El corazón de Tramórea (21 page)

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Authors: Javier Negrete

BOOK: El corazón de Tramórea
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Estudiando la maqueta, saltaba a la vista que Corocín suponía una barrera para la expansión de Áinar. Lo mismo ocurría con Guinos, pero éste no tenía remedio: no merecía la pena colonizar una extensión seca y baldía donde sólo encontrarían cactus, espinos y lagartos. En cambio, ¡qué desperdicio era aquel bosque impenetrable! Si lo talaba y roturaba, o incluso si lo incendiaba, aumentaría la superficie de su futuro reino en un tercio.

Eso pensaba entonces. Ahora, años después, al encontrarse con el bosque real bajo sus pies había recordado aquellos planes de juventud. Pero una cosa era examinar Corocín en un mapa o una maqueta y otra bien distinta contemplarlo en toda su imponente realidad. Tan vasto, tan hostil.

Por un momento, había tenido la sensación de que el bosque le devolvía la mirada, de que era todo él una única e inmensa criatura cuya respiración se manifestaba aquí y allá como bancos de niebla. Y esa criatura lo estaba desafiando. «Destrúyeme si puedes. Inténtalo.»

—Algún día lo haré —había respondido en voz alta.

—¿Qué harás, mi señor? —le preguntó Capitán.

—Ya lo sabrás en su debido momento.

Tal vez acabar con el bosque entero supondría un desafío superior a sus fuerzas. Pero existían otras posibilidades. Cuando regresara a Áinar, dividiría el bosque en dos talando una enorme franja de terreno de oeste a este por la que correría una calzada tan ancha como la Ruta de la Seda. Sin duda, los Bazu la sufragarían a cambio de una contrata de explotación. Después, a lo largo de esa vía fundaría ciudades amuralladas que servirían como núcleo para colonizar poco a poco el resto del bosque.

Además, la calzada serviría para que sus batallones viajaran al este sin impedimentos. Ahora que en Mígranz ya no había ningún ejército, era el momento de apoderarse de las tierras de Málart.

Todo el mundo creía que la intención de Togul Barok era conquistar Ritión. Esa fruta caería a su debido tiempo. Su plan era más ambicioso: vencer a la naturaleza. Colonizaría Corocín, convertiría las tierras atrasadas que se extendían hasta el mar de Kéraunos y las estepas de los Trisios en una región próspera. La posteridad recordaría a Togul Barok, emperador de Áinar, como constructor y civilizador. Por supuesto, durante el proceso habría grandes batallas, y no faltaría ocasión para la gloria y los cantares épicos.

Algunas de esas batallas no se librarían contra enemigos humanos. El peligro peor del bosque de Corocín eran los coruecos. Aquellas enormes bestias antropomorfas de huesos duros como el bronce habían infestado las tierras de Áinar durante los tiempos posteriores a la gran oscuridad. Fue el fundador de la nación, el rey Áinar, quien los expulsó hacia el norte hacía más de ochocientos años. Pero muchos de ellos se refugiaron en la floresta que entonces era conocida como Bosque Negro y que la gente empezó a llamar Corocín precisamente por los coruecos.

Ahora, al oír los gritos de sus soldados pensó, precisamente, que estaban siendo atacados por coruecos.

Se había apartado de ellos por estar solo, pero también para dejarlos un rato a su aire. Lo miembros de la Compañía Noche eran camaradas y disfrutaban de estar juntos. Pese a su bravura y agresividad innatas, apenas estallaban peleas entre ellos —la restricción del vino y la prohibición total de los dados y otros juegos contribuían, sin duda, a evitar que los ánimos se soliviantaran—. Habían renunciado a todo, incluso a sus familias, para demostrar que sus únicos hermanos eran los demás Noctívagos. Ahora no respondían a nombre ni apellido, eran simplemente Capitán, Atalaya, Roquedal, Corneta, Silencio, Colibrí, Pecas, Cirujano o Negro.

Por su parte, Togul Barok prefería no tener más compañía que la imprescindible. Siempre había sido solitario como un dientes de sable o un terón, los animales a los que más admiraba. Sobre todo al terón, que volaba por encima de las nubes y contemplaba los asuntos humanos desde la distancia. Por ese motivo lo había elegido como emblema personal desde que era un joven príncipe.

¿Cómo no sentirse solo cuando se es tan diferente? Desde niño percibía la inquietud que provocaban en los demás sus ojos de doble pupila. Entre sus escasos compañeros de juego, miembros de la nobleza más selecta de Koras, hubo algunos que se burlaron de él. Todavía recordaba a Kormatos, hijo de un general que había ayudado a su padre a conquistar el trono. Un niño arrogante y cruel, incluso más cruel de lo que suelen serlo los niños. Kormatos tenía nueve años y estaba rodeado de un círculo de matones de su edad. Togul Barok acababa de cumplir los seis.

