosotros.

"Olvidándose de nuestro juramento, pactó en secreto con los españoles. El precio de la traición fue una fuerte suma de dinero y un cargo de gobernador en una colonia española en América. Una noche, acompañado por algunos flamencos, abrió una de las trincheras y dejó pasar al enemigo, que se había acercado furtivamente al fuerte. Mi hermano, al darse cuenta de la situación, dio la alarma; pero el traidor, que lo esperaba oculto, lo mató y el enemigo entró en la ciudadela. Combatimos metro a metro, pero todo fue en vano. La fortaleza cayó y unos pocos sobrevivientes nos retiramos a Courtray. Dígame, señora, ¿habría perdonado a ese hombre?"

—No —contestó la duquesa.

—Tampoco nosotros lo perdonamos. Juramos matar al traidor y vengar a nuestro hermano. Supimos que estaba en América y nos hicimos corsarios. El Corsario Verde, más impetuoso y menos experto, cayó en poder de nuestro mortal enemigo y fue ahorcado como un vulgar ladrón. Después tentó suerte el Corsario Rojo, pero no le fue mejor. Mis dos hermanos, cuyos cuerpos sustraje de las horcas, reposan en el fondo del mar esperando mi venganza.

—¿Qué hará con ese hombre?

—¡Lo ahorcaré, señora! —repuso duramente el Corsario—. Y luego acabaré con todos los que tengan su apellido.

—¿Cuál es su apellido? —inquirió la joven, angustiada.

—¿Le interesa saberlo?...

—No sé —dijo ella con voz quebrada—. En mi juventud creo haber oído contar una historia parecida de boca de algunos hombres de armas que servían a mi padre.

—No es posible —dijo el Corsario—. Jamás ha estado usted en Piamonte.

—No, jamás. Por favor, dígame su apellido.

—Es el duque Wan Guld...

Un cañonazo retumbó entonces sobre el mar.

El Corsario Negro se lanzó fuera de la cámara gritando:

—¡Amanece!

La joven flamenca no hizo gesto alguno para retenerlo. Se tapó el rostro con ambas manos, en un gesto desesperado, y cayó sobre la alfombra, como fulminada por un rayo.

6 - El asalto a Maracaibo

El navío del Olonés, a dos millas de Maracaibo, había lanzado el primer cañonazo. Con increíble rapidez, todas las chalupas de los diez barcos habían sido arriadas, y los bucaneros y filibusteros de desembarco se apresuraban llevando consigo sus fusiles y espadas de abordaje.

Cuando el Corsario Negro apareció en el puente, Morgan ya había hecho bajar una sesentena de selectos hombres a los botes.

—¡Comandante, no podemos perder ni un instante!

Estaba aclarando. El Corsario saltó a la chalupa más grande, que llevaba treinta hombres armados.

Los botes se dirigían rápidamente hacia una playa boscosa, elevada como una pequeña colina donde se levantaba el fuerte defendido por dieciséis grandes cañones.

Los españoles, alarmados por el primer cañonazo, enviaban apresuradamente batallones al pie de la colina para cerrar el paso a los filibusteros y abrir fuego graneado con su artillería.

Las naves corsarias se habían puesto a resguardo de los cañones del fuerte y sólo
El Rayo,
capitaneado por Morgan, cubría el desembarco con sus dos cañones de caza.

A pesar del intenso cañoneo, las primeras chalupas tardaron quince minutos en llegar. Los filibusteros saltaron a tierra y bajo las órdenes de sus jefes se abalanzaron en busca de los batallones españoles.

Los cañones del fuerte tronaban con ruido ensordecedor, disparando proyectiles en todas direcciones. Los árboles se rompían y caían al suelo, la metralla abría la tierra, pero nada podía detener el empuje devastador de los filibusteros de La Tortuga.

—¡Al asalto del fuerte! —aulló el Olonés.

Alentados por el triunfal desembarco, los corsarios se lanzaron colina arriba. Sin embargo, el Corsario y el Olonés, previendo una resistencia desesperada, se detuvieron para cambiar ideas.

