Sube, eso bastaba, y yo subía, y allí estaba ella, Raquel Fernández Perea, una chica lista de belleza secreta, enigmática, una mujer tan guapa que había que mirarla dos veces, y mirarla despacio, para verla del todo, para apreciar con precisión el problema de sus caderas, que parecían exceder ligeramente la proporción que exigía la estrechez de su cintura y sin embargo proclamaban con vehemencia la perfección de su cuerpo, su piel aterciopelada como la de un melocotón poco común. Ese era el único problema que yo quería resolver, el único que me interesaba, y sostenía un todo infinitamente más grande que la suma de las partes al asir a Raquel por las caderas, y cada vez estaba más lejos de la solución, y la solución cada vez me importaba menos.
Luego la abrazaba, la miraba, y entonces, durante un instante, aunque no quisiera, aunque me hubiera propuesto evitarlo, aunque me lo hubiera prohibido a mí mismo, me acordaba de todo, y sobre todo de mi padre, un hombre encantador, el más simpático, un mago, un encantador de serpientes, un hechicero, un hijo de puta, un pobre hombre adicto a las benevolentes pero quizás mortales trampas de la química, el hijo de mi abuela, el marido de mi madre, el amante de la mujer que deshacía el círculo inmaculado y perfecto que dibujaban sus labios para lograr sonreírme muy despacio, con los ojos entornados y un golpe de color en cada mejilla, desde la tibieza de una primavera precoz que codiciaba ya el calor del verano. Entonces me acordaba de todo y me parecía tan raro, tan extraño, tan incompatible con la realidad que estaba viviendo, que rompía a hablar de lo que fuera, de cualquier cosa, palabras y palabras sin más propósito que apagar el ruido que atronaba dentro de mi cabeza. El sonido de mi voz tranquilizaba a Raquel, la complacía, prolongaba la risueña pereza del placer en una alegría espontánea, pero consciente. En ese momento me daba cuenta de que aquel día, como todos los días, ella había esperado que yo me decidiera a hacer preguntas sobre mi padre, y al comprobar que tampoco había elegido ese día para decidirme, me respondía con una de esas sonrisas luminosas, hondas, que sabían decir que estaba contenta conmigo, que se alegraba de verme, de tenerme cerca, que le gustaba, que me quería.
—El otro día estuve pensando... —la miraba y ella esquivaba mi mirada, encogía los hombros en un movimiento casi imperceptible, se estiraba en la cama mientras yo abordaba el primer asunto que se me pasara por la cabeza—. Tu marido, ¿qué era?
Entonces se echaba a reír, se volvía hacia mí, me abrazaba, me besaba.
—Un imbécil.
—Ya, pero ¿qué clase de imbécil? Quiero decir, ¿a qué se dedicaba? Aparte de a hacer el imbécil, claro.
—Trabajaba en la IBM y sigue trabajando allí, creo. Para tu satisfacción añadiré que también es economista, lo conocí en la facultad. Y por lo demás...
—Vaya —sonreí—. En una cena de matrimonios, yo sería el único original. Espero que me lo tengas en cuenta.
—Por lo demás —siguió, como si no la hubiera interrumpido—, tenía una Harley, que le gustaba mucho más que yo, un afgano, al que quería mucho más que a mí, una adicción a la cocaína que le estimulaba mucho más que yo, y un montón de amigos con Harleys y amigas con perros de raza que le caían mucho mejor que yo.
—¿Y por qué te casaste con él?
—Pues... —hizo una pausa, se quedó pensando, volvió a sonreír—. Ahora ya no lo sé, la verdad. Empezamos a salir en segundo, estuvimos juntos un par de años, rompimos, a mí me dio por el teatro, me lié con aquel actor que te conté, me dejó, él se enteró, me estuvo persiguiendo una temporada y, de repente, me pareció mucho más interesante que la primera vez. Porque tenía una Harley, supongo, porque tenía un afgano, porque entonces ganaba mucha más pasta que yo y se la gastaba hasta el último céntimo, porque todavía se limitaba a meterse una raya de vez en cuando y siempre hacía otra para mí, porque me llevaba de vacaciones a países exóticos, porque era muy guapo y porque yo, de joven, la verdad sea dicha, también era bastante imbécil... Pero con el tiempo he mejorado mucho, ¿eh?