Fue una de las primeras veces en que recordaba haberse dejado llevar por su gemelo colérico. Kormatos y sus amigos llevaban toda la mañana llamándolo
Cuatrojos
; un remoquete que ahora le habría provocado como mucho una sonrisa desdeñosa, pero que para un niño suponía una ofensa gravísima. Togul Barok le cedió el control al homúnculo enterrado bajo su cráneo, y de pronto lo vio todo rojo. Lo siguiente que recordaba era estar sentado en el pecho de Kormatos, con una piedra en la mano y golpeándolo con saña en la boca, mientras sus compañeros trataban de separarlos. Para desgracia de Kormatos, los cuatro dientes que le rompió Togul Barok eran definitivos, no de leche.

Desde entonces nadie había vuelto a meterse con él, y todos lo miraban con más temor que respeto. En condiciones normales, su carácter era silencioso y retraído; en cambio, cuando su gemelo colérico tomaba las riendas, empezaba siendo efusivo y cordial, pero terminaba siendo peligroso. Ambas personalidades habían contribuido a aislarlo de los demás. Por no hablar de las enseñanzas que le había inculcado su preceptor Tarondas, para quien las muestras de afecto, el ingenio frívolo o, simplemente, el buen humor eran características más de animales que de humanos.

—Un hombre que se ríe a carcajadas rebaja su inteligencia y su moral al nivel de un corueco.

¡Coruecos! Togul Barok se había adormilado, saltando de un pensamiento a otro. Ahora, al captar ruidos de pelea, se espabiló al instante, se puso en pie y corrió hacia el campamento.

Su mente discurrió a toda velocidad. Sólo se oían las voces de sus hombres. Si los atacantes fueran coruecos, también deberían escucharse sus rugidos.

Al entrar en el claro, comprobó que sus soldados ya habían entrado en aceleración. Pero el enemigo contra el que luchaban se movía incluso más rápido que ellos. Para distinguir lo que pasaba, Togul Barok subvocalizó los números de Urtahitéi. Todo pareció volver a su velocidad normal; una sensación engañosa, compartida con el resto de su unidad.

Al parecer, lo que había provocado la alarma entre sus hombres era el ataque de un solo guerrero.

Se corrigió al momento. Un guerrero no: una guerrera. Era más alta que cualquiera de sus soldados, tanto como él o más, pero se movía con la coordinación y agilidad de una bailarina, daba saltos prodigiosos sobre las cabezas de los Noctívagos y sus golpes eran devastadores.

Antes de entrar en acción, el emperador decidió estudiar la situación unos segundos. La mujer vestía una especie de armadura roja tan ceñida como una segunda piel. Habría pensado que se trataba de un vestido de no ser porque su superficie reflejaba las llamas de las hogueras con destellos metálicos. Al fijarse en ella con más atención, Togul Barok se dio cuenta de que aquel blindaje no detenía las flechas, las lanzas o las espadas, sino que las repelía, como si estuviera rodeada por una fuerza invisible que hacía resbalar el acero antes del contacto.

La única parte de su cuerpo al descubierto era el rostro, tan oscuro como la noche y contraído en una sonrisa salvaje. El arma que blandía parecía una mezcla de lanza y espada: en el centro tenía un astil de madera y a los lados sendas hojas de doble filo. La mujer manejaba el arma a veces con las dos manos y a veces con una sola, a tal velocidad que los aceros laterales dejaban estelas de luz en el aire.

Mientras Togul Barok estudiaba sus movimientos, la guerrera detuvo la acometida de un soldado por la izquierda, trazó un molinete que lo despojó de la espada y, casi en el mismo movimiento y sin mirar, lanzó a su derecha una estocada que se clavó en la garganta de otro Noctívago.

Adiós, Pecas.

Al principio la mujer peleaba a una velocidad equiparable a la de los Noctívagos, lo que hizo pensar a Togul Barok que conocía la fórmula de la tercera aceleración. Pero después reduplicó su rapidez; de no ser porque él mismo se hallaba en Urtahitéi, ni siquiera habría distinguido sus movimientos.

¿Cómo era posible que alguien se moviese más deprisa que en Urtahitéi?

Si seguir sus maniobras con la vista era difícil, a sus hombres les estaba resultando imposible defenderse de sus fintas y ataques o herirla. Cuando un soldado intentaba atacarla por detrás, ella saltaba en el aire como si tuviera ojos en la nuca, daba una voltereta inverosímil quebrantando todas las leyes lógicas del movimiento y aparecía a la espalda de su enemigo para clavarle una estocada o decapitarlo de un tajo. No se limitaba a usar aquella peculiar lanza-espada: también sus pies eran armas devastadoras. Con su estatura y su elasticidad, era capaz de patear la cabeza de un adversario al mismo tiempo que sus hojas de acero segaban las piernas de otro a la altura de las rodillas.

—¡Ánimo, Noctívagos! ¡Es sólo una mujer! —gritaba Capitán.

¿Sólo una mujer?
Togul Barok habría apostado la mitad de su reino a que se estaban enfrentando a una diosa. Aquella furia vestida de rojo había derribado a más de diez hombres en menos de un minuto. Algunos de ellos se removían en el suelo, aturdidos, pero otros se habían quedado tan quietos como sólo saben estarlo los muertos.