—Perderemos demasiados hombres —expuso el Olonés—. Tenemos que hallar una forma para abrir una brecha o nos harán pedazos.

—Sólo hay una —contestó el Corsario.

—Explícate.

—Hacer estallar una mina en la base de los bastiones.

—¿Y quién se atreverá a afrontar ese peligro?

—Yo —dijo una voz detrás de ellos.

Era Carmaux, seguido por su amigo Wan Stiller y el compadre negro.

—¿Eres tú, bandido? —preguntó el Corsario—. ¿Por qué estás aquí?

—Lo seguí, comandante. Como me ha perdonado, no temo que me haga fusilar.

—No te haré fusilar, pero harás estallar la mina.

—Obedezco, comandante. En un cuarto de hora tendrá la brecha.

—Espero volver a verte con vida —dijo el Corsario, conmovido.

—Gracias por su buen deseo, comandante —repuso Carmaux, y se alejó rápidamente.

Los bucaneros y los filibusteros seguían avanzando por entre los árboles. El fuerte era un cráter en erupción. De pronto, se oyó en la cima una explosión formidable, que repercutió largamente en el bosque y el mar. A un costado del fuerte se vio aparecer una gigantesca llama y una lluvia de escombros cayó sobre los árboles, golpeando y matando a no pocos de los atacantes.

—¡Al ataque, hombres de mar! —se oyó la voz metálica del Corsario.

Los doscientos cincuenta hombres que defendían las fortificaciones se vieron impotentes para resistir el empuje. Muchos cayeron masacrados en sus puestos y otros fueron perseguidos sin cuartel por entre las ruinas de la colina.

El Corsario Negro hizo arriar la bandera de España y entró en la desierta Maracaibo. Sus hombres, mujeres y niños habían huido a los bosques, llevándose consigo los objetos de más valor.

Cuando el Corsario llegó al palacio de Wan Guld, lo encontró tan desierto como la ciudad. Carmaux, ennegrecido por la pólvora, con la ropa hecha pedazos y la cara ensangrentada encabezó un piquete para registrar el palacio y buscar a Wan Guld. Al poco rato apareció Wan Stiller y Carmaux arrastrando a un soldado español, alto y flaco como un clavo.

—Comandante, ¿lo reconoce? —gritó Carmaux, mostrándoselo al Corsario.

—¿Tú, otra vez? —exclamó éste.

—He querido ver otra vez a quien me perdonó la vida. Además, deseo serle útil al Corsario Negro.

—¿Tú?

—Sí, yo. Cuando el gobernador supo que caí en manos de los filibusteros y que usted no me hizo ahorcar en un árbol, me recompensó con veinticinco azotes. ¿Comprende usted?... Hacerme apalear a mí, don Bartolomé de Barboza y de Camarga, descendiente de una de las familias más nobles de Cataluña...

—Termina de una vez.

—Juré vengarme de ese flamenco que trata como perros a los soldados españoles, a los nobles como si fueran esclavos indios. Pero al ver caer el fuerte, ese maldito ha huido.

—¿Huyó?... ¿No me engañas? Si mientes, te haré despellejar vivo.

—Estoy en sus manos —dijo el soldado.

—Entonces, habla. ¿Adónde ha huido Wan Guld?

—Al bosque. Quiere llegar a Gibraltar. Lleva siete hombres de línea y un capitán, todos muy fieles. Van a caballo.

—Y los demás soldados, ¿dónde están?

—Se dispersaron.

—Bien —dijo el Corsario—, nosotros seguiremos a Wan Guld. El que vaya a caballo no le servirá de nada en el bosque.

En seguida, tomó papel y tinta de un escritorio y escribió apresuradamente:

Querido Pedro,

Sigo a Wan Guld por la selva con Carmaux, Wan Stiller y el africano. Utiliza mi nave y mis hombres. Cuando termines el saqueo, anda a buscarme a Gibraltar. Allí encontrarás tesoros mucho mayores que aquí.

El Corsario Negro.

