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Authors: James Dashner

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

El corredor del laberinto (15 page)

BOOK: El corredor del laberinto
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Chuck se dio cuenta e hizo la pregunta que Thomas tenía en la cabeza:

—¿Qué le pasa? —susurró el niño—. Se parece a ti cuando saliste de la Caja.

—No lo sé —contestó Thomas—. ¿Por qué no vas a preguntarle?

—Puedo oír todas las malditas palabras que estáis diciendo vosotros dos —dijo Newt en voz alta—. No me extraña que la gente no soporte dormir a vuestro lado, pingajos.

Thomas se sintió como si le hubieran pillado robando, pero estaba muy preocupado; Newt era uno de los pocos en el Claro que de verdad le gustaban.

—¿Qué te pasa? —inquirió Chuck—. No te ofendas, pero estás hecho una clonc.

—Todo lo malo del mundo —contestó, y luego se quedó callado, con la vista clavada en el espacio durante un rato. Thomas estuvo a punto de insistir con otra pregunta, pero al final Newt continuó hablando—: La chica de la Caja. Sigue gimiendo y diciendo todo tipo de cosas raras, pero no se despierta. Los mediqueros hacen todo lo posible por alimentarla, pero cada vez come menos. Os lo digo yo, hay algo muy chungo en todo esto.

Thomas bajó la vista hacia la manzana y después le dio un mordisco. Ahora sabía ácida. Se dio cuenta de que estaba preocupado por la chica, preocupado por su bienestar. Como si la conociera.

Newt dejó escapar un largo suspiro.

—Foder, pero eso no es lo que me saca de quicio.

—¿Y qué es? —preguntó Chuck.

Thomas se inclinó hacia delante con tanta curiosidad que fue capaz de quitarse a la chica de la cabeza. Los ojos de Newt se entrecerraron al mirar una de las entradas del Laberinto.

—Alby y Minho —farfulló—. Deberían haber vuelto hace horas.

• • •

Cuando quiso darse cuenta, Thomas ya estaba otra vez trabajando, sacando de nuevo las malas hierbas, contando los minutos que le quedaban para acabar en los Huertos. No paraba de mirar hacia la Puerta Oeste en busca alguna señal de Alby y Minho, pues la preocupación de Newt se le había contagiado.

Newt había dicho que tenían que haber vuelto a mediodía, que ese era el tiempo suficiente para llegar hasta el lacerador muerto, explorar una hora o dos y regresar. No le extrañaba que estuviera tan disgustado. Cuando Chuck sugirió que tal vez estaban investigando y divirtiéndose un poco, Newt le había lanzado una mirada tan dura que Thomas pensó que el niño ardería por combustión espontánea.

Nunca olvidaría la cara que puso Newt a continuación. Cuando Thomas le preguntó por qué no se metían unos cuantos en el Laberinto para buscar a sus amigos, la expresión de Newt cambió a una de terror absoluto: las mejillas se le hundieron en el rostro, que se le puso oscuro y cetrino. Se le fue pasando poco a poco, y le explicó que estaba prohibido enviar grupos de búsqueda, por si acaso se perdía más gente, pero no había duda de que el miedo había atravesado su rostro.

A Newt le aterrorizaba el Laberinto.

Lo que fuera que le pasase ahí dentro —quizá incluso estaba relacionado con el dolor que tenía desde hacía tanto tiempo en el tobillo— había sido espantoso.

Thomas trató de no darle más vueltas mientras se volvía a concentrar en arrancar malas hierbas.

• • •

La cena de aquella noche resultó ser bastante sombría y no precisamente por la comida. Fritanga y sus cocineros sirvieron un magnífico banquete a base de bistec, puré de patatas, judías verdes y rollitos calientes. Thomas enseguida se dio cuenta de que los chistes que se hacían sobre lo que cocinaba Fritanga eran sólo eso, chistes. Todos engullían su comida y, en general, pedían más. Pero aquella noche los clarianos comían como hombres muertos resucitados para su última cena antes de que los enviaran a vivir con el diablo.

Los corredores habían vuelto a la hora habitual y Thomas se estaba alterando cada vez más al ver cómo Newt iba de puerta en puerta conforme entraban en el Claro, sin molestarse en ocultar su pánico. Pero Alby y Minho no aparecían. Newt obligó a los clarianos a seguir adelante y comer la cena de Fritanga tan bien merecida, pero insistió en que debían seguir pendientes de si llegaban los dos perdidos. Nadie lo dijo, pero Thomas sabía que las puertas no tardarían en cerrarse.