Déjame a mí, hermano
, susurró su gemelo.
Los dioses te han quitado un ejército entero y ahora quieren arrebatarte a tus Noctívagos
.

No creo que sea eso lo que pretende esa mujer
, respondió Togul Barok.
Y no sueñes con que te deje participar
.

En sus movimientos aparentemente caóticos, la mujer se había ido aproximando a Atalaya, el portaestandarte. Éste trató de defenderse tirándole un lanzazo a la cara, el único punto desprotegido. La guerrera hurtó el cuerpo a un lado girándose sobre sí misma, y aprovechó la misma maniobra para lanzar un ataque apoyado por el impulso de sus caderas.

Las hojas de acero centellearon con un remolino cegador. La cabeza del portaestandarte voló por los aires. Su cuerpo aguantó de pie unos segundos, o esa impresión le dio a Togul Barok en su aceleración. Luego, Atalaya se desplomó como un árbol talado, mientras la guerrera le arrebataba la lanza tirando de ella con la mano izquierda.

Lo que busca es el arma que le quité al Sabio Cantor
, pensó Togul Barok.

Una decena de Noctívagos se abalanzaron sobre la guerrera desde todas las direcciones. Ella dio un salto en vertical, burló la acometida de sus espadas y se quedó suspendida en el aire a la altura de las copas de los árboles que rodeaban el claro. Algunos optimistas le dispararon flechas; pero, cuando parecía que iban a herirla, los proyectiles se desviaban de su trayectoria sin tan siquiera rozarla.

Mientras flotaba sobre sus cabezas con las rodillas encogidas, la guerrera examinó el arma que le había quitado a Atalaya. Era una lanza con una moharra muy larga y sin contera, pintada de negro para que se pareciera a la que Togul Barok llevaba enganchada al arnés de su espalda. Un señuelo que, por lo demás, no poseía ninguna virtud especial.

Al darse cuenta de la impostura, la mujer la partió entre los dedos con un gesto de rabia y frustración.

—¿Buscas esto? —preguntó Togul Barok, entrando en la zona alumbrada por las hogueras.

Entre los gritos de los soldados, la guerrera distinguió la grave voz de Togul Barok y volvió la mirada hacia él. Estiró las piernas y aferró su arma con ambas manos, disponiéndose a atacarlo.

Togul Barok no esperó más. Apuntando a la mujer con la lanza, ordenó:


Katábalye!

De momento, aunque supusiera un riesgo, no pretendía matarla, sino derribarla. Necesitaba averiguar quién era.

La guerrera ya volaba hacia él, pasando sobre las cabezas de los Noctívagos como una gran ave de presa. Un rayo azulado brotó de la punta de la lanza de Togul Barok. Éste temió por un instante que la armadura roja repeliera el ataque, pero no fue así. Cuando el rayo alcanzó a la mujer, el blindaje que la recubría se iluminó y chisporroteó entre aparatosos chasquidos.

La guerrera cayó desde más de seis metros de altura. Ya en el suelo, empezó a agitar manos y piernas con violentas convulsiones, mientras su armadura seguía despidiendo chispas. Un picante olor a tormenta impregnó el aire.

—¡Apartaos! —ordenó Togul Barok al ver que sus hombres hacían ademán de rodearla para clavarle sus armas—. ¡Es mía!

Pese a los temblores que la sacudían, la mujer se puso en pie. Sus labios se movieron. Aunque Togul Barok no pudo escuchar lo que decía, debía tratarse de algún tipo de ensalmo relacionado con su armadura. Ésta se descompuso en varias piezas, resbaló sobre su cuerpo y cayó al suelo, donde siguió escupiendo chispas azuladas unos segundos más.

La mujer dio dos pasos para apartarse de los restos de su blindaje. Estaba completamente desnuda. Su cuerpo negro y lampiño tenía las proporciones de una escultura estilizada, y su cabello relucía como plata a la luz del fuego.

Se hizo un silencio sobrecogido. Togul Barok se dio cuenta de que se había quedado mirando a los pechos y el pubis de su atacante en lugar de vigilar sus gestos. Volvió a apuntar hacia ella con la lanza y le dijo:

—Sal de la Tahitéi. Ahora mismo.

Ella sonrió y levantó ambas manos en el aire, como para demostrar que se encontraba inerme. El gesto alzaba sus pechos, algo más opulentos de lo que correspondía a las proporciones de brazos y piernas. El efecto era turbador, incluso para alguien tan dueño de sí mismo como Togul Barok.

De pronto, volvió a levantarse en el aire, giró sobre sí misma y se alejó volando como una centella hacia el otro extremo del claro. Togul Barok ordenó a la lanza que la derribara de nuevo, pero el rayo sólo consiguió tronchar unas ramas de roble. La mujer había desaparecido entre las sombras.

Como si estuvieran vivas, las placas de su panoplia se habían juntado por sí solas, formando una bola de dos palmos de diámetro erizada de pinchos. Los soldados se apartaron de ella, temerosos. Togul Barok no los culpó. Cuando se acercó a examinarla, no las tenía todas consigo.

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