El corazón de Tramórea (14 page)

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Authors: Javier Negrete

BOOK: El corazón de Tramórea
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—Es este viento. Me irrita los ojos.

—A mí me irrita más bien las tripas.

Pese a que había navegado como pirata en el
Vesania
a las órdenes de Narsel, alias Agshar, y a que debería estar acostumbrado a sobrellevar el zarandeo de las olas, El Mazo no había dejado de vomitar en todo el viaje. Él lo atribuía a que seguía débil por las continuas dosis de veneno que le había inyectado Ziyam. De paso, cada vez que se acordaba de ella se desahogaba con epítetos no muy apropiados para una reina de Atagaira.

Lo cierto era que durante la travesía el viento del este había soplado con ímpetu. Habían navegado casi todo el tiempo con marejada, entre rociones de agua y espuma y agarrados a la borda de estribor para compensar con su peso la escora a babor de la nave. Foltar, el patrón del pequeño pesquero, les dijo que cuando la mar estaba tan picada nunca faenaba a más de cinco kilómetros de la costa. Pero los ocho imbriales prometidos por Derguín habían espoleado su valor, y también el de su yerno y sus dos hijos mayores, que lo acompañaban como tripulantes.

Gracias a aquel viento, habían llegado al continente en tan sólo tres días. Una pequeña ayuda de la suerte, si es que tal numen o entidad existía. Mientras tanto, sobre sus cabezas, los engranajes del cielo continuaban corriendo y las tres lunas, ahora invisibles, avanzaban inexorables hacia su cita el día 28 de Bildanil. Si lo que habían visto en esa extraña ventana abierta en el pecho de la estatua viva de Tarimán era cierto, en el momento de la conjunción se abrirían las puertas del Prates y todas las fuerzas del infierno se desatarían sobre Tramórea provocando su aniquilación.

Sí, le habían ganado un día al calendario previsto, pensó Derguín. Durante unos instantes, casi se sintió optimista al ver cómo la luz de la tarde arrancaba destellos cobrizos de los tejados de los templos que se alzaban en el promontorio que dominaba el puerto. Pero las nubes volvieron a tapar el sol y sus esperanzas se desvanecieron, tan efímeras como aquellos reflejos huidizos. ¿Qué podían hacer dos hombres solos para salvar el mundo?

Desde la punta del espigón, un individuo les hizo aspavientos y les indicó con voces estentóreas que se dirigieran a la izquierda para amarrar en la zona reservada a los pesqueros. Dejaron a estribor el gran puerto comercial y entraron en una pequeña bahía de aguas calmas, aliviados de dejar por fin atrás los vaivenes y cabeceos de altamar. Los muelles de madera estaban abarrotados de embarcaciones, pues con aquel tiempo muchos pescadores preferían no aventurarse mar adentro, de modo que tuvieron que subir la orza y varar en una playa de arenas amarillas.

Cuando saltaron a la orilla, El Mazo plantó las rodillas en la arena y besó el suelo.

—Qué exagerado eres —le dijo Derguín.

—¿Exagerado? Ya puedes invitarme a una cena digna de un corueco. Si no como algo y lo retengo en la panza, me vas a tener que cargar a hombros.

—Me trae más cuenta comprarte un manto bordado en oro que invitarte a cenar, pero me resignaré a mi destino.

Desde la barca, los hijos de Foltar les tendieron la armadura de Derguín, desmontada y guardada en un saco. La armadura era más un estorbo por su volumen que por su peso. Aunque cubría todo el cuerpo, cabeza incluida, apenas pesaba cinco kilos. Una panoplia similar fabricada en placas de acero habría pasado de veinticinco.

Derguín la había encontrado en la isla de Arak, después de derrotar a Togul Barok y conseguir la Espada de Fuego. Había cargado con ella miles de kilómetros por toda Tramórea, pero no se arrepentía. En las tierras de Iyam, al pie de la colosal torre de Etemenanki, había descubierto que los enrevesados signos que la adornaban se iluminaban y servían para comunicarse con los Inhumanos, lo que le había ahorrado tener que luchar contra aquellas criaturas. Más tarde, en la batalla de la Roca de Sangre, cuando Derguín cargó solo contra los Glabros y sus pájaros del terror, había sentido hasta tres veces el rechinar de una lanza resbalando por aquellas placas del color de la obsidiana, pero luego había comprobado que la armadura seguía intacta, sin abolladuras ni rasguños.

Tres días antes le había rendido su último servicio. Un gigante del que Derguín sospechaba que era el mismísimo Tubilok le había propinado en el pecho una patada tan brutal como el impacto de una roca lanzada por un trabuco de asedio. Derguín estaba convencido de que, de no ser porque el interior de la armadura se había acolchado por sí solo, el golpe le habría reventado el pecho.

Protegido con esa armadura, cabalgando al unicornio
Riamar
y blandiendo la Espada de Fuego había llegado a sentirse invencible. Ahora, de aquellas tres preciadas posesiones que el destino le había otorgado sólo conservaba la armadura.

Seguro que cometeré cualquier torpeza y la perderé también
, se dijo, atacado de nuevo por el desaliento.