—¿Era muy guapo? —fruncí el ceño y se echó a reír.
—Sí —y subrayó esa afirmación con la cabeza—. Muy, muy guapo.
—¿Cuánto de guapo?
—Espera. Te lo voy a enseñar...
Cuando se levantó de la cama, atardecía. La luz de un sol rendido, pesaroso de su debilidad, jugaba con el aire y con mis ojos, creando planos luminosos e imposibles que ella atravesó como si fueran de agua. Aquella claridad irreal, casi teatral, envolvió su cuerpo desnudo en una gasa dorada y transparente, un adorno lujoso que se humillaba ante su piel perfecta y que me abandonó para ir con ella. Raquel se llevó consigo la sutileza de aquella luz resistente, condenada a morir en el desesperado amor del día, hasta aquel viejo escritorio que me gustaba tanto, y yo sentí que el mundo se había quedado a oscuras, que no podía existir nada hermoso, nada suave ni brillante, ninguna emoción, ningún placer, ni un solo átomo de verdad, de la realidad verdadera, lejos de aquel cuerpo amado por el sol, que amanecía para mí y me consentía amanecer en él a cualquier hora. Entonces se dio la vuelta y la luz volvió a mí, vino con ella.
—Mira —traía un montón de fotos en la mano—. Es éste, ¿ves?
No me acuerdo de la fecha concreta de aquel día. Tampoco sé si fue en aquel momento, o un poco antes, o quizás incluso después, cuando comprendí que me había enamorado de Raquel del todo, en todo, por todo, con todo y sin remedio. No soy capaz de reconstruir con precisión las circunstancias de aquel descubrimiento porque no tenía la costumbre de sentir nada parecido y sí muy arraigado el hábito de sonreír, con una simpatía cortés, bienintencionada, ante las declaraciones universales, totalitarias, metafísicas y terminales de mi hermano Julio, de mis amigos, de las amigas de mi mujer. Nunca lo dije en voz alta, pero mientras Mai se indignaba, yo me limitaba a pensar que estaban exagerando, y la sospecha de que tal vez me estuviera perdiendo algo no era suficiente para desarmar el imaginario lápiz rojo con el que dividía por la mitad, de entrada, la cifra de los dolores, de las espinas, de los vacíos, de las lágrimas, de la exaltación, de las babas, de la felicidad, del placer de las vidas ajenas. Entonces solía recordarme a mí mismo que me gustaba mi mujer, que me gustaba mi trabajo, que me gustaba mi vida, y no echaba nada de menos. Pero eso sucedía en los tiempos de mi pobreza, cuando yo creía que mi vida era mía, y que era vida. Después, en algún momento que no puedo reconstruir con precisión, la aritmética se burló de mí, y ni siquiera tuve fuerzas para aprender a multiplicar todo lo que antes había dividido. No fue necesario. El dolor, las espinas, el vacío, la exaltación, las babas, el placer, aprendieron a multiplicarse por su cuenta con la implacable determinación de un organismo vivo, implacablemente determinado a crecer para estabilizarse y conservar su forma.