Después de entregar la carta a un contramaestre y dejar en libertad a los filibusteros que lo seguían, se internó en el bosque con Carmaux, Wan Stiller, el africano y el prisionero.

7 - A la caza de Sam Guld

Es difícil hacerse una idea de la lujuriosa vegetación del suelo húmedo y cálido de las regiones sudamericanas, especialmente en las cuencas de los grandes ríos. Es tierra virgen, perpetuamente fertilizada por las hojas y por las frutas que se amontonan desde hace siglos, y cubierta por gigantescas plantas, que no pueden compararse con las de ninguna región del mundo.

—¿Por dónde habrán pasado? —dijo él Corsario—. No veo ningún boquete en esta masa de árboles y lianas.

—No se lo ha llevado el diablo —comentó el catalán.

—Ni tendrán caballos alados, supongo —agregó el Corsario.

—El gobernador es astuto. Ha querido borrar sus huellas.

Sin embargo, el catalán logró descubrir huellas de cascos que se internaban por entre una masa de palmas espinosas y se perdían al borde de un arroyo. Efectivamente, las huellas desaparecían allí, pero pronto comprendieron que el gobernador había seguido el curso del arroyo para no dejar rastro. Entraron en el agua, que apestaba a vegetales en estado de descomposición. Un silencio casi total reinaba bajo la bóveda vegetal que se inclinaba sobre el pequeño curso de agua. Solamente de cuando en cuando se escuchaba el tañido de una campana. La producía el llamado pájaro–campana por los españoles. Súbitamente, hubo una violenta detonación, seguida de una lluvia de proyectiles que cayeron en el arroyo con el ruido del granizo

—¡Truenos de Hamburgo! —exclamó Wan Stiller—. ¡Nos están ametrallando!

Todos sacaron sus revólveres y trataron de protegerse, excepto el catalán que reía.

—No tengan miedo —les dijo—, es el árbol–bomba.

Era el curioso árbol de la familia de las euforbiáceas que los botánicos llaman
hura crepitans.

Siguieron en fila india por el agua hasta que el catalán, que iba la cabeza, descubrió una masa de caballos que flotaba. Éstos habían sido ultimados a navajazos. Y las huellas se perdían nuevamente.

—¡Miren! ¡Allá, esas ramas que gotean!

—¡Los astutos!

—¡Han trepado a los árboles para dejarse caer más allá! Vamos a imitarlos.

—¡Muy fácil para marineros como nosotros! —exclamó Carmaux—. ¡Arriba!

Cincuenta metros más allá, el catalán, desde la copa de un árbol, descubrió una daga, y ya en tierra, el Corsario recogió un puñal de hoja corta damasquinada.

—Aquí volvieron a tomar contacto con el suelo —dijo.

Un poco más allá se veía un sendero abierto con hachas.

—Excelente —comentó Carmaux—. Nos han ahorrado trabajo y ganaremos tiempo.

—Pero están todavía lejos —repuso el Corsario—. De lo contrario escucharíamos el ruido de sus armas.

—Haremos lo posible por alcanzarlos.

El catalán y los filibusteros corrían, en mutua competencia, cuando su rápida carrera se vio detenida por un obstáculo imprevisto. Habían llegado a una zona de espinos, que en las selvas vírgenes de las Guayanas hace imposible la marcha de un hombre que no lleve polainas.

—¡Truenos de Hamburgo!... —exclamó Wan Stiller—. De aquí saldremos lacerados como San Bartolomé.

—¡Bah!, hallaremos otro paso —aseguró el catalán—. Desgraciadamente ya está muy oscuro.

Y contra su voluntad debieron acampar para esperar la salida de la luna.

Se acomodaron lo mejor posible junto al tronco de un árbol gigante después de haberse asegurado de que allí no había serpientes venenosas. Comieron, y luego de distribuir la guardia se dispusieron a dormir.

Carmaux, que hacía el primer turno con el africano, estaba desconcertado con el ruido estrepitoso de la selva.

—¿Qué jauría es ésa, compadre negro?

—Son ranas, compadre blanco —rió el negro.

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