Thomas siguió las órdenes a regañadientes, como el resto de jóvenes, y compartió una mesa de
picnic
en la parte sur de la Hacienda con Chuck y Winston. Sólo había dado unos bocados cuando no pudo aguantarlo más:

—No soporto estar aquí mientras ellos están ahí fuera, perdidos —dijo, y dejó caer el tenedor en el plato—. Me voy a vigilar las puertas con Newt.

Se levantó y salió a echar un vistazo. Chuck iba detrás de él, como era de esperar. Se encontraron con Newt en la Puerta Oeste; caminaba de un lado a otro y se pasaba las manos por el pelo. Levantó la vista cuando Thomas y Chuck se acercaron.

—¿Dónde están? —preguntó Newt con voz débil y forzada.

A Thomas le conmovió que Newt estuviera tan preocupado por Alby y Minho, como si fueran de su familia.

—¿Por qué no enviamos un grupo de búsqueda? —volvió a sugerir. Le parecía una estupidez quedarse allí sentados, preocupadísimos, cuando podían salir y encontrarlos.

—Maldito… —empezó a decir Newt, pero se calló. Cerró los ojos un segundo y respiró hondo—. No podemos, ¿vale? No lo repitas más. Va al cien por cien en contra de las normas. Sobre todo ahora que las puñeteras puertas están a punto de cerrarse.

—Pero ¿por qué? —insistió Thomas, sin dar crédito a la terquedad de Newt—. ¿No les cogerán los laceradores si se quedan ahí fuera? ¿No deberíamos hacer algo?

Newt se volvió hacia él con la cara roja y los ojos brillantes por la ira.

—¡Calla la boca, verducho! —gritó—. ¡No llevas ni una maldita semana aquí! ¿Crees que no arriesgaría mi vida en este mismo instante por esos torpes?

—No…, lo… siento. No pretendía… —Thomas no sabía qué decir; él sólo intentaba ayudar.

La cara de Newt se relajó.

—Aún no lo has pillado, Tommy. Si sales ahí fuera por la noche, te espera una muerte segura. Sólo estaríamos malgastando más vidas. Si esos pingajos no consiguen volver… —hizo una pausa; parecía vacilar en decir lo que todos estaban pensando—. Ambos hicieron un juramento, igual que yo. Igual que todos. Tú también lo harás cuando tengas tu primera Reunión y te elija un guardián. Nunca salimos de noche. Sin importar lo que pase. Nunca.

Thomas miró a Chuck, que parecía estar tan pálido como Newt.

—Newt no lo va a decir —dijo el niño—, así que lo diré yo: si no vuelven, significa que están muertos. Minho es demasiado listo para perderse. Es imposible. Están muertos.

Newt no dijo nada y Chuck se dio la vuelta y volvió a la Hacienda, con la cabeza gacha.

«¿Muertos?», pensó Thomas. La situación se había puesto tan grave que no sabía cómo reaccionar y notó un agujero en el corazón.

—El pingajo tiene razón —asintió Newt, serio—. Esa es la razón por la que no podemos salir. No podemos permitirnos empeorar las cosas más de lo que ya están.

Le puso la mano a Thomas en el hombro y luego la dejó caer al costado. Las lágrimas empañaron los ojos de Newt, y Thomas supo que incluso en el interior de la oscura cámara de recuerdos que estaba cerrada con llave, fuera de su alcance, nunca había visto a nadie tan triste. La oscuridad en aumento del crepúsculo era perfecta para lo desalentadoras que se habían puesto las cosas.

—Faltan dos minutos para que se cierren las puertas —dijo Newt, una afirmación tan sucinta y categórica que pareció colgar en el aire como un sudario alcanzado por un soplo de viento. Luego se marchó, encorvado y en silencio.

Thomas negó con la cabeza y después echó la vista atrás, hacia el Laberinto. Apenas conocía a Alby y a Minho, pero el pecho le dolía al pensar en ellos ahí fuera, muertos por culpa de la horrenda criatura que había visto por la ventana la primera mañana que había pasado en el Claro.

Un gran estruendo sonó en todas las direcciones, lo que sobresaltó a Thomas y le apartó de sus pensamientos. Entonces se oyó el chirrido de la piedra contra la piedra. Las puertas se estaban cerrando para toda la noche.

La pared derecha retumbó por el suelo, soltando tierra y piedras a medida que se movía. La hilera vertical de barras era tan larga que parecía llegar al cielo y se deslizaba hacia los agujeros correspondientes de la pared izquierda, lista para cerrarse hasta por la mañana. Una vez más, Thomas miró con gran respeto el enorme muro en movimiento, que desafiaba cualquier ley de la física. Parecía imposible.