No me acuerdo de la fecha concreta de aquel día. Sólo sé que estábamos a finales de mayo, quizás en junio, porque ya pasaba todas las tardes en casa de Raquel, y porque aquella luz nos empujaba hacia el verano. Y sé que me costó trabajo fijarme en aquel hombre joven, alto y musculoso, que tenía el pelo claro, ondulado en las puntas, y una cara redonda, aniñada, de nariz pequeña y barbilla blanda, que prolongaba en el tiempo un aspecto de surfista adolescente, bronceado, característico de los protagonistas de ciertas series norteamericanas de televisión. Sé que me costó trabajo verle, porque a su lado, en casi todas las fotos, estaba una Raquel de veinte años, delicada y tierna como un melocotón que todavía madura en la rama de un árbol, y su belleza me dolió, me dolió la vida que había vivido sin mí, me dolieron las manos que la tocaban, los brazos que la abrazaban, los labios que la besaban, me dolió la tristeza de no haberla tenido antes, de no haberla tenido siempre, y sucumbí a un impulso turbio e interior, cuya naturaleza era tan desconocida para mí como la violencia con la que se manifestaba. Entonces me dije que nunca podría separarme de esa mujer, que nunca consentiría que hubiera otro imbécil en su vida, que lo único que quería era hacerme viejo a su lado, ver su rostro al despertarme todas las mañanas, ver su rostro un instante antes de dormirme cada noche y morir antes que ella. Eran sólo palabras, o ni siquiera eso, frases hechas, sobadas, desprovistas ya de sentido por el uso, pero yo las pensé, las compuse como si nadie las hubiera pensado o sentido antes, y miré a Raquel, y la vi mirarme, sonriente primero, luego más seria, como si pudiera adivinar lo que me estaba pasando. Hasta que se inclinó sobre mí, y la besé, y la Tierra giró sobre sí misma y alrededor del Sol entre las cuatro esquinas de su cama.
—Bueno, di algo... —me pidió después, y parecía asustada, pero estaba mucho menos asustada que yo.
—Tú eras guapa —la besé en un pecho, cerca del pezón, y logré recuperar al menos una apariencia de normalidad—. Menos que ahora, pero muy guapa.
—¡Álvaro! —se reía—. No seas pelota.
—Lo digo en serio —volví a besarla en el mismo sitio, podría haber seguido besándola así toda la vida—. Y él... Qué quieres que te diga —la miré—. Me gustan más los del tanque.
—A mí también —sonrió—. Pero no estábamos hablando de ellos.
—No, es verdad, sólo digo que me parecen mucho más guapos. Y tu marido, pues... También es guapo, sí, dentro de un orden, rubio, más que otra cosa, que en este país ya se sabe que es un mérito, pero lo encuentro un poco mariquita, ¿no? —ahora se reía a carcajadas, pero me miraba con tanto entusiasmo como si nunca hubiera escuchado un juicio que le gustara más—. Lo digo por el aspecto porque, en fin, con esos rizos tan impropios hasta de un economista, tantas horas de gimnasio a cuestas, y este bronceado de máquina, no sé...
—Pues no era nada mariquita —me corrigió por fin—. Era muy mujeriego, no paraba de ponerme los cuernos.
—¿Y tú?
—Yo, al final, se los ponía también, pero... —y levantó en el aire el dedo índice—, él empezó, que conste.
A mí ni se te ocurra ponerme los cuernos, estuve a punto de decirle, pero me callé, y no porque estuviera casado, un dato que en aquel momento tal vez ni siquiera recordaba, sino porque esa frase tonta y risueña, una inocente queja de enamorado, bordeaba el límite del terreno neutral, una frontera que ninguno de los dos queríamos atravesar. Más allá, en el número indeterminado de los hombres que me habían precedido en su cama antes y después de su divorcio, acechaba la figura de mi padre y yo no quería acercarme a él, no quería conocer fechas ni escenarios, nombres de hoteles o de restaurantes, frases brillantes o silencios elocuentes, no quería saber nada, ningún detalle.
Eso sucedió aquella tarde, y había sucedido otras veces, y volvería a suceder, hasta que llegó un momento en el que ya nada de lo que hubiera pasado entre Raquel Fernández Perea y Julio Carrión González me parecía extraño, sino algo peor, absurdo, ridículo, imposible, porque yo cada vez tenía más con esa mujer, estaba cada vez más implicado, más presente en su vida, y ella no me frenaba, no me ponía límites. Yo fui limando los míos, los rebasé muy deprisa, acabé saltando limpiamente por encima, y a veces la llamaba antes de ir a verla y a veces no, pero ella siempre estaba allí, estaba allí todas las tardes, esperándome, y podíamos hacer cualquier cosa, decir cualquier cosa, hablar de cualquier cosa excepto del hombre que nos había unido, el hombre con el que había empezado todo, un hombre que había sido su amante y que sería siempre mi padre.
Lo que pasó aquella tarde ya había pasado otras veces, volvería a pasar, y entonces, igual que hice antes, igual que haría después, besé a Raquel como si no hubiera besado a ninguna otra mujer antes que a ella, la abracé como si nunca hubiera tenido otro cuerpo de mujer entre los brazos, la poseí con tanto cuidado como si supiera que su vida estaba en mis manos, y al terminar, ella me miró con una entrega tan profunda como si quisiera decirme que lo que ocurría era exactamente eso.
Después me fui a casa. En la escala de irrealidad por la que fue avanzando la afilada plenitud de aquella primavera, la vuelta a casa llegó a la cima mucho antes que los silencios forzados por el fantasma de mi padre.
—¡Álvaro! —Mai se alegraba siempre de verme—. Qué bien que hayas llegado, mira, te voy a enseñar, he estado mirando lo de la cocina, ¿sabes? Mi cuñada me ha llevado a una fábrica que hay en Fuenlabrada, que hacen muebles para firmas de las carísimas, pero allí los venden a precio de coste y no tardan más que un mes y medio, fíjate qué suerte, porque eso nos encajaría con el plazo de los polacos que están trabajando en casa de Isa...
Y me arrastraba hasta el salón, y me sentaba frente a la mesa del comedor, y empezaba a desplegar folletos y más folletos, planos y más planos que iba señalando con el dedo, explicándome las ventajas y los inconvenientes de cada modelo, las islas me encantan, pero claro, suben mucho el precio... Así terminó abril y empezó mayo, mira ésta, ¿a que parece una cocina de los años cuarenta?, pero es bonita, ¿verdad? Así mayo se fue acercando a junio y Raquel ya me miraba desde todas las campanas extractoras, desde cada uno de los verduleros extraíbles, desde cualquiera de los botelleros integrados. ¿Y esta otra? Combinar vitrinas y puertas de madera estará ya muy visto, pero yo lo encuentro acogedor, ¿a que sí?, y el sexo de Raquel, prendido en mis dedos, en mis manos, en la piel de mi memoria, se dibujaba por fin sobre mi cara, pero Mai no lo veía mientras yo asentía a todo excepto a lo que ella no quería que asintiera, para negar entonces con la cabeza y una repentina convicción, no, no, no, por supuesto que no.
—Bueno, pues ya está. ¿Qué hacemos?
—Lo que tú quieras —y sonreía—. Elegimos la que más te guste.
—La que más me gusta es ésta, desde luego —y señalaba unas fotos tan incomprensibles, tan irrelevantes y ficticias como todas las demás—, pero es la más cara de todas.
—Da igual —volvía a mirarla y volvía a sonreír—. Lo único importante es que te guste a ti.
—Ya, pero sin isla no sé si va a quedar bien...
—Pues la ponemos con isla.
Entonces venía hacia mí, se situaba detrás de la silla, rodeaba mi cuello con los brazos, me daba muchos besos y yo cada vez me sentía menos culpable.
—¡Voy a llamar a Isa ahora mismo para contárselo! Qué bien. La verdad es que tener tanto dinero de repente es una gozada, ¿o no? —y entonces, cuando ya estaba a punto de salir por la puerta, se acordaba de algo, giraba sobre sus talones, me dedicaba una sonrisa radiante—. Y tú libro, ¿qué, cómo va?