Le dieron a Foltar cuatro imbriales, la mitad que faltaba por pagar de la suma convenida.

—Que tengas buena travesía de vuelta —se despidió Derguín.

—¿Bromeas? —contestó el pescador, haciendo tintinear entre sus dedos las monedas de oro troqueladas con el sello de Áinar—. Hasta que no se calme la mar, nos quedaremos en Lantria.

—Disfrutando de sus putas y sus tabernas —completó El Mazo, cuando ya habían subido las escaleras de piedra que llevaban al barrio del puerto—. Ese tipo no había visto tanto dinero junto en su vida. Si sigues malgastando así, no llegaremos ni siquiera a Zirna.

—Dice un proverbio Ainari que el tiempo es dinero, pero el dinero también es tiempo, y tiempo precisamente es lo que necesitamos comprar.

—Pues ya que citas refranes de mi país, voy a recordarte uno del tuyo: «Un tonto y su dinero nunca duran mucho juntos».

Y un tonto y su espada tampoco
, se mortificó Derguín.

Aunque el cielo seguía encapotado, un resplandor mate que atravesaba el celaje de nubes señalaba la posición del sol. Todavía quedaban unas tres horas para el atardecer. Pese a las protestas del Mazo, que quería sentarse a disfrutar de una comilona, cenaron pescado frito y patatas asadas de pie en el mostrador de una taberna. Mientras El Mazo masticaba a dos carrillos y lo regaba todo con una jarra de cerveza, Derguín preguntó a la tabernera si había visto desembarcar a ocho mujeres.

—Cinco de ellas llevan mantos y capuchas, son tan altas como yo o más y van armadas.

—¿Dónde hay mujeres así? Igual podrías preguntarme si he visto pasar un basilisco o un cornigrifo.

—Tiene una explicación. Son Atagairas.

—Nunca he visto una Atagaira en mi vida. ¿Es que existen de verdad? Creía que eran cosa de fábula.

—A fe mía que existen, y no tienen nada de fabulosas. En su país todas las mujeres son así.

—¿Ah, sí? ¿Es que has estado en Atagaira? Háblame de ella.

La tabernera plantó el codo en la barra, apoyó la barbilla en la mano y miró a Derguín sin apenas pestañear. Tenía los ojos azules y vivaces, mucho más jóvenes que el resto de la cara. Él interpretó la pose como mera curiosidad. No solía darse cuenta de cuándo una mujer coqueteaba con él.

—Montañas, nieve, paisajes maravillosos y un viento infernal. ¿No las has visto entonces?

Ella negó con la cabeza, sin apartar los ojos de Derguín.

—¿Quién más podría haberlas visto?

—Créeme, buen mozo, en Lantria nos conocemos todos. Si alguien se hubiera topado con tanta hembra viajando sola y armada, ya me habría enterado.

La tabernera se puso de puntillas y echó un vistazo a
Brauna
por encima del mostrador. Algunos clientes tenían que apartarse para no toparse con la vaina que le habían fabricado en Arubak y le lanzaban miradas poco amigables. Pero Derguín prefería llevar la espada así, sujeta al cinturón con dos hebillas de bronce y casi horizontal. De ese modo, en una fracción de segundo podía desenfundarla y lanzar el golpe lateral conocido como Yagartéi. No estaban los tiempos para confiarse.

—¿Eres un Tahedorán?

Derguín le enseñó las muñecas desnudas. Tras una virulenta discusión con Kratos, le había arrojado a los pies el brazalete con siete franjas rojas que perteneció al gran héroe Minos y que le había regalado Linar.

—¿Acaso ves que lleve marcas de maestría? —preguntó, y llevado por un impulso travieso añadió—: Los Tahedoranes sí que son una leyenda. ¿Quién puede creer que existen personas capaces de moverse tres veces más rápido que la gente normal?

—No me digas. Si alguien así existiera, me gustaría comprobar su rapidez de movimientos en cierto sitio.

Incluso Derguín se dio cuenta ahora de que la mujer trataba de seducirlo. Debía de doblarle en edad, pero era esbelta y, pese a ciertas arrugas de cansancio o tal vez de decepción con la vida, resultaba atractiva. Sin embargo, no se sentía de humor ni tenía tiempo para galanteos, de modo que abrió la talega de piel y rebuscó entre las monedas para pagar.

—Tenemos habitaciones —le dijo ella, sin apartar la mirada de la boca de Derguín.

—Gracias, pero partimos ahora mismo.

—¿Cómo que partimos ahora mismo? —protestó El Mazo, que acababa de reducir a raspas el besugo que había dejado para rematar la parrillada.

Derguín dejó las monedas en el mostrador, se despidió de la tabernera con una escueta reverencia y salió de la cantina sin molestarse en discutir con El Mazo. Su amigo le siguió rezongando mientras sorteaban tenderetes y puestos donde se vendían sardinas y besugos, mújoles, pulpos y anguilas, ostras, percebes, langostas y algunos otros especímenes raros que Derguín no había visto nunca.

—Llevo dos días echando los hígados por la borda. ¡Deja que al menos me recupere!

—¿Recuerdas lo que nos dijo Tarimán? A cada hora que pasa la conjunción de las tres lunas está más cerca.

—Al ritmo que vamos, no creo que lleguemos vivos a fin de mes. Por mí las tres lunas pueden organizar una orgía allí arriba, que me da igual.

Al final, El Mazo consiguió salirse con la suya, aunque no porque convenciera a Derguín. Cuando llegaron a la posta de la calzada Nortina, el funcionario a las órdenes de los Bazu, el clan que gestionaba las principales vías de Tramórea, les dijo en tono compungido:

—No puedo alquilaros ahora los caballos, lo siento.

—¿Por qué?

—Llegaríais a la siguiente posta a medianoche. Es demasiado peligroso.

—Puedes ver que vamos armados —repuso Derguín.

—No obstante, sois tan sólo dos hombres.

Derguín suspiró y pensó en decir:
La última vez que peleé con las manos desnudas dejé fuera de combate a quince tipos
. Pero no quería pregonar que era un Tahedorán, y mucho menos el Zemalnit, así que señaló al Mazo con ambas manos, exhibiéndolo como si vendiera un buey en el mercado.

—Mi amigo vale por cuatro, como puedes comprobar. Él es un arma en sí mismo. ¿Has visto qué hombros y qué brazos?

El jefe de posta miró al Mazo de arriba abajo, lo cual le llevó su tiempo.

—No lo dudo, pero no tengo autorización para alquilar caballos tan tarde. Los caminos son muy peligrosos. ¿Quién sabe si esta noche seguiremos sin tener lunas? No quieran los dioses que persista esta oscuridad.

Durmieron en la misma casa de postas. Pero apenas había alboreado cuando Derguín se levantó y espabiló al Mazo.

—Empiezo a desear que se termine el mundo con tal de que dejes de despertarme a deshoras —protestó el antiguo jefe de forajidos.

Alquilaron dos caballos, y aparte del arriendo pagaron una fianza de un imbrial que se les devolvería al final del viaje. Partieron sin más demora, desayunando pan y queso de cabra fresco sobre la silla de montar. El cielo oriental se veía de un color más propio del atardecer. Desde el prodigio celeste y la caída de las estrellas fugaces, los amaneceres eran rojos como ocasos y los ocasos se teñían de un carmesí aún más vivo, como si el firmamento se incendiara desde el horizonte hasta el cénit.

Los acompañaba un postillón, un mozo de ojos soñolientos que, cuando llegaran a la siguiente posta, se encargaría de alimentar y almohazar a los caballos y llevárselos de vuelta a Lantria.

El mozo protestó cuando vio el ritmo tan vivo que Derguín imprimía a la cabalgata.

—¡Vais a reventar a los caballos!

—Son sólo cincuenta kilómetros —dijo Derguín, sin mirar atrás.

—¿Y te parecen pocos? Si los dejáis despeados, me vais a quitar el pan de la boca.

—Tranquilo, que no les pasará nada. Dales un día más de descanso y se recuperarán.

—¡Me quejaré al jefe de posta! —gritó el mozo. Pero Derguín había taloneado a su yegua para dejarlo atrás y ya no le escuchaba.

—Quéjate todo lo que quieras, que no te hará caso —le dijo El Mazo—. Si has visto en tu vida un culo de mal asiento, ése es mi amigo.

Cabalgaban sin apenas descanso. Derguín no podía sospechar que, al mismo tiempo, Kratos y setecientos guerreros elegidos galopaban hacia el mar de Kéraunos en una misión tan desesperada y misteriosa como la suya.

Al menos, Derguín y El Mazo se beneficiaban del sistema de postas de las calzadas Ritionas. Cada cincuenta kilómetros paraban en una estafeta, descansaban un rato y podían disponer de dos caballos de refresco y un nuevo postillón por un alquiler razonable.

Derguín conocía esos parajes; los había atravesado año y medio antes, cuando acudió a Zirna para visitar a su padre moribundo. Era una región próspera gracias al comercio, salpicada de pequeñas ciudades independientes que habían renunciado a parte de su soberanía para inscribirse en la confederación Ritiona. El primer día vieron granjas de gallinas, huertos de árboles frutales y cercados de avestruces que hicieron relamerse al Mazo cuando se imaginó aquellos gruesos muslos asados al horno. La siguiente jornada subieron a una meseta más fría sembrada de encinares y dehesas donde los ganaderos apacentaban cerdos, caballos y vacas. También había grandes extensiones de alcornoques, muchos de ellos con los troncos desnudos tras el descortezado decenal.

La segunda noche de viaje pernoctaron en Kilûr, una ciudad de veinte mil habitantes rodeada de murallas de adobe y famosa por la habilidad de sus joyeros y orfebres. Se alojaron de nuevo en la casa de postas. El jefe, un mestizo entre Ritión y Pashkriri que pertenecía al propio clan Bazu, cenó con ellos. Era un cincuentón de hombros estrechos y caderas afeminadas. Tenía los ojos muy saltones y algo amarillos. Puesto que aseguraba no tener sangre Aifolu, Derguín dedujo por sus córneas que sufría del hígado.

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