El corazón de Tramórea (83 page)

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Authors: Javier Negrete

BOOK: El corazón de Tramórea
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Ahora, al sujetar esta espada, comprobó que su equilibrado era perfecto. Se notaba más ligera que un acero normal, pero pesaba suficiente para que las sensaciones de la mano y la muñeca fueran las adecuadas.

Lanzó un par de tajos y estocadas, y el aire zumbó con una vibración poderosa que se transmitió a su brazo como un masaje y sonó en sus oídos a música del paraíso. Después puso la hoja de plano y se la acercó a la cara. Olía a tormenta. Entrecerró los ojos para estudiar los detalles. Las líneas del templado formaban ondas rematadas por suaves picos, como olas rompientes. El acero se veía casi blanco, y los zarcillos de luz corrían muy cerca de su superficie, pero sin tocarla realmente.

No pudo resistir la tentación. Con mucho cuidado, acercó la palma a la hoja, siempre de plano. Cuando estaba a punto de tocarla notó una suave repulsión, una especie de barrera mágica sobre la cual su mano resbalaba a los lados. Giró la espada y probó con el otro lado. Esta vez su palma rozó la hoja de acero. Una extraña corriente atravesó su muñeca, iluminando sus venas como si por ellas corrieran luznagos. Apartó la mano al instante, pero la luz de su cuerpo tardó unos segundos en desvanecerse.

La empuñadura era negra, como la de
Zemal
, y de un material que se adhería a la mano sin ser pegajoso. Por un momento vio una inscripción en letras rojas que brillaban como ascuas que no han terminado de enfriarse, pero enseguida se borró. Le había parecido que estaban en Arcano, idioma que ni leía ni hablaba, y se acordó de Derguín.

Se dio cuenta de que ya no tenía por qué envidiar a su antiguo discípulo. Fue como si los últimos años volaran veloces ante sus ojos, mostrándole en fogonazos todo lo que había pasado y barriéndolo como un ventarrón. Su frustración y su amargura desaparecieron de golpe, disueltas como una bola de sal en el agua. Le invadió una cálida sensación de afecto por Derguín, y sintió deseos de verlo de nuevo, olvidar viejas desconfianzas y combatir juntos contra los dioses o contra las mismísimas Moiras de las que había hablado Linar. La emoción fue tan intensa que se le llenaron los ojos de lágrimas, y a través de ellos el resplandor de la hoja se convirtió en minúsculos arco iris.

Por senderos tortuosos, bajando al corazón de Tramórea o más bien hundiéndose en él, había conseguido su propia espada de fuego.

No, de fuego no. No se sentía calor al acercar la mano, sino el soplo de una brisa gélida, y su brillo era frío como la luz del sol tras atravesar un carámbano de hielo.

Tenía que probarla. ¿Dónde? Movido por un impulso, se volvió hacia el yunque y levantó la espada.

—¡Un momento!

Se volvió. Allí estaba el herrero de su sueño, dos cabezas más alto que él, con barba de fuego y unos músculos que habrían empequeñecido a los del Mazo. Llevaba un parche en el ojo derecho, igual que en su visión. No recordaba que según los mitos fuera tuerto.

En cualquier caso, los mitos en los que él siempre había creído ya no valían para nada.

—¿Te parece bien recompensar a tu anfitrión destrozándole la herrería?

—¿Eres tú de verdad o estoy hablando con otro fantasma, como esa mujer?

Tarimán se acercó a una pared, descolgó unas enormes tenazas y golpeó con ellas una chapa de hierro que tenía sobre la mesa.
¡¡K
LANNNNGGG!!

Si aquello no era real, el hechizo era muy bueno.

Kratos retrocedió, bajando la punta de la espada hacia el suelo. Sentía su tenue vibración todo el rato en las palmas y en los dedos. Pero quizá era hora de pensar en guardarla, no podía pasarse el resto de su vida blandiéndola.

El dios pareció leerle el pensamiento.

—Tienes una vaina detrás de ti, colgada de la pared entre tenazas y leznas.

Kratos miró donde el dios le indicaba. La funda era de cuero repujado, reforzada con un brocal en la boca y un batiente en la punta. Ambas piezas eran de oro.

—Cuando forjé a
Zemal
no pude entregarla a su primer dueño tal como yo habría querido, así que él mismo se tuvo que fabricar una vaina. Esta vez he tenido tiempo de hacer mejor las cosas.

Kratos descolgó la funda y enganchó las trabillas en el lado derecho del cinturón, ya que en el izquierdo llevaba su otra arma. Después, con mucho cuidado, acercó la espada a la vaina. Temía que, si no acertaba a meterla bien, la hoja luminosa fundiera o rompiera el brocal de oro. Pero cuando la punta se hallaba a un dedo de distancia de la boca, notó una fuerza ajena, una especie de suave succión que guiaba a la espada. La guardó despacio, contemplando casi con tristeza cómo el brillo de la hoja desaparecía engullido por el cuero. Pero cuando los gavilanes chocaron con el brocal, comprobó que la empuñadura seguía transmitiéndole una leve vibración.

De pronto, era como si sus sentidos se hubieran embotado. No había sido consciente al blandir el arma; pero mientras lo hacía, lo había visto, escuchado y olido todo con más nitidez. Recordaba que Derguín le había hablado de aquella sensación y le contó que, cuando quería espiar una conversación lejana, desenvainaba un poco a Zemal y notaba cómo sus sentidos se aguzaban.

—Pero Derguín también te habrá advertido de los riesgos de empuñar una espada de poder —dijo Tarimán.

—¿Cómo sabes lo que estaba pensando? —preguntó Kratos. En otro momento de su vida se habría asombrado. Ahora casi nada lo sorprendía ya.

Por respuesta, el dios herrero se levantó el parche. Debajo tenía un ojo rojo de un tamaño exagerado. De niño, en el barrio de Kratos había un perro al que le habían reventado el globo ocular de una pedrada. Aquella bola sanguinolenta se lo recordó.

—Una comparación poco halagüeña. ¡Con un perro! —se quejó Tarimán, volviendo a colocarse el parche.

—Lo siento.

—No te preocupes. Sé que es desconcertante estar con alguien que te lee los pensamientos. Si fuera por mí me quitaría el ojo, es bastante incómodo estar recibiendo todo el rato el ruido caótico que reina en las mentes ajenas.

—Me lo imagino —dijo Kratos. En realidad, no tenía ni idea de cómo debía ser la sensación.

—No tienes ni idea de cómo es la sensación.

—En efecto. —
Deja de pensar
, se ordenó a sí mismo. No era tarea fácil.

—Te hablaba de los riesgos,
tah
Kratos. La espada que llevas al cinto, igual que
Zemal
, es una droga muy fuerte. No sé cómo reaccionarán ni tu cuerpo ni tu mente. Para Derguín Gorión, empuñar la espada supone a la vez un placer y un suplicio. Mas verse separado de ella es mucho peor. No digas que no te lo advertí.

Kratos buscó la espada, pero cuando iba a cerrar la mano sobre el pomo se arrepintió.
Yo decido cuándo la toco y cuándo no. Soy el amo, no el esclavo
, se intentó convencer.

—Sí, tal vez te conviertas en el amo y logres controlar la voluntad de
Talavãra
3
. Eso está por ver.


¿Talavãra?

—Un nombre antiguo en una antigua lengua. De modo que tú serás conocido como el Talavãranit.

Kratos repitió el nombre.
Talavãra
. Le gusto su sonoridad, sencilla y abierta.

—Está bien —dijo—. Ya tengo el arma. Me he mantenido vivo hasta llegar a Agarta, como me dijiste en aquel sueño. ¿Qué debo hacer ahora?

—Lo que te dijo el otro tuerto, Linar.

—Subir al puente de Agarta y proteger las puertas del Prates. Pero ¿cómo lo conseguiremos? Lo llamáis puente, pero es una columna vertical.

—Comprobaréis que al llegar allí vertical u horizontal son orientaciones tan relativas como norte o sur. El camino es sencillo para las piernas, aunque puede hacer que flaquee el corazón.

De repente, el dios herrero miró a un lado, como si se concentrara en escuchar algo inaudible y no quisiera distracciones.

—Debes irte,
tah
Kratos. ¡Rápido!

—¿Qué ocurre? ¿No me dirás nada más?

—Aquí corres peligro. Hablando contigo me he distraído, y he olvidado por un momento a aquel cuyos pensamientos debía vigilar.

Kratos rodeó la empuñadura con los dedos.

—No tengo miedo. Puedo defenderme.

—De Tubilok podrías haberte defendido hace media hora, cuando era ciego a
Zemal
y a la espada que he forjado para ti. Pero ya no lo es. ¡Vete, te digo!

Kratos percibió un hedor a huevo podrido, tan intenso que anuló el olor a brasas y limaduras calientes.

En el centro de la herrería apareció una sombra extraña, un círculo negro que empezó a crecer en espiral como una imagen a escala del vórtice que había engullido los barcos para transportarlos a Agarta. El remolino de oscuridad se hinchó a gran velocidad y empezó a condensarse en formas materiales.

Eran tres figuras, una de aspecto normal y dos de tamaño sobrehumano, tan grandes que empequeñecían incluso a Tarimán. Sin duda se trataba de dioses. Uno de ellos cubría su cuerpo con una armadura oscura que, sin embargo, reflejaba la luz como si fuera de mercurio, y llevaba un yelmo sin ranuras coronado de largas espinas que se movían por sí solas.

Las manos, extendidas ante su cuerpo, empuñaban un asta negra que a Kratos le resultaba muy familiar. Aunque ya no tenía las esmeraldas con que la había adornado, era la vara de Mikhon Tiq, que antes había pertenecido al Enviado.

Para asombro de Kratos, era precisamente Mikha quien agarraba con la mano izquierda un extremo de la vara. El otro lo aferraba un coloso casi tan alto como el dios de la armadura oscura, pero mucho más ancho y musculoso. Kratos lo había visto unos días antes flotando en el centro del remolino. Era Anfiún.

—¡Corre, Kratos! —le apremió Tarimán.

Esta vez no necesitó que le diera la orden. Que, por el momento, los dioses lucharan contra los dioses. Tal vez su nueva espada acabaría enfrentándose a los Yúgaroi, pero antes sería mejor que se familiarizase con ella.

Los recién llegados ya habían terminado de materializarse cuando Kratos salió por la puerta de la forja. No pudo evitar una última mirada atrás. Mikhon Tiq no parecía haber reparado en su presencia.

Pero Anfiún sí. Lo último que vio Kratos de él fue un enorme dedazo que lo señalaba, como diciendo: «Te he reconocido».

Tal vez aquel gesto no hizo que huyera, pero sí que se moviera mucho más rápido.

El yelmo de Tubilok dejaba distinguir su rostro. Era casi el de antaño, con los dos ojos azules que Tarimán le había extirpado, más una joya encastrada en la frente que le confería cierto aire místico.

El ojo rojo que el herrero se había injertado en la órbita derecha empezó a palpitar, y lo que recibía pasó al cerebro de Tarimán como un flujo de sangre. Eran pensamientos mezclados, difíciles de interpretar. Se contempló a sí mismo a través de la mirada de Anfiún: para él era pequeño, feo, cojo y para colmo tuerto.
Yo jamás tendría ese cuerpo
, pensaba el dios de la guerra, sin pararse a reflexionar que el que él había elegido era una caricatura hipermusculada. Pero en un segundo plano Anfiún tenía otro pensamiento que era más bien un resquemor: el humano, Kratos. Lo había dejado en ridículo delante de los demás dioses al destruir su waldo. Debía pagar.

La mente de Tubilok era mucho más complicada. Para su gusto, Tarimán llevaba demasiado tiempo asomándose a ella. Resultaba agotador. Su flujo de pensamientos jamás cesaba. Estaban las ecuaciones dimensionales, siempre las ecuaciones, como el tictac de un reloj que nunca se detenía, arrojando datos, revolviéndose sobre sí mismas, ramificándose para llegar a callejones sin salida, retrocediendo, simplificándose, volviéndose a ramificar, entrando en bucles que se reproducían en ángulos distintos, bifurcándose...

¡Basta!
, se dijo a sí mismo, y bloqueó aquel ruido incesante y obsesivo. Si Tubilok llevaba tanto tiempo conviviendo con aquello dentro de su cabeza, lo compadecía en verdad.

Sobre aquella base, que era como el fondo de un cuadro, Tarimán percibió el odio y el despecho.
¡He sido engañado!
Pero al mismo tiempo, no expresado en palabras, el odio se entreveraba con la admiración. De haberlo verbalizado, cosa que Tubilok no quería hacer por no escucharlo en su propia mente, habría dicho algo así como:
Es más astuto de lo que pensaba. ¡Ha sido más listo que yo!
Eso hizo sonreír al herrero. Era una pequeña compensación tras miles de años de condescendencia y complejo de superioridad.

«Eres inteligente, Tarimán», le decía ya desde los tiempos remotos en que preparaban su viaje a las estrellas. «Pero a tu pensamiento le falta grandeza. Resultas el complemento perfecto para mí: la tecnología que concreta las elevadas ideas de la ciencia, la artesanía que materializa los sueños del verdadero arte.» Pues Tubilok siempre había tenido un alto concepto de sí mismo.

Debo resolver esto rápido. Estoy perdiendo tiempo aquí
, pensaba Tubilok. Pero al mismo tiempo quería tomarse un rato para regodearse en su última victoria.

Y había algo más. Tubilok decía ser un idealista, y seguramente tenía razón, pero no le faltaba instinto utilitario. La mente de Tarimán le vendría muy bien para ayudarle en sus cálculos finales.

Me quieres convertir en un vulgar procesador, como has hecho con tantos otros
, pensó el dios herrero. Pero eso no iba a ocurrir.

Después estaba el humano que no era humano, Mikhon Tiq. Esa mente no se hallaba al alcance del ojo rojo, pues había algo en ella que dimanaba del Onkos, el mismo lugar del que procedían los ojos de los Tíndalos.

En el pasado, Tarimán había pactado con las entidades llamadas syfrõnes, y con los Kalagorinôr que habían nacido como resultado de su simbiosis con seres humanos. A modo de prueba de buena voluntad, a dos de ellos les había entregado el ojo que veía en el espacio y el que escrutaba las bifurcaciones del futuro. Por supuesto, él se había reservado para sí el que leía las mentes, pues se negaba a sufrir nunca más la torturante experiencia de tener que doblepensar y engañarse a sí mismo para no delatarse ante otros.

Pero ese ojo jamás le había permitido asomarse a los procesos mentales de los Kalagorinôr, a los que había tenido que espiar recurriendo a otras herramientas. En general, aquellos magos que mezclaban en sí naturalezas de dos universos distintos se habían agazapado durante siglos, expectantes, contemplando los asuntos de los humanos sin intervenir demasiado en ellos.

Ahora todo había cambiado. El joven Mikhon Tiq había decidido participar en el juego entre dioses y mortales, y no sólo se había manchado las manos, sino que todo él estaba embarrado hasta las cejas. ¿Qué planes se escondían tras esos ojos tan grandes y oscuros? A través de las mentes de otros, Tarimán sabía que había atacado a su propio compañero Kalitres y lo había convertido en prisionero de los dioses. También había sugerido a Anfiún que abriera un agujero en el lecho del océano para engullir la flota donde viajaba el otro Kalagorinor que aún vivía, Linar. ¿Se había vuelto realmente contra ellos para abrazar el bando de Tubilok o había una trampa dentro de la trampa?

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