Entonces algo atrajo su atención a la izquierda.

En el interior del Laberinto, por el pasillo que había delante de él, algo se movía.

Al principio, el pánico le recorrió el cuerpo; retrocedió, preocupado por que pudiera ser un lacerador. Pero en ese momento vio dos formas que avanzaban a trompicones por el pasillo hacia la puerta. Sus ojos por fin vieron con claridad tras la ceguera inicial provocada por el miedo, y se dio cuenta de que era Minho con uno de los brazos de Alby colocado sobre los hombros, prácticamente arrastrando al chico detrás de él. Minho alzó la vista y vio a Thomas, que sabía que parecía que tenía los ojos saliéndose de las órbitas.

—¡Le dieron! —gritó Minho con voz ahogada y débil por el cansancio. Cada paso que daba parecía ser el último. Thomas estaba tan atónito por el cambio de los acontecimientos que tardó un momento en reaccionar.

—¡Newt! —gritó por fin, mientras se obligaba a apartar la mirada de Minho y Alby para centrarse en la otra dirección—. ¡Ya vienen! ¡Los veo!

Sabía que tenía que correr hacia el Laberinto para ayudar, pero tenía grabada en la cabeza la regla de no abandonar el Claro.

Newt ya estaba casi de vuelta en la Hacienda, pero el grito de Thomas le hizo darse la vuelta enseguida y echó a correr como pudo hacia la puerta.

Thomas se volvió para mirar hacia el Laberinto y el terror se apoderó de él. Alby se había resbalado de los brazos de Minho y se había caído al suelo. Thomas observó cómo Minho, desesperado, intentaba ponerle otra vez en pie, pero al final se rindió y comenzó a arrastrar al chico por el suelo de piedra.

Pero aún les quedaban un montón de metros para llegar.

El muro derecho se cerraba rápido y parecía cobrar más velocidad cuanto más despacio deseaba Thomas que fuese. Sólo faltaban unos segundos para que se cerrara por completo. Era imposible que lograran llegar a tiempo. No podrían hacerlo ni en broma.

Thomas se volvió para mirar a Newt, que con su cojera tan sólo había avanzado la mitad del camino. Luego miró una vez más hacia el Laberinto, hacia el muro que se cerraba. Tan sólo unos metros más y todo se habría acabado.

Minho se tropezó y se cayó al suelo. No iban a conseguirlo. Ya no quedaba tiempo. Se había acabado.

Thomas oyó a Newt gritar algo detrás de él:

—¡No lo hagas, Tommy! ¡Ni se te ocurra!

Las barras de la pared derecha parecían extenderse como brazos que se estiraban para alcanzar su objetivo, para acoplarse a aquellos orificios que eran su lugar de descanso durante la noche.

El sonido chirriante de la puerta inundó el aire de un modo ensordecedor.

Un metro y medio. Un metro. Medio metro.

Thomas sabía que no le quedaba otra opción. Se movió. Hacia delante. Se metió entre las barras de conexión en el último segundo y entró en el Laberinto.

Los muros se cerraron de golpe tras él y el eco del estruendo rebotó sobre la piedra cubierta de hiedra como la risa de un loco.

Capítulo 17

Durante varios segundos, Thomas sintió que el mundo se había quedado congelado. Un gran silencio siguió al ruido atronador que emitió la puerta al cerrarse y un velo de oscuridad pareció cubrir el cielo, como si hasta el sol se hubiera asustado de lo que acechaba en el Laberinto. El ocaso había llegado y las gigantescas paredes parecían lápidas en un cementerio para gigantes, plagado de hierbajos. Thomas se recostó sobre la roca áspera, abrumado por la incredulidad ante lo que acababa de suceder. Aterrorizado por las consecuencias que podía tener.

Entonces, un alarido que salió de Alby puso a Thomas firme; Minho estaba gimiendo. Thomas se apartó del muro y corrió hacia los dos clarianos.

Minho se había incorporado y estaba otra vez de pie, pero tenía un aspecto horrible, incluso bajo la tenue luz que aún les acompañaba. Estaba sucio, sudoroso y lleno de arañazos. Alby, en el suelo, parecía encontrarse peor; tenía la ropa hecha jirones y los brazos cubiertos de cortes y cardenales. Thomas se estremeció. ¿Había atacado un lacerador a Alby